martes, 30 de diciembre de 2008

Cernícalo

Este es un texto falso que sustituye al que había antes, para evitar su copia.
Percuntia tempora fati conqueror, in uentos inpendo uota fretumque; ne retine dubium cupientis ire per acquor; si bene nota mihi est, ad Caesaris arma iuuentus naufragio uenisse uolet. lam uoce doloris utendum est: non ex acquo diuisimus orbem; Epirum Caesarque tenet totusque senatus, Ausoniam tu solus habes». His terque quaterque uocibus excitum postquam cessare uidebat, dum se desse deis ac non sibi numina credit, sponte per incautas audet temptare latebras quod iussi timucre fretum, temeraria prono expertus cessisse deo, fluctusque ucrendos classibus exigua sperat superare carina.

lunes, 29 de diciembre de 2008

Sana, sana, culito de rana

Tras la muerte de alguien muy querido (hermano, padre, madre, hijo, pareja) el dolor se hace casi insoportable. Hay nubes gordas preñadas de ceniza rodando a ras de suelo. A veces parece que es como para volverse loco, que ese dolor es insoportable. El cielo desaparece: solo hay pavimento. Y para sobrevivir es verdad que se necesita tiempo, y algunas veces alcohol, Prozac, hachís, antidepresivos, sexo y adrenalina (no todo al mismo tiempo, no se amontonen). Un viento helado se cuela entre la ropa a todas horas. Con los analgésicos la desolación no desaparece, pero poco a poco se transforma en una cicatriz afectiva. Un taponamiento en los ojos, en los oídos, en la nariz. Eso es lo que me pasó. Al principio pensé que era como una callosidad, una aspereza en los sentimientos, pero no es así: es más bien una desgarradura, con los bordes algo más sensibles que el resto de la piel. La piel despellejada. Se puede aguantar, aunque queda la memoria, el recuerdo de la herida. Molesta la ropa y la desnudez. Es como un cuerpo desconchado, con moratones. Se irrita un poco con los cambios de estación, con las fotos familiares, con el nombre que se pronuncia, o con los paisajes paralelos que recuerdan al muerto. Pero el tiempo pasa, con la misma tozudez con la que rompen las olas contra la roca. El cuerpo se recompone, igual que lo hizo tras los arañazos de la infancia, o después de alguna amputación quirúrgica. La pérdida y el vacío. Luego queda el muñón, y el dolor en la mano inexistente, que se agarrota y escuece aunque ya no exista.
Casi termina el año. En este año he escrito dos novelas cortas, he cambiado de casa y continente, Elías se fue a vivir con Natalia, he enterrado a mis dos padres, he llorado como si no supiese de sobra que la muerte es necesaria. Ahora cada vez que levanto la vista de mi portátil, veo el mar inmenso, infinito, con un horizonte que se aleja y se curva, y eso me tranquiliza. Un año acaba, y otro empieza. Ley de muerte. Ley de vida.
Quiero daros las gracias a todos los que habéis estado dándome ánimos. No pude responder, pero me llegó hasta el último aliento vuestro. Gracias, muchas gracias.

jueves, 4 de diciembre de 2008

La intensidad del dolor

Es posible que la intensidad extrema del dolor contenga en su interior un componente de placer. Tal vez el masoquismo sepa algo de eso. Lo digo así, como de pronto lo percibo, entrevisto por rabillo del ojo. Y me parece raro que yo lo diga, porque soy muy cobarde con el dolor, físico y psíquico. Soy un adicto al Nolotil, aspirinas, paracetamoles, Prozac, Nembutal, morfina, anestesia, alcohol y todo lo que se tenga a mano, legal o ilegal, antes de que me duela un poco la uña desgarrada. Y sin embargo, este nuevo dolor me deja derrotado con cualquier bobería: basta que Pablo me llame por teléfono para preguntarme que qué tal estoy, o que un hombre lleve a su hijo en brazos por la calle, y de golpe pierdo incluso el sentido de la orientación y el equilibrio. No sé dónde me encuentro, me sobran brazos y piernas en el cuerpo, calculo mal las distancias, tropiezo, y me cuesta estar sentado en una silla, porque no sé dónde poner esas manos extrañas que me cuelgan como pulpos al final de mis antebrazos. Ayer caminaba por las calles de La Laguna, y sentía mareos cada vez que cruzaba una calle o me aproximaba a un edificio. Me apoyé en una farola, y su pintura despellejada me arañó la palma de la mano como si fueran cuchillas de afeitar. Tengo los oídos taponados desde hace una semana, y solo de tanto en tanto, tras bostezos prolongados, logro desatascarlos durante un rato. Entonces, ¿dónde está el placer?
Es la intensidad. La pura intensidad del dolor, que hace que la sensación de ahogo sea tan nítida y sobrecogedora que me deja en un éxtasis de desolación, de nirvana mortal. Todo desaparece en esos momentos, se abre frente a mí un cielo negro, y ni siquiera me acuerdo de mis padres muertos ni de mis hermanos malheridos. Es el dolor en estado puro, que me deja flojas las piernas, y me agota en un instante, dejándome a merced del viento. No es que me quiera dejar morir, ni suicidarme, ni regodearme en el padecimiento. Nada de eso. Es el puro asombro de que exista esa frontera del dolor inédito, y que más allá de esa desolación extrema, aún exista una geografía hermética y despoblada, un vértigo de luz negra que empaña la vista, tapona los oídos y comprime el aire. Es otro universo paralelo, y desde allí escucho con sordina, como si viniera de muy lejos, los ruidos apagados de este otro mundo que a veces me reclama. Algunos místicos, drogadictos, visionarios o torturados, hablan del éxtasis del dolor, el que se encuentra al otro lado del cuerpo, hermano de la esquizofrenia. No sé si será el mismo dolor, solo sé que me deja tiritando sin piel en el centro mismo del vacío, sordo, sin aire y sin conciencia. La tarde cae, y me encuentro desnudo en un páramo sin límites ni carreteras. No sé dónde estoy. Me cuesta respirar, cierro los ojos emborronados de lágrimas y trato de calentar con mi propio aliento las yemas de los dedos congelados.
Sé que estáis ahí, todos y cada uno de vosotros. Os oigo, os leo. Os doy las gracias por todos los ánimos. Sé que está Bea, y Elías. Sé que están Peancha, Basilio, Raquel, Jaime, Salud, Coke, Nacho, Jorge, la Nena, Tito, Javier… Pero no sé dónde estoy yo. No sé qué pasa. No sé qué es esto.

lunes, 1 de diciembre de 2008

La muerte

Me pregunta Bea que cómo me encuentro. No sé, le digo, me siento raro. Es como si la luz de las calles hubiera cambiado, como si siempre hubiese niebla, como si estuviera viviendo en un lugar que no conozco. Imagino que es el luto. Le digo que soy como un turista desganado. Peancha llora cada vez que se queda sola, y cuando se despierta en mitad de la noche. Y si lleva varias horas sin estar sola, se esconde un rato para llorar a oscuras. Yo me siento destemplado. El sol no me calienta, a pesar de que estoy en Tenerife, y hasta he conseguido pillar un constipado sin venir a cuento.
Oigo ladrar a Dogo, el perro del vecino, y me entran ganas de sentarme en las escaleras junto a él para ladrar a dúo, para decir a gritos que me siento desprotegido, con frío a pleno sol, con ganas de llorar sin que me vean, con ganas de dormir a todas horas, desganado, flojo, sin hambre, destemplado, encogido, mustio, congestionado por una fiebre fría y con los oídos taponados.
“¿Qué es lo que no quieres oír?”, me preguntaría sin duda el doctor Blanco. Él siempre era directo y claro. Blanco. Pues qué va a ser, le diría, no quiero oír que se han muerto mis padres, los dos al mismo tiempo; no quiero oír que aún no tengo casa, y que duermo de prestado en la de mi hermana pequeña; no quiero oír que tengo toda mi vida, mis libros, mis recuerdos, metidos en un container de 20 pies en el muelle de Santa Cruz, entre latas de atún y ferretería industrial. Todo eso me da frío y me tapona los oídos.
Ya sé que los padres tienen que morir para recordarnos que no somos inmortales. Pero cuando mueren, heredamos su muerte. De golpe la muerte está ahí, y no es el miedo a morir, sino el frío que dejan detrás, la tiritona, el estómago revuelto, tanto da si es verano como si es invierno.
Los hijos son un poco nosotros mismos, y los padres también. Somos lo que fuimos, incluso antes de nacer; y también lo que seremos, después de muertos. Perpetuados en la genética, en una historia colectiva, en un cuerpo colectivo que se desescama escupiendo cadáveres, uñas y miembros cercenados para regenerarse. No somos más que un préstamo a plazo corto.
Mi padre está en mí. Supongo que sí. Al menos tengo sus genes, su ADN, el calor de la mano, sus traumas, su aversión al deporte, sus gestos. Y de mí pasarán a Elías, con algunas alteraciones. Pero ahora también tengo su muerte, su corazón congelado, su alzheimer, sus ojos ciegos y sus escaras taladrándome la espalda. Yo soy ahora mi padre, corre la lista, un proyecto de cadáver, una promesa de extinción, de ceniza y olvido.
Hubo un tiempo necesario en que mis padres eran dios. Un dios bicéfalo indestructible, capaces de protegerme más allá del sueño y de la noche. Cuando mueren los padres muere dios, muere el paraguas protector, muere la eternidad y la invulnerabilidad. Dios ha muerto dos veces en noviembre: se llamaban Aurora y Alfredo. Me gustaría poder decir con Groucho Marx la frase “Dios ha muerto, Carlos Marx también ha muerto, y yo mismo no ando muy bien de salud”, pero tampoco ando bien de humor a estas horas.
Mientras escribía “El viaje de Lidia” no podía imaginar que estaba escribiendo mi propio viaje: quemando la casa a orillas del río Ambroz, buscando a mi madre ausente, y asistiendo a la muerte de mi padre. De algunas cosas sí que era consciente: mi hermano Gonzalo murió hace tiempo, y aún le echo de menos. Ringo ya no está conmigo.
Bea me observa, preocupada, y me pregunta si me voy a morir. Aún no, le digo. Tenemos tiempo. Calculo que unos treinta y tantos años. Hace apenas diez días mi hermano Coke escribió con caligrafía hermosa los nombres de mis padres en el cemento que sella su tumba, y todos sus hijos apretamos la huella de nuestro pulgar en el cemento fresco. Diez huellas huérfanas en un espejo que ya no nos refleja. También nosotros, y nuestras huellas, estamos enterrados en Santander, muy cerca de la tumba de Gonzalo. Salimos del cementerio con dos cadáveres a cuestas, inyectados por debajo de la piel, en lo más profundo del hueso. Hacía frío. Pocos días después se desató el vendaval de lluvia y nieve por toda la península, pero nosotros ya lo teníamos dentro, como una garrapata congelada, una costra de hielo por debajo del abrigo.
Siento la amputación de un cuerpo que no es el mío, pero sé que volveré a sentir calor dentro de unos meses, cuando me acostumbre a estar un poco muerto, y a caminar con la espalda vencida por el peso de los cadáveres, el tiempo y los espejos.