Le compró la casa a un subastero, y le costó la mitad de lo que había tasado el banco.
La mitad.
Al principio sintió desconfianza. No es normal que alguien venda por la mitad una casa con mil quinientos metros de terreno, aunque fuera verdad que las ventas estaban detenidas desde que había comenzado la crisis.
—Ya sé que la casa vale más, no se crea que soy tonto —le dijo el subastero—, pero a mí también me costó mucho menos, no voy a perder dinero. Estoy en el negocio desde hace demasiados años, y sé que para ganar hay que comprar y vender rápido, nada de acumular casas año tras año.
—Ya, pero es tan barata —insistió.
—Mire, si le hace ilusión yo le subo el precio, qué quiere que le diga. Además, si he de serle sincero, quiero venderla pronto por mi mujer.
—¿Su mujer?
—Sí. Bueno, será mi mujer el mes que viene. Es brasileña, y como no me dé prisa en regresar a Manaos, igual me la quita un negro. No me fío. Quiero volver cuanto antes. Es una garota por la que cualquiera estaría dispuesto a cruzar el océano en una barca con remos.
Le sorprendió que aquel subastero embrutecido hiciera gala de ese ardor amoroso. Quizá fuera solo sexo, y estaba encoñado. Con las brasileñas todo es posible. Daba igual, el caso es que la casa y el terreno estaban en el lugar adecuado y al precio que por primera vez podía permitirse.
Aún así se asesoró en una agencia inmobiliaria. Y en el Registro de la Propiedad Inmobiliaria. Le dijeron que todo era legal. El notario comprobó que los papeles eran correctos, y estampó la firma en el documento de compra-venta. Él entregó un cheque nominal por ciento veinte mil euros, y a cambio recibió las llaves del portón de la verja de entrada y de la casa.
Su nueva casa.
Estaba hecha una pocilga, pero no hizo falta contratar ni a un albañil ni a un fontanero. Solo limpieza. Se trasladó allí en dos semanas. Su casa, con terreno suficiente para cultivar tomates, lechugas, papas, cebollas, coles, pimientos, calabazas, unos cuantos árboles frutales y una rosaleda. El sueño de toda su vida.
El primer año fue duro: remover la tierra, prepararla, abonarla, sembrar, montar el sistema de riego, aguantar las agujetas en los riñones, y comer mendrugos de tierra cada día. Al segundo año, los primeros frutos, pero escasos. El tercer año mejor. El cuarto año espléndido. A partir del quinto año le sobró más de la mitad de la producción, contrató a un jubilado del pueblo para que se ocupara de la huerta, y él empezó a dedicarse a los rosales. El sexto año fue el mejor.
Pero el séptimo apareció aquel tipo en mitad de la noche. No lo vio llegar, pero acostumbrado al silencio le extrañó escuchar esos golpes repetidos tan cerca de la ventana de su dormitorio. Al levantarse a oscuras y asomar su cabeza por la ventana abierta, supo que no estaba tan cerca como parecía, pero estaba dentro del terreno de la casa, de eso no había duda. Además de los golpes de una pala escarbando la tierra, también estaba la luz: una linterna de carburo que alumbraba de modo fantasmal a un hombre cavando una fosa en el huerto de tomates, cerca del lindero norte.
No era supersticioso, pero por un momento se le pasó por la cabeza la imagen de la muerte preparando su tumba.
Pero no era la muerte. Solo era un hombre cavando en el huerto. Debería llamar a la policía. Un hombre estaba en su jardín escarbando entre las plantas en mitad de la noche. Eso le contaría a la policía, que allí había un tipo desconocido.
Aunque aquel no podía ser un ladrón de tomates, esa era una idea absurda.
Quien quiera que fuese, había llegado hasta allí con una idea muy clara y una determinación fija. Buscaba algo que sabía que estaba allí. No era el azar, no era un fantasma.
Su casa era su casa desde hacía siete años, pero ¿y antes de que fuese suya?
Él se la compró al subastero, y el subastero a la Hacienda pública. Un embargo. La expropiación de bienes a un delincuente. Alguien que había cometido un delito y que ahora regresaba para terminar el trabajo.
A lo mejor lo de llamar a la policía no era buena idea. Tal vez hubiera otras alternativas.
Un antiguo delito, y regreso al lugar de origen. ¿Un asesinato? ¿Y para qué iba el asesino a regresar para desenterrar al muerto? No era un asesinato, no había cadáveres en el jardín.
Un robo, y el ladrón regresaba para recuperar el botín. ¿Siete años después? Claro, después de sufrir la condena. Acababa de salir en libertad.
Esa era la respuesta. No podía ser otra.
Y entonces, ¿qué?
Si llamaba a la policía, detendrían al ladrón, pero también investigarían y el botín acabaría en manos de su dueño anterior, la víctima del robo. Adiós a la pasta, como si lo viera.
Podría hacer ruido y espantarle, pero aquel hombre no se iba a asustar por tan poca cosa. El agujero era ya lo bastante grande como para llamar la atención al dueño del huerto por la mañana, así que aquel hombre no iba a querer regresar otro día a terminar el trabajo. No podría engañarle tan fácilmente.
Podría tratar de llegar a un acuerdo con él. Fifty-fifty. Tal vez. Aunque alguien que ha esperado siete años y ha sufrido siete años de encierro quizá no fuera la persona más dispuesta a dialogar.
Por último, podría sorprenderle, atizarle en la cabeza, y meterle en el hoyo que ya estaba preparado, casi a la medida.
Uf, vaya trago.
También podía no hacer nada. Volver a la cama y hacerse a la idea de que no había visto nada, que sólo había tenido una pesadilla en mitad de la noche. Eso era lo menos arriesgado. Lo más prudente.
Pero estaba harto.
¿Harto de qué?
Harto de no haber sabido nunca agarrar a la vida por los huevos. Harto de que hasta el subastero que le vendió la casa se arriesgara comprando y vendiendo la casa de un delincuente para trasladarse a vivir a Brasil con una garota de infarto. Harto de que la mayor emoción en su vida, a esas alturas, fuera la de ver si prendía el esqueje del rosal que había plantado cerca del naranjo. Harto de no tener mujer, de no tener hijos, de no tener amigos. Harto de no ser nadie, y de no tener apenas nombre, porque nadie lo llamaba nunca.
¿Le debía algo a ese hombre que escarbaba cerca de sus tomateras tratando de recuperar un botín?
No.
¿Debería comportarse bien o mal por algún motivo? ¿Acaso creía en el cielo y en el infierno? ¿Iba a cambiar algo la historia de la humanidad dependiendo de sus actos?
Tampoco.
La duda es una consejera terrible. Un escalofrío le recorrió la espalda. Al final optó por dejar que fuera el azar el que tomara la decisión: “Si sale cara bajo al huerto y lo mato, si sale cruz me echo a dormir y lo dejo en paz.”
Deseó con todas sus fuerzas que saliera cruz.
Pero salió cara.
Han pasado tres años, y ya empieza a olvidar los detalles de aquella noche en la que bajó a oscuras y de puntillas a la planta baja, salió por la puerta trasera, se armó con un azadón pequeño, caminó descalzo y en pijama sin notar las piedras que se le clavaban en los pies, hasta llegar a la espalda de aquel hombre que cavaba en su huerto en mitad de la noche.
Le hundió el azadón en la espalda, a la altura de los hombros, como si quisiera partirlo en dos. El golpe fue tan fulminante que el hombre ni siquiera hizo el menor ruido al caer sobre la tierra. Nunca llegó a verle la cara. Ni siquiera pudo desenterrar el azadón hundido en la espalda de aquel hombre.
Tardó una semana en localizar el botín a menos de diez metros de la tumba del forastero. No se había equivocado. Una bolsa con cinco millones de euros en billetes usados. Nunca supo de dónde procedían, pero con ellos pudo comprar un barco, un nombre, una finca en Paraguay, y una esposa fiel que le dio dos hijos durante los tres primeros años.
¿Cómo se llamaba aquel hombre?
Qué más da. Hay veces que no vale la pena preguntar.
7 comentarios:
Me he quedado enganchada con la hisoria y dándole vueltas al esfuerzo y las ganas que hay que tener para enterrar a un tipo con azadón incrustado.
não sei se me ponho furiosa ou vaidosa com essa fama, injustificada, aliás, que as brasileiras temos de "fogosidade". De onde terá surgido, dios mio?!
Aparte eso, un lindo cuento. Intrigante.
Jo, además vete tu a saber lo que quería, hizo bien ;)
Besicos
Menudo chollo de casita, barata, fertil, y con sorpresa.
Me gusta.
Pues en su caso el fin justificó los medios. Tras su autoconvencimiento lo demás, qué más da?
Besos.
Intenso relato, me gustó mucho mucho. No conocía este blog; me añado como seguidor.
PD: aprovecho para felicitarte por tu libro "Escribir. Manual de Técnicas Narrativas", que me ha ayudado mucho.
Muy bueno, Enrique.
:)
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