Sostiene Roberto
Carlos en su famosa canción que uno de sus quehaceres era “Cuando era un
chiquillo, que alegría, jugando a la guerra noche y día”. Así vamos mal, claro.
Son los dos primeros versos, que yo no me lo invento.
Pero eso no tiene demasiada importancia, de momento, excepto para afirmar, ya desde ese inicio, que el narrador es intradiegético, y cuenta la historia en primera persona. Desde el yo, personal, y omnisciente solo sobre sí mismo, si es que se conoce un poco y no se autoengaña, como casi todos. Y limita su omnisciencia, por tanto, a lo privado, y pasado o presente. No más. Y a lo que le alcanzaren los sentidos y fuere capaz de interpretar.
El problema está en que Roberto Carlos, que es brasileño, pero no es futbolista, porque entre otras cosas es cojo desde hace muchísimos años, y nunca le intentaron contratar en el Real Madrid, al menos no para jugar al fútbol, digo, que Roberto Carlos, poco después, en la misma canción, dice que “El gato que está triste y azul nunca se olvida que fuiste mía”.
Y lo dice varias veces, porque es el estribillo. Y hasta lo repite en el título, por si nadie se había enterado.
Pero digo yo, ¿Cómo
va a saber el narrador, el cantante, Roberto Carlos, ese que jugaba con alegría
a la guerra noche y día, que el gato “nunca se olvida que fuiste mía”? ¿Acaso
se lo ha dicho el gato? Eso es cosa bien difícil, habremos de convenir. ¿Habla o
entiende Roberto Carlos el idioma gatuno? Yo creo que no, ni él, ni Rudyard Kipling,
ni Jack London, ni San Francisco Javier, por más que se hagan amigos de todos
los animales del barrio. El narrador en
primera persona no puede ser omnisciente, y no puede saber los pensamientos de
los gatos que no sean él mismo. Y Roberto Carlos no es el gato.
Así que Roberto Carlos, o el narrador de “El gato que está triste y azul”, miente. Se contradice según todas las leyes de la narratología. Es un narrador inconsistente, fulero, bocazas. Y eso sin necesidad de irse a las cualidades del gato, que en ese momento, para definirlo, es aquel que “está triste y azul”. Ese, y no otro. Pero si está triste (tal vez se pueda deducir por su comportamiento hosco y huraño, aunque bien parece que eso es trasladar emociones humanas a los gatos, pero bueno, vale, tiene un pase), pero que además de triste esté azul, eso no tiene sentido.
Que esté ahora triste, y luego contento, pues bueno, es un gato neurótico, como tantos. Pero que esté azul… no puede ser. Ya es difícil que sea azul, pero tal vez sea una marca de nacimiento, y resulta que es azul. O puede ser un gato transgénico. Pero no. No es que "sea" azul, es que "está" azul. Lo que quiere decir que otras veces no está azul. Cambia de color. ¿Como los camaleones? ¿Acaso va al tinte una vez por semana? ¿Qué coño le pasa a Roberto Carlos, es que no puede escribir y cantar un solo verso con algo de sentido común?
Esta no es una canción surrealista del movimiento Dadá, que conste. Ni un experimento de la gramática generativa y transformacional de Chomsky. No. Aquí no vale compararlo con lo de Paul Éluard de que “Los elefantes son contagiosos”, porque Roberto Carlos no pretente desnudar las estructuras del idioma con deconstrucciones que dejen la semiótica al descubierto. Para nada. A Roberto Carlos simplemente se le va la puta olla a Camboya, y hasta ahora nadie se lo había dicho.
Y eso solo
ribeteando el entramado textual, que tiene un acompañamiento musical y vocal
de importancia, porque si no, no nos sabríamos de memoria esa memez antinarratológica.
Aunque también habrá quien diga que la pieza melódica es la que tiene un
acompañamiento textual que le sirve de soporte sonoro a la voz de Roberto
Carlos. Se entiende, claro, porque esa canción no sería la misma cantada con la
voz de pito de Ana Torroja que con la voz molona y mojabragas de Manolo Otero
(el antiguo novio de María José Cantudo, hay que ser muy viejo para saber de lo
que hablo).
Nota al margen: Lo de molona y mojabragas es una imagen robada a Ángel Zapata, que me perdone, pero ya me habría gustado a mí haberla inventado así, a pelo, y entrar en el Parnaso para la eternidad.
Pero digo que de las conexiones entre el texto, el paratexto y el contexto deberían interesarse la Pragmática con Umberto Eco a la cabeza, el estructuralismo de Barthes, la deconstrucción de Derrida, y la Lingüística del Texto. Yo no.
Yo ya no doy más de sí, porque después de oírle a Ángel cantar esa canción en el karaoke que está en el sótano de la Plaza de los Mostenses de Madrid, a medio camino entre el cine Azul y el restaurante Da Nicola, dentro del parking, (que de ahí veníamos, después de cenar con la gente del Taller de Escritura), ya no me la puedo quitar de la cabeza.
Y eso que han pasado más de diez años ya.
Pero eso no tiene demasiada importancia, de momento, excepto para afirmar, ya desde ese inicio, que el narrador es intradiegético, y cuenta la historia en primera persona. Desde el yo, personal, y omnisciente solo sobre sí mismo, si es que se conoce un poco y no se autoengaña, como casi todos. Y limita su omnisciencia, por tanto, a lo privado, y pasado o presente. No más. Y a lo que le alcanzaren los sentidos y fuere capaz de interpretar.
El problema está en que Roberto Carlos, que es brasileño, pero no es futbolista, porque entre otras cosas es cojo desde hace muchísimos años, y nunca le intentaron contratar en el Real Madrid, al menos no para jugar al fútbol, digo, que Roberto Carlos, poco después, en la misma canción, dice que “El gato que está triste y azul nunca se olvida que fuiste mía”.
Y lo dice varias veces, porque es el estribillo. Y hasta lo repite en el título, por si nadie se había enterado.
Por cierto, no hay temas menores en el estudio o la hermenéutica del texto, que conste. El autor de este artículo, Enrique Páez, se sitúa al margen de las batallas entre apocalípticos e integrados, y piensa, como el chileno Ariel Dorfman, que más vale vigilar al enemigo de cerca, porque siempre es de clase. Clase social, no escolar.
Así que Roberto Carlos, o el narrador de “El gato que está triste y azul”, miente. Se contradice según todas las leyes de la narratología. Es un narrador inconsistente, fulero, bocazas. Y eso sin necesidad de irse a las cualidades del gato, que en ese momento, para definirlo, es aquel que “está triste y azul”. Ese, y no otro. Pero si está triste (tal vez se pueda deducir por su comportamiento hosco y huraño, aunque bien parece que eso es trasladar emociones humanas a los gatos, pero bueno, vale, tiene un pase), pero que además de triste esté azul, eso no tiene sentido.
Que esté ahora triste, y luego contento, pues bueno, es un gato neurótico, como tantos. Pero que esté azul… no puede ser. Ya es difícil que sea azul, pero tal vez sea una marca de nacimiento, y resulta que es azul. O puede ser un gato transgénico. Pero no. No es que "sea" azul, es que "está" azul. Lo que quiere decir que otras veces no está azul. Cambia de color. ¿Como los camaleones? ¿Acaso va al tinte una vez por semana? ¿Qué coño le pasa a Roberto Carlos, es que no puede escribir y cantar un solo verso con algo de sentido común?
Esta no es una canción surrealista del movimiento Dadá, que conste. Ni un experimento de la gramática generativa y transformacional de Chomsky. No. Aquí no vale compararlo con lo de Paul Éluard de que “Los elefantes son contagiosos”, porque Roberto Carlos no pretente desnudar las estructuras del idioma con deconstrucciones que dejen la semiótica al descubierto. Para nada. A Roberto Carlos simplemente se le va la puta olla a Camboya, y hasta ahora nadie se lo había dicho.
Nota al margen: Lo de molona y mojabragas es una imagen robada a Ángel Zapata, que me perdone, pero ya me habría gustado a mí haberla inventado así, a pelo, y entrar en el Parnaso para la eternidad.
Pero digo que de las conexiones entre el texto, el paratexto y el contexto deberían interesarse la Pragmática con Umberto Eco a la cabeza, el estructuralismo de Barthes, la deconstrucción de Derrida, y la Lingüística del Texto. Yo no.
Yo ya no doy más de sí, porque después de oírle a Ángel cantar esa canción en el karaoke que está en el sótano de la Plaza de los Mostenses de Madrid, a medio camino entre el cine Azul y el restaurante Da Nicola, dentro del parking, (que de ahí veníamos, después de cenar con la gente del Taller de Escritura), ya no me la puedo quitar de la cabeza.
Y eso que han pasado más de diez años ya.