sábado, 27 de agosto de 2011

Tras la máscara veneciena

En el embarcadero, de pie sobre el pasillo de madera que moría en el agua, estaba aquel hombre oculto tras una máscara veneciana de alpaca y una capa negra. La niebla esa noche era lo bastante densa como para desdibujar el contorno de cualquier persona u objeto que se encontrara a más de 20 metros de distancia. Tenía su mano derecha cubierta por un guante de cuero negro, una estrella dorada prendida en la capucha que le cubría la frente, y algunas cintas de raso de colores colgando de los hombros.

Podría ser un disfraz de carnaval veneciano, pero tanto Venecia como el carnaval quedaba muy lejos de allí.

Supe que aquel hombre estaba esperándome, y que había hecho un largo viaje con el único objeto de acabar conmigo. Yo también lo esperaba desde hacía años, con al certeza del que se sabe condenado a muerte, obligado a cambiar siempre de oficio y domicilio antes siquiera de haberme acostumbrado.

Hubo un tiempo en el que traté de averiguar o deducir el porqué de esa sentencia que pendía sobre mi cabeza. Yo no me sentía avergonzado de nada, excepto quizá de ser feliz de un modo despreocupado, pero una vez más tampoco podía asegurar que no fuera la felicidad, o la despreocupación, la que me convertía en culpable.

La amenaza y la sentencia de muerte que pesaba sobre mí no estaba publicada en ninguna parte, al menos que yo supiera, ni había sido pronunciada por juez alguno en mi presencia, pero era tan indiscutible como el crecimiento de las plantas tras la lluvia, o la sucesión de los atardeceres a intervalos regulares. Nadie necesitaba confirmármelo. Yo lo sabía, como una de esas verdades a priori que regulan el movimiento de los astros. Lo sabía, siempre lo supe, incluso llegue a aceptarlo por inevitable. Sabía que un hombre sin rostro me iba a encontrar, tarde o temprano, y que me iba a arrojar al vacío de la no existencia. Esa certeza no era algo que yo deseara en modo alguno, pero no había escondite ni negociación posible. Solo era cuestión de tiempo.

Y de pronto ese tiempo había terminado para mí. El hombre de la máscara veneciana, el que había sido enviado para acabar con mi vida, estaba frente a mí, cerrándome el paso en el embarcadero.

--Acaba de una vez --le dije, casi suplicando.

Tras la máscara no pude saber si hubo un gesto de burla, o de piedad, o de sadismo. Sus ojos brillaban en la oscuridad, pero su mirada estaba vacía de emociones, casi inhumana.

Yo llevaba mi pistola encima. No era para defenderme, sino para acabar conmigo mismo en el momento en el que la felicidad me abandonara. Y eso no había sucedido todavía.

Yo era feliz, y aquel hombre lo sabía, o debería saberlo. Saqué mi pistola y le disparé en el entrecejo que adivinaba tras la máscara. Defensa propia.

No sé por qué me tienen encerrado. Yo no merezco la cárcel. Yo era feliz, y he dejado de serlo. Debería estar muerto. Pero, ¿quién va a venir a buscarme ahora? Estoy condenado a la inmortalidad.

1 comentario:

Pedro Sánchez Negreira dijo...

Me ha gustado el giro paradójico en la vida del protagonista.

Buen trabajo, Enrique.

Enhorabuena.