viernes, 22 de julio de 2011

Un trato bien simple

Aún faltaba media hora para amanecer cuando Paolo desanudó la cuerda que atrancaba la puerta y salió al campo abierto. Igual que cada día. No había luna, nunca la hubo, pero Paolo no necesitó luz alguna para llegar hasta el sembrado, apenas distante un kilómetro de la cabaña. Se situó mirando al este, como cada mañana, y empezó lanzar las semillas a los surcos, los pies descalzos sobre la tierra, saludando al sol que arañaba las cumbres de las montañas. A su espalda, la noche retrocedía acobardada, y Emilia se desperezaba en el camastro de paja. Emilia, la enamorada, cuerpo de violín, guayaba, fresa, estación terminal de todos los caminos.

A medida que avanzaba la mañana, mientras la siembra continuaba con la misma monotonía de todos los días, a Paolo le pareció escuchar a más de un kilómetro de distancia el ruido mínimo del agua escurriendo sobre la piel de Emilia, el sonido del cepillo desenredando su cabello, desanudando sueños, el roce del vestido sobre la piel iluminada, el aullido de las ventanas que se abrían.

La misma siembra cada día, durante semanas meses, años, décadas. Siempre la misma siembra, jamás la recogida. Ese era el trato. Las plantas jamás crecerían en esa tierra, jamás Paolo las recolectaría. Y a cambio siempre regresaría a casa al anochecer cansado y feliz, para comer apenas un bocado, y entregarse al cuerpo de violín de Emilia, la eterna enamorada.

El roble de la entrada estaba seco desde hacía más de doscientos años, desde que Paolo lo recordaba, y sin embargo siempre tenía trenzado en su rama más baja un ramo de flores silvestres recién cortadas.

El trato era bien simple, según Paolo: vivir siempre el mismo día, agotado y monótono hasta la extenuación, y morir siempre la misma noche en la que nunca habitó el desamor.

1 comentario:

Benito Olmo dijo...

Bonitas palabras, y esperanzador mensaje. Siempre queda algo por lo que luchar.
Enhorabuena por el Blog, no olvides pasar por el mío!

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