Si alguien quisiera escribir una historia tópica, tanto da si lleva un formato de novela, relato corto o guión de cine, no tendría más que empezar por el conflicto angustioso de un escritor que está bloqueado y
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que no sabe sobre qué escribir, así que el personaje empieza escribiendo sobre su propio bloqueo creativo. Pero así no podría empezar, porque desde luego empezar con “Si alguien quisiera escribir una historia tópica” es la manera más rápida de bloquear, porque ¿quién va a querer escribir una historia tópica en lugar de una historia nueva? Sabemos que nadie, ni aún el masoquista más diletante, querría hacerlo. Y desde luego ningún autor, así que el lector que lea “Si alguien quisiera escribir una historia tópica” cerrará el libro y buscará otra ocupación para pasar el rato, porque empezar con una mentira tan aburrida y tan poco sutil no satisface a nadie.
Así pues empecemos de nuevo:
Si alguien quisiera escribir una historia que de ningún modo fuera tópica, tanto da si es novela, guión o relato, podría empezar con un escritor que está bloqueado. Lo cual es tan falso que hasta los lectores analfabetos saben que no es verdad, porque hay millones de historias que comienzan así, hasta el punto de haberse convertido en uno de los tópicos más cansinos.
Probemos a empezar con un escritor que no está bloqueado, y tampoco sería verdad, porque un escritor que no está bloqueado no escribe sobre su no bloqueo. Solo los que están bloqueados intentan romper el bloqueo escribiendo sobre el bloqueo, pero nadie que no esté bloqueado se le ocurriría escribir sobre el bloqueo para ver si así le cambia la suerte. Sólo queda la doble negación.
Si alguien quisiera escribir una historia no tópica, no podría empezar con la angustia que se apodera de un escritor bloqueado. Vale, porque si no puedo empezar por el bloqueo como estrategia desgastada para romper el bloqueo porque caigo en el mayor de los tópicos, pues en ese caso quizá, pero solo quizá, no pueda romper el bloqueo. Aunque eso está claro que no es cierto, porque el bloqueo siempre existe, o se presenta al menos con frecuencia, y algunos autores de la historia lo han superado. Otros no, pero no lo sabemos excepto por el rastro de vacío que dejaron tras de sí: ¿Cuál es la novela que no escribieron ni Borges, ni Quevedo, ni Dámaso Alonso? La imposibilidad o la negación de la escritura es visible solo por la percepción de la ausencia de la misma. Pero también en la pintura, en la música, en el amor, en la vida, en la salud, o en los catorce brazos que no tenemos.
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Si alguien quisiera escribir una historia, tanto da si no la quiere tópica como si no le queda más remedio que caer en la torpeza del tópico, una de las cosas que no debería hacer es escribir los párrafos anteriores, porque ya da lo mismo si son tópicos o no lo son, porque lo que sí está claro es que no prometen ninguna historia. O sea, que son la no-historia. Un texto que suplanta a la historia para que esta no se escriba. Una forma que tiene el bloqueo para seguir existiendo a pesar de que aparentemente haya dejado de existir, porque alguien está escribiendo, porque ese alguien que está escribiendo, yo en este momento por si existieran las dudas, está escribiendo para no escribir. Ha conseguido escribir la no-historia, que es otra manera de negar o imposibilitar la escritura.
Cuando después de siete años de psicoanálisis logré pronunciar la frase “Escribo para no escribir” delante del doctor Blanco, de pronto entendí que eso era lo que estaba haciendo desde la muerte de Gonzalo: escribir para no escribir. Negar la escritura a través de la escritura. Lo aprendí, en parte, de mi propio hermano Gonzalo, que no quiso envejecer, o supo desde que era niño que no iba a poder envejecer, porque tenía un corazón arrítmico y temporal. Un corazón para morir joven, para no crecer. A los cuarenta y un años se dejó morir sobre la mesa de un quirófano del hospital Marqués de Valdecilla. Dejó dos viudas, tres hijos y nueve hermanos que heredaron la misma enfermedad de Peter Pan. Siempre había sido mi hermano mayor, pero tres años más tarde empezó a convertirse en mi hermano pequeño. Menudo hijo de puta: mientras a mí me salen verrugas en la espalda y apenas alcanzo a doblarme para atarme los cordones de los zapatos, él me sigue saludando desde el velero “Mayka II”, o subido a horcajadas en la moto con una mochila al hombro. Él no vio, no quiso ver, se negó a ver lo que a todos los mortales nos toca ver: que la muerte llega poco a poco, mata despacio, a partir de los cuarenta: los huesos se agarrotan, los muslos se ablandan, la papada se derrama como una gigantesca gota de grasa y los ojos se enturbian. Y sé que no es la muerte todavía, pero que esos son pequeños adelantos, porcentajes de muerte, un desagüe ininterrumpido de sangre, un desgaste que me acerca al final de la vida, que me obliga a celebrar mi propio luto por adelantado cada vez que me levanto de la cama con dolor de espalda.
Imágenes anónimas capturadas en Google