Para ser escritor es bueno haber vivido una infancia terrible, con abusos, hambre y abandonos, para luego vivir una adolescencia de bullying, una juventud sin sexo y sin amigos, una madurez violenta con exilios y cárcel, y una vejez de mierda. Vaya, que hay que ser un puto desgraciado, y así los lectores te aplauden y los críticos se apiadan.
No sé, pero no me convence. Casi prefiero ser un escritor e inventarme todo eso, y al mismo tiempo vivir una vida de puta madre en un chalet con piscina y una maciza en la cama. A fin de cuentas lo que importa es el texto, no el contexto.
Lo que sucede es que parece que si uno tiene una vida de puta madre, no necesita arreglar cuentas con nadie, vengarse, soñar, redimirse. ¿Para qué, si todo está bien? Sería cruel vivir en un jolgorio permanente, y encima quitarle el trabajo a otros y hacerse la víctima inventándose infiernos para dar pena y aumentar las ganancias propias con los derechos de autor. Pasarlas putas es un motivo, un motor para escribir. O no. Debería ser un motor para sacar la motosierra del armario de las herramientas y buscar al vecino que se folló a nuestra novia.
Pero, de nuevo, escribir es eso: ya no se escribe con plumas de ganso mojadas en tinta china, sino con motosierras empapadas de sangre. Escribir con motosierra: esa es una buena imagen, bastante cercana a la necesidad real de la escritura. Las heridas ya no se curan ni se limpian con pañuelos de seda y perfumes, sino con estropajo y lejía.
Hay un movimiento en arquitectura que se llama brutalismo, hormigón crudo a la vista. Y eso mismo debería aparecer en la escritura: hecha con materiales de derribo, sin buscar artificios, despellejada, mostrando los andamios narrativos y desnudando la función del narrador y del lector. No se dan palmadas amigables, sino hostias a romper narices.