sábado, 12 de noviembre de 2011

La escritura invisible de los muertos

En el centro de Rosario, Argentina, a orillas del gigantesco Paraná, en la calle Tucumán 1349, semiesquina con Corrientes, muy cerca de la casa donde vivió el Che Guevara, hay un gran supermercado que hace diez años cerró sus puertas y echó a todos sus trabajadores a la calle.

Pero los trabajadores dijeron que no. Que no se iban. Que no abandonaban su puesto de trabajo. Que se quedaban.

--¿Cómo que se quedan? ¿Qué quiere decir eso? --preguntaron desconcertados los dueños del supermercado.

--Pues que nos quedamos, y ya está. A partir de ahora --dijeron--, el súper está tomado por los trabajadores, y seguirá funcionando y prestando servicio al público.

Han pasado diez años, y sigue abierto. Se llama “La Toma”, y el porqué del nombre es obvio. Ahora no venden solo comestibles. Ah, no. Ahora, donde antes había un puesto de tomates, han abierto una librería llamada “Federico Engels”. Hay también puestos de artesanía local, una cafetería, y un espacioso local de ensayo cedido gratuitamente a todos los que lo necesiten, gestionado por el sindicato de actores de Rosario. Allí estuve dando un Taller de Escritura y recuperación de la memoria histórica la semana pasada.

También al fondo, en la planta baja, los ocupantes han cedido un local a las abuelas de Mayo, que siguen su eterna lucha por recuperar a los nietos y nietas secuestrados y apropiados por los militares argentinos entre los años 78 y 83 del siglo pasado. Siguen buscando a los hijos de las mujeres que lucharon contra la dictadura militar y el terrorismo de Estado del general Videla. Mujeres embarazadas que fueron secuestradas, encarceladas, torturadas, asesinadas y desaparecidas después de que les robaran el hijo que llevaban en su vientre.

Pocas calles más allá, en la esquina de San Lorenzo y Dorrego, en el mismo centro de Rosario, hay un nuevo centro cultural con un sótano siniestro. Es lo que hace treinta años fue el núcleo de torturas y detenciones ilegales de Rosario, y no tiene pérdida, porque está bien señalizado con decenas de pintadas. A través de los vidrios rotos, desde la misma calle, se pueden ver los nichos, los agujeros inmundos donde escondían a los disidentes secuestrados. Es bien sabido que desde allí, los que sobrevivían eran trasladados a la ESMA, la Escuela Superior de Mecánica de la Armada, en Buenos Aires. Y después, desnudos y paralizados con una inyección de Pentonaval, a los aviones de la muerte, desde donde eran arrojados al mar para que nunca se recuperaran los cadáveres.

30.000 desaparecidos de todas las edades, pero sobre todo jóvenes. Demasiado jóvenes. Pero los hijos recién nacidos de las asesinadas y desaparecidas no eran ejecutados, sino que eran entregados en adopción a militares estériles. Fueron cerca de 500. Hijos que han vivido toda su vida acunados por los que torturaron y asesinaron a sus propios padres. Ahora tienen entre 30 y 34 años de edad, y muchos no saben quiénes son sus padres. Algunos no lo quieren saber, y se niegan a someterse a las pruebas de ADN. A veces la verdad es demasiado dolorosa, incluso inaceptable.

No es una historia tan lejana.
No es una herida cerrada.

En el ejercicio final del Taller de Escritura que impartí en La Toma, les pedí a los participantes, casi todos ellos mayores de 50 años, que escribieran un simple recuerdo del pasado, un “Me acuerdo de…”, clásico entre los talleres de escritura del todo el mundo. Hubo recuerdos de colegio, de infancia, de primeros besos, de viajes. Al final una mujer de 65 años, flaca y frágil, se levantó y con voz quebrada leyó su recuerdo que aún llevo incrustado en mi memoria:

“Me acuedo del ruido de los aviones militares que sobrevolaban mi casa. Me acuerdo de una puerta que se abría en medio de la panza del avión. Me acuerdo de cuerpos desnudos cayendo al vacío. Después ya no recuerdo más, porque yo estaba desaparecida.”

Los asesinos ya no están en el poder, pero los muertos insisten en escribir sus memorias.

1 comentario:

Marcos Alonso dijo...

Sin duda, siempre es una necesidad alumbrar los pozos de la Historia para reencontrarnos con nosotros mismos, mientras los verdugos esperan temerosos a que se enciendan una mísera chispa de remordimiento en los más recóndito de sus conciencias. Ellos también son víctimas de la Historia, cobardes, incapaces de resistir y dejarse arrastrar por los acontecimientos, para convertirse en monstruos para siempre.
Siempre es un placer leerte.