domingo, 23 de junio de 2024

Los esqueletos (continuación) - Tercera parte: La memoria del abeto (de 078 a 082)

 Los esqueletos  (continuación)  

Tercera parte: La memoria del abeto (de 078 a 082)



078

Dentro de tres horas tengo que hacer la presentación y firma de En otra piel en el Corte Inglés de Tenerife, Ámbito Cultural, 7ª planta. Bea me hará de maestra de ceremonias, y le pediré que cuente el cuento de la princesa, la rana y el príncipe desnudo. Sospecho que irá poca gente. Quizá tres personas, o cinco. No sé. Luego Bea y yo nos iremos a cenar, para celebrar que esa era la última presentación, que ya no habrá que hacer más. Yo estoy contento con el libro, aunque no se venda apenas. Mi trabajo era escribirlo, lo mejor posible, y lo he cumplido con creces. El resto, promoción, venta, machaque, ya no me corresponde. Lo que me toca es escribir más, desollarme, y eso es lo que estoy haciendo ahora mismo, al tiempo que se resbalan las palabras.

Tengo cuadernos manuscritos desperdigados por las estanterías y en algunas cajas del garaje. Casi ninguno está terminado, pero todos están empezados. A veces abro uno al azar, y descubro proyectos de viajes, cuentos breves, inicios de novelas, diarios y gimoteos. Estos doce microcuentos, por ejemplo:

 

1. El niño ahorcado siente escalofríos si le cuentan historias de miedo, como la de que hay cientos de vivos tomando el sol a orillas del Mediterráneo.

2. Al niño calcinado le asusta resucitar, y su madre le promete cada noche que nunca le dejará en manos de médicos crueles, capaces de inyectarle sangre de cuerpos calientes.

3. El niño ahogado duerme en paz durante el día, hasta que anochece, y si por casualidad se despierta al mediodía, se asusta y se tapa con la losa para tranquilizarse.

4. El niño electrocutado prefiere dar un rodeo para no acercarse demasiado a las escuelas de los terroríficos niños vivos.

5. Al niño putrefacto no le gustan las leyendas de terror que aseguran que en los hospitales pueden golpearte el corazón hasta que comience a palpitar y bombear sangre por todo el cuerpo.

6. El niño decapitado juega con fantasmas, tiene un amigo zombi, y espanta las pesadillas abrazándose a los cadáveres de sus antepasados.

7. La niña muerta de tuberculosis juega al escondite y al tú la llevas con otros muertos de la morgue, en la funeraria y en el tanatorio, y se asusta cuando llegan las visitas y se enseñan unas a otras fotos de cuando estaba viva.

8. Los niños muertos en los bombardeos se intercambian brazos y piernas para engañar a sus madres, y nunca les hace gracia el tren de la bruja en el Parque de Atracciones.

9. Las niñas que murieron de hambre en los orfanatos tienen hambre atrasada, y a veces se comen a sus hermanos, o a sus primos cuando están dormidos, pero sus tripas agujereadas no mantienen la carne que comen.

10. Los niños suicidas, que también los hay, juegan a la ruleta rusa con la pistola cargada con seis balas, y una en la recámara, y no paran de reír cuando se revientan los sesos.

11. Los niños muertos en la cuna asustan a los más pequeños simulando que resucitan, y asegurando que todos ellos volverán a la vida tarde o temprano.

12. Los niños asesinados no comprenden por qué los niños vivos juegan a la guerra con pistolas de plástico, y no con las de metal y pólvora, o con cuchillos carniceros.

 

 

Busco a antiguos amigos en Facebook, para ver si aún están vivos, para saber cómo son ahora, cómo les ha tratado el tiempo, y ver en el espejo de sus caras cómo me verán ellos a mí si me buscaran, porque sé que yo me miento a mí mismo, y que ni siquiera yo puedo reconocerme en la cara que tenía a los trece, a los diecisiete, o a los veinticinco. Encuentro a Barsén Valdecantos, Marisa Buzón, Raflex Pedalier, Ana de Paso, Mariano de los Ríos, Chris Debelius, Manolo Sanjurjo, Víctor Claudín, Ramón J. Blázquez, y no reconozco a ninguno. Si hago un esfuerzo, achino los ojos y me dejo llevar, puedo llegar a distinguir un lejano rastro de lo que fueron cuando yo los conocí. Si me vieran, ellos pensarían lo mismo de mí. Es inevitable. Quid pro quo.

Así que a lo mejor estoy escribiendo unas memorias que no son las mías, sino las de un inquilino que me habitó, al que he desalojado de su cuerpo, lo he deteriorado hasta dejarlo irreconocible. Le robé la identidad y los recuerdos. El que escribe ahora se cree que es Enrique, aquel que quería ser devorado por los leones en el Coliseo, que recitaba versos de León Felipe a voz en cuello, y que tuvo un hijo al que puso el nombre de Elías. Pero no es verdad. No es el mismo. Es un impostor, un okupa, un envidioso que ha invadido su cuerpo para deteriorarlo, no hay más que verlo, y ha usurpado de su mente para meterlo en vereda, para reeducarlo. Big brother is watching you.

 


 

079

¿Os he contado que perdí la virginidad en un autobús escolar? Supongo que no, porque esas cosas no se cuentan.

Yo tenía solo quince años, y Greta, la hermana de Sandrino, andaba detrás de mí provocándome a todas horas. Y yo a ella, por supuesto. Nos desafiábamos a lo que fuera, para rebajar la tensión, pero con eso solo conseguíamos que aumentara.

—A que no te atreves a ir donde esa chica gordita de la frutería, la que está subida al taburete, y le das un azote en el culo, pero con ganas —me dijo un día.

—Si tú te quitas las bragas y me las dejas para que las lleve en mi bolsillo hasta llegar a casa —le respondí. 

 La de la frutería me persiguió con un palo durante media manzana de casas, y yo no le devolví las bragas a Greta hasta el día siguiente.

Pero fue en la excursión al Monasterio del Escorial donde sucedió lo que no tenía que suceder. Nos sentamos juntos en la penúltima fila, en la parte de la derecha. Yo estaba del lado de la ventanilla, y Greta en el asiento que daba al pasillo. A cada rato se echaba encima de mí con la excusa de que había una curva, que quería ver una fuente, o un edificio, o una moto con sidecar. El autobús iba dando pequeños botes, el conductor era un poco torpe.

A la altura de Torrelodones Greta ya estaba sentada encima de mí, moviendo su culo encima de mi polla endurecida.

 —Quítame las bragas —me dijo incorporándose un poco, inclinándose hacia izquierda, y subiéndose la parte de atrás de su falda.

—¿Estas loca? —le dije.

Miré hacia todos lados. Detrás nuestra estaba Mateo, jugando con el móvil, y Sandra, que parecía que se había quedado dormida viendo la partida de Mateo. A nuestra izquierda Carolina y Yésica, a su puta bola, hablando como loros.

—O me las quitas o te monto un pollo —repitió.

Y se las quité, todo lo deprisa que pude. Menos mal que Greta tenía mucha flexibilidad, y se movía como una lagartija.

Después se volvió a colocar encima de mí, de espaldas, recostada contra mí y mirando por el cristal, viendo los coches pasar, y apretando y aflojando los músculos de las nalgas de manera rítmica.

Al cabo de un rato, levantando su muslo derecho, puso su mano derecha en mi entrepierna, me bajó la cremallera del pantalón, rebuscó en mis calzoncillos y me sacó el pito fuera de su madriguera. Lo tenía tan hinchado como una morcilla de Burgos. Luego se volvió a sentar derecha, recolocando mi polla entre sus muslos, rozándole la entrada de la vagina. Abrió un poco las piernas, metió su mano por dentro de su falda, me agarró la polla y empezó a acariciarse los labios de su vulva con la punta de mi cipote.

Los dos que estaban sentados delante nuestro, Armando y Fredy, tenían puesta música de reguetón en uno de sus móviles, no sé si Bad Bunny o Daddy Yankee, un espanto, pero Greta seguía el ritmo de la batería, con suaves golpes de su coño desnudo contra la punta de mi picha tiesa. Poco a poco sus labios inferiores fueron cediendo, dejando una abertura por la que la punta de mi polla se asomaba apenas, solo la punta, siguiendo la música, a pequeños empujones. Greta parecía que iba cabalgando sobre mí, pero solo movía su cintura, adelante y atrás, para rozarme la punta, para que se asomara al abismo de su coño apenas la mitad de la cabeza de mi polla. Dos centímetros, como mucho, pero a punto de estallar. Greta de vez en cuando me agarraba el miembro y se mojaba los labios de la vagina, arriba y abajo, con el lubricante transparente que yo soltaba, mezclándolo con el suyo. Era un juego temerario, dejar los labios de su vagina abiertos, mojados, delante de mi polla tiesa, sin entrar en ella. Los dos éramos vírgenes, y a los dos nos gustaba el peligro.

Greta arqueó la espalda, levantó un poco las nalgas, se apoyó en el respaldo de delante. Se colocó de modo que la punta de mi polla se colocaba como un tapón entre los labios dilatados de la entrada de su vagina, pero sin llegar a entrar. Asomándose al abismo. Yo tenía la polla a punto de estallar. Miré a mi alrededor, por si alguien nos estaba mirando. Todos estaban ocupados en sus asuntos, sin levantar la vista de sus móviles. Bueno, todos no, porque Sandra, sentada detrás nuestra, se había incorporado un poco y nos miraba atentamente, con los ojos achinados. Cuando nuestras miradas se cruzaron ella hizo un gesto de asombro y desaprobación, y yo negué con la cabeza, para que se mantuviera en silencio. Apoyé mis manos en las caderas de Greta y la empujé un poco hacia adelante y hacia atrás, sin penetrarla nunca, para que la punta de mi picha, a punto de estallar, le diera pequeños empujones a su coño, besos subterráneos, caricias del subsuelo.

En ese momento un coche o una moto se cruzó delante del autobús. El conductor no pudo esquivarlo, pero sí frenar de golpe, a fondo, con una sacudida violenta. Mi polla se coló hasta el fondo dentro del coño de Greta al mismo tiempo que eyaculaba. A ella se le rompió el himen, y a mí el frenillo. Los dos dimos un chillido de dolor, sorpresa y placer, todo junto, que se mezcló con los gritos de alarma y susto de todos nuestros compañeros del autobús.

Yo tenía enterrada la polla hasta la empuñadura en el coño de Greta, y seguía teniendo sacudidas de placer, mientras notaba cómo ella me apretaba con sus labios y el interior de su vagina, con convulsiones incontroladas de dolor y gozo a partes iguales. Cuando dejamos de sentir las sacudidas, cuando paré de eyacular, nos quedamos quietos, sin saber qué hacer, mientras todos nuestros compañeros de autobús empezaban a buscar sus móviles, bocadillos y bolsas de patatas fritas por el suelo del pasillo y debajo de los asientos.

El mundo, el autobús, la luz que entraba por la ventanilla, nosotros mismos ensartados por una estaca de placer, mi polla, en ese momento me pareció que había cambiado de golpe, que habíamos cruzado a otra dimensión, que habíamos traspasado una puerta invisible. Nos habíamos colado en un universo paralelo, el de los adultos, donde los colores eran más intensos, y donde ya no importaban las notas escolares, ni las regañinas de los padres, ni los juegos en el patio. Nos quedamos así un buen rato, hasta que nuestro tutor, don Marcelo, llegó comprobando que todos estábamos bien, y le dijo a Greta:

—Greta, vuelve a tu asiento y ponte el cinturón de seguridad. No podéis sentaros uno encima de otro, ya lo sabes.

Mientras don Marcelo volvía a recorrer el pasillo en dirección al conductor, Greta y yo nos separamos. Greta volvió a su asiento. En ese momento solo notamos el dolor del frenillo y el himen roto, y la mancha de sangre y semen que manchaba mi pantalón.

—Menudo cristo habéis montado —dijo Sandra desde atrás aguantando la risa.

—Ni una palabra a nadie —le dijo Greta con una mirada furiosa.

Yo me guardé la polla en su refugio, y traté de limpiarme con una servilleta de papel que llevaba en la bolsa del bocadillo que me había preparado mi madre. Greta se limpió la sangre de los muslos y la vulva con las bragas que le había quitado, y luego me las dio:

—Guárdamelas, anda, que no puedo volver a ponérmelas —me dijo en un susurro. Empezaba a ser una costumbre que yo almacenara sus bragas.

Saqué mi bocadillo de jamón y queso de la bolsa de plástico que traía, metí las bragas de Greta dentro, con la servilleta usada, y me lo guardé en el bolsillo de la sudadera.

—¿Nos comemos el bocata? —le pregunté.

—Vale. Tengo hambre —me dijo.

Le di la mitad, y seguimos el viaje en silencio mientras nos comíamos el bocadillo a grandes dentelladas, cada uno perdido en sus pensamientos, que casi seguro que eran los mismos para los dos, con pequeñas variantes.

Al bajar del autobús Greta y yo tuvimos que caminar despacio, porque las heridas nos escocían mucho. Me di cuenta de que Greta tenía tres gotas grandes de sangre que habían teñido su zapatilla izquierda, tal blanquita cuando salió de casa esa mañana.

En el Patio de los Evangelistas del Monasterio de El Escorial, a la sombra, apoyados en la pared, nos dimos nuestro primer beso. Nunca lo habíamos hecho, aunque los dos acabábamos de perder la virginidad por culpa de un frenazo en el autobús. Fue un beso de añoranza, a contratiempo, con el que nos despedimos de una infancia interrumpida de golpe, con un zarpazo de placer. 

A partir de ese día dejamos de jugar, y empezó la otra vida, la que hay que tomarse en serio. Qué pena. Qué bien. Siempre se pierde algo, y se gana algo. Toma y daca. Vivir es eso.

 

 


080

HE BAJADO AL apartamento para escribir. Tengo abierta la puerta corredera de cristal que da a la terraza, y escucho, a lo lejos, el ruido de las olas. El horizonte marino, en esta mañana de agosto, se confunde con el cielo. Dicen las noticias que hoy va a ser el día más caluroso del verano. A mí el calor me gusta, me siento protegido, menos huérfano. Desde que murieron mis padres nos hemos trasladado a vivir al extremo sur de España, fuera de la península, en Canarias, frente a las costas del Sáhara occidental.

El frío de la muerte no desaparece nunca, ahora lo sé. El cadáver de mi padre, que ahora solo tiene escamas de ceniza, sigue siendo un viento frío que se cuela por debajo de la ropa. Recuerdo que le apreté la mano, los dedos largos y huesudos de su mano, cuando ya llevaba 18 horas muerto. Dos mil doscientos kilómetros y un mar nos separaban. Murió en casa de Jaime, en el salón, tumbado en una camilla, a las tres de la tarde, en silencio, sin hacer ruido, sin siquiera un último suspiro que alertara a los que estaban a su lado. Simplemente dejó de respirar, sin más. Punto final. La soledad de la muerte sucede incluso en mitad de multitudes.

Cuando llegué al tanatorio de Santander, tras una noche de viaje sin dormir, viaje al fin de la noche, pedí que abrieran el féretro, y que me dejaran a solas con él. Estaba tapado con sábanas blancas, con una toca cubriéndole la cabeza, con solo el rostro y las manos por fuera del manto blanco que lo cubría por completo. Me recordó a las novias, y a las novicias, pero no me pareció ridículo. Tenía intacta toda la dignidad de un padre muerto. Alrededor de su cuerpo, como pétalos de flores blancas, amarillentas y de color estraza, estaban las cartas de la guerra. No pude saber cuántas, pero eran decenas. Todas las cartas que mi padre le había escrito a mi madre desde el frente de batalla, primero desde el bando republicano, y luego desde el nacional.

 

Querida Coquina: Aquí te escribo, desde Torrequebrada, sin demasiadas novedades en la trinchera. Espero que tú y los tuyos estéis bien. También espero que ese tal César, el amigo de tu hermano, te respete...

 

Cartas rasgadas, con sello de haber pasado la inspección militar, y con algunas tachaduras de censura. No hay que dar pistas al enemigo. Y junto a ellas, intercaladas, sobres de cartas de color rosa pálido, las contestaciones de madre, desde Madrid, desde Vitoria, a través del Socorro Blanco.

 

Querido Alfredo: No te preocupes, ya te he dicho que César no tiene malas intenciones. No seas tonto. Ya sabes que lo mucho que te echo de menos...

 

Cartas que mi madre guardó durante más de setenta años en la mesilla de noche, en el cajón de abajo, y que fueron leídas mil veces, según llegaban los hijos, desde los dieciocho años hasta los noventa y uno. Cartas que fueron incineradas con él, papel y carne, mezclando la ceniza de sus letras con las de su corazón y sus pulmones.

Traté de calentarle los pómulos de la cara fría, le eché el aliento sobre los dedos de la mano, pero no hay calor en la tierra que caliente el cadáver de un padre muerto.

Al día siguiente, cuando me dieron el cofre con las cenizas, abrí la caja y me sorprendió ver que mi padre se había quedado reducido a un puñado de polvos grises y plateados, en forma de pequeñas escamas. Hundí mi mano en la profundidad del pequeño arcón que contenía las cenizas de mi padre, apenas migajas de lo una vez fue un padre soldado, todopoderoso, y me pareció, por una vez, que las cenizas estaban calientes. Tal vez fueran los rescoldos de la incineración, tal vez un mensaje desde ultratumba. Mi padre estaba allí, y como el Cid después de muerto, me calentaba los dedos de la mano por última vez.

 

 

Hay una mano que no puede ser mía, pero que habita al final de mi brazo, que escribe disparates y confiesa crímenes irracionales. No puedo controlarla. Miente mucho. Se inventa las cosas. A veces me inculpa de delitos de sangre que yo jamás he cometido, y se crece con detalles que jamás podré rebatir. Otras veces desvela secretos vergonzosos de mí que nadie sabe, excepto yo mismo, y tengo miedo de que se entere mi familia, el jefe, los vecinos.

He tenido que exiliarme muchas veces. No puedo echar raíces en ninguna parte, porque siempre tengo miedo de que esa mano delatora me incrimine en cuando crimen absurdo se le ocurre, y que confiese mis pensamientos clandestinos a los cuatro vientos. A veces, y eso es lo que más me asusta, escribe sobre mí como si fuera yo, y cuenta cosas que me cuesta reconocer, pero que al leerlas descubro que son así, y que esa mano sabe de mí más que yo. Estoy a su merced. Quiere arruinarme la vida.

He intentado pedir ayuda, pero tengo miedo de acabar en la cárcel o en el manicomio. Esa mano no es mía, lo juro. No le hagas caso. Miente. Se lo inventa todo, y no sé de dónde lo saca. Hay días que me gustaría amputarla y arrojarla a la olla del cocido. Me desnuda. Me estrangula. Me está matando. A veces me deja notas con órdenes tajantes en la puerta del frigorífico: haz esto, o aquello. No lo soporto más. Lo último que ha escrito es el colmo: Dice que quiere escribir una novela. No sé qué hacer. De vez en cuando le doy el mando del televisor, para que se entretenga. A ver si se calla. 


 

081

Te encuentras una tortuga en el buzón. Es una tortuga verde oscura, del tamaño de la mano de un niño de diez años. No sabes cómo ha llegado hasta allí, porque las tortugas no trepan por las paredes, y además esa tortuga no cabe por la rendija de las cartas, eso salta a la vista.

No sabes qué hacer, no te la puedes llevar a la oficina, te juegas el puesto. Marta, la jefa, es una histérica, y no soporta ni a las moscas. Aún te acuerdas del día en que el hijo de Walter se presentó en la sucursal con una lagartija que saltó de sus manos a la moqueta. Tardasteis media hora en recuperarla, mientras Marta chillaba y pataleaba encima de su mesa, y se levantaba las faldas sin darse cuenta de que la visión de su tanga rojo os hacía perder más tiempo del que necesitabais.

La tortuga de tu buzón parece más tranquila, desde luego. Con tal de volver a ver el tanga rojo de Marta te la llevarías sin dudarlo en el bolsillo de la chaqueta, pero no te atreves. Además, a la tortuga se le caza en seguida, y la fiesta se acaba pronto.

Te la quedas mirando sin saber qué hacer. Ella también te mira. Tiene la cara triste, y parece como si quisiera hablar, como si quisiera decirte algo. Ella o él, porque averiguar el sexo de una tortuga no es nada fácil. Ni siquiera cuando eras un enano y jugabas con las dos tortugas de tu amigo Óscar lo llegaste a saber. Si tuviera un pequeño palillo colgando de dos guisantes peludos sabrías que era un macho, y si tuviera una herida que sangra cada mes cerca del culo, hembra. Pero no, las tortugas no facilitan pistas. Son travelos biológicos.

Cierras el buzón con la tortuga dentro y vuelves a subir a casa a la carrera. Vas a llegar tarde al trabajo, pero no puedes dejar a la tortuga allí encerrada todo el día muriéndose de hambre y sed. Tampoco la puedes dejar en casa, en un cajón, porque no es tuya, porque acabaría cagándose en todas partes, y porque no aguantas su olor de agua estancada. Ni tú ni Alfonso, que se pondría a dar gritos como una loca. De la cocina coges una hoja de lechuga, y rellenas con agua la tapa de un bote de mayonesa de cristal. Bajas al portal. Por el camino se te cae la mitad del agua, pero no puedes hacer más. Se te está haciendo tarde.  Abres el buzón y le pones a la tortuga la lechuga y el agua dentro. Si muere no va a ser por tu culpa.

—No sé cómo cojones has llegado hasta aquí, pero a mí no me vas a arruinar la vida —le dices a la tortuga antes de cerrar la puerta del buzón con llave.

Has cometido el primer error, aunque todavía no lo sabes. Has hablado con la tortuga, como si ella pudiera entenderte. Ya solo te falta ponerle un nombre.

En el coche, en el trayecto hacia la oficina, te haces preguntas sin respuesta. ¿Quién ha metido una tortuga en tu buzón? ¿Alguien que te quiere gastar una broma ridícula? ¿Alguien a quien debías haber contestado una carta y aún no lo has hecho, y te dice que eres como una tortuga? No es posible. Nadie esconde tortugas en los buzones para sugerir sin ofender que debías contestar una carta desde hace tiempo. Ni siquiera en las pesadillas surrealistas sucede eso.

Podría haber sido un vecino. Alguno que quiere deshacerse de la tortuga de su hijo, harto de encontrarse pequeñas bolitas de mierda por toda la casa, y que no se atrevió a matarla ni a tirarla por una alcantarilla. Dicen que la respuesta más sencilla suele ser la correcta. Una tortuga abandonada, como si fuera un recién nacido depositado en el torno de un hospicio. El que haya sido en tu buzón quizá se deba al azar.

Tendrás que estar atento a si algún niño llora en la comunidad de vecinos, y reclama su tortuga perdida. Tendrás que aplicar la oreja a las paredes y las puertas. Llamarán a la tortuga por su nombre, todos los animales familiares tienen nombre. Incluso los cuñados y las primas de Valladolid tienen nombres, así que mucho antes el niño le habrá puesto nombre a su tortuga. Casiopea, Aquiles, Clementina, Fittipaldi. No hay tantos nombres para tortugas. Gertrudis, Burocracia, Casimiro. Suelen ser nombres sonoros y antiguos, a juego con la especie.

Pero nadie tiene la llave de tu buzón, al menos que tú sepas. Tal vez los anteriores inquilinos de tu apartamento, pero tú ya llevas mucho tiempo viviendo allí. ¿Para qué va a regresar alguien desde el pasado a depositar una tortuga en tu buzón?

En cierto modo los cerrojos de los buzones tampoco son mecanismos complejos de cajas fuertes, así que cualquiera podría abrirlo. Cualquiera con unas mínimas habilidades manuales, claro. Tú no. A ti te cuesta abrir hasta una caja de galletas, así que de una cerradura mejor no hablamos.

Pero ¿quién va a querer meter una tortuga en tu buzón? ¿Será una tortuga-bomba, una tortuga yihadista? ¿Será un regalo? No, no tienes enemigos, al menos no tan exquisitos como para andarse con rodeos de ese tamaño. Tampoco está cerca tu cumpleaños. No tienes respuestas para el enigma.

La tortuga tampoco ha podido llegar allí ella sola. No es posible. Tampoco puede haber crecido dentro, que estuviera allí desde hace tiempo, y se ha hecho tan grande que ya no puede salir por la rendija de las cartas. No puede ser porque está en tu buzón, lo abres a diario, y una tortuga no crece meses y meses dentro de tu buzón sin que te des cuenta. No eres tan ciego. No de esos, al menos.

La tortuga es un aviso, concluyes. Una advertencia. Un mensaje cifrado, tan grave que no puede ser dicho de golpe, así por las bravas. Si averiguas qué quiere decir, qué significa, habrás descubierto el acertijo.

Llegas tarde al trabajo, como sospechabas. La jefa, Marta, te echa una bronca de cuidado. Ha dormido mal, y decides capear el temporal. Pasas el día atontado, pensando en la tortuga. Marta te persigue y te machaca con que cada día eres más torpe, que si tienes meningitis. Gruñe como un conejo, y muerde los lápices hasta dejarlos astillados.

Al final te cabreas. Tiras una remesa de facturas al suelo, y te pones a recogerlas despacio, solo para mirar debajo de las mesas y comprobar si hoy también lleva el tanga rojo. Pero no, hoy lleva bragas blancas de algodón, con una mancha roja en el centro. Parece la bandera de Japón, pero no lo es: tiene la regla. Estás jodido. Hoy la bruja no te va a pasar ni una. Pero tú no puedes controlarte. La tortuga te tiene sorbido el seso.

¿Qué coño te quiere decir la puta tortuga? No lo sabes, y ahora eres tú el que se come todas las uñas antes de que llegue el mediodía. El día transcurre con lentitud agonizante, y el nudo del estómago cada vez te asfixia más. A última hora sales disparado. Ya tenías todo recogido media hora antes de que terminara la jornada. Te vas sin despedirte, no vaya a ser que te entretengan.

Te subes al coche con taquicardia. Quieres regresar a casa cuanto antes. Quieres volver a ver a la tortuga encogida dentro del buzón, no vaya a ser que te la hayas imaginado. La revisarás a fondo, a ver si tiene algún mensaje escrito en el dorso de su caparazón y que no hubieras visto por la mañana. Te fijarás en los detalles, preguntarás a los vecinos, a Alfonso, a tus hermanas. Esa tortuga no va a poder contigo. Si es preciso le retorcerás en cuello y le taladrarás el caparazón con un berbiquí hasta que cante.

—¿Qué tienes que decirme? ¡Habla ya, hija de puta! —Sabrás cómo tratarla para que confiese.

El semáforo está en rojo, pero no lo ves. Te lo saltas a más de noventa kilómetros por hora. Te estrellas contra una furgoneta de reparto de Electrodomésticos Bezoya. Y es entonces, un segundo antes de morir, cuando se hace la luz y de pronto lo ves claro. Era un mensaje evidente, venido del más allá. Una advertencia, tal y como sospechabas, al que no has hecho caso, y eso a pesar de que era más que evidente:

—Que vayas más despacio, o acabarás antes de tiempo.

Con suerte, eso sí, te reencarnarás en tortuga, y te enviarán a cumplir una misión clandestina en el buzón de algún amigo.

 

 


 

082

DICE LA NENA que cuando vendamos la casa no metamos nada en un trastero. Que lo vendamos, lo regalemos, lo tiremos. Que ella conservó un montón de cajas al vender su casa de Barcelona, las almacenó en un trastero dos años, y ahora, al recuperarlas, se da cuenta de que la gran mayoría de cosas no las necesita. Que se podrían haber hundido en el barco camino de Tarragona, y no habría pasado nada. Que solo algún pequeño objeto le trae recuerdos de un viaje feliz, o de la infancia de sus hijos.

Hoy Javier cumple setenta y seis años. Un viejo. Todos mis hermanos, menos los tres pequeños, tienen ya más de setenta años. Viejos reviejos. Como no me dé prisa ni siquiera van a poder leer estas líneas, porque serán polvo de crematorio, o no sabrán ni donde tienen las gafas y los ojos. Ahora que aún estamos a tiempo podríamos hacer una funeral colectivo, como el proyecto ese que una vez imaginamos, Hamar Anaia, diez hermanos en euskera, un terreno a las afueras de Bilbao donde vivir todos juntos el sueño de La Casa de la Pradera. Bueno, pues si no fue la vida, que sea la muerte. Nos podíamos estrujar unos a otros, imitando al cuadro El Abrazo de Genovés, y decirnos que nos echamos de menos, ahora que estamos muertos, casi muertos.

—Fuiste un buen hermano, hijo de puta, aunque te callaste demasiadas cosas a lo largo de tu vida, qué le vamos a hacer.

—Yo también te quiero, cabrón, y eso que eres un bocazas de los que no callan ni bajo el agua.

No soy el biógrafo de la familia, porque ni siquiera sé cómo ser biógrafo de mí mismo. Solo soy el quejica, o a lo mejor el cura seglar que nuestra madre siempre quiso, y he venido a daros la extremaunción civil con este exceso de palabras.

—A ver qué va a contar de mí, que le corto la polla —dirá Jorge, o Nacho, o Peancha, o cualquiera.

Tito ya no, Tito ya solo habla el lenguaje de los bebés, con lengua de trapo. Se encoge, se arruga cada día un poco más, busca la postura fetal para regresar al útero materno y desandar el camino, regresar a la caverna de los líquidos amnióticos. Ha olvidado que su madre está muerta, y su vientre convertido en cenizas.

Gonzalo tampoco dirá nada, porque sólo se aparece en forma de fantasma los veintitrés de cada mes para recordarnos que está muerto. Nunca llegó a cumplir los cuarenta y dos. Es con diferencia el más pequeño de todos nosotros, pero tendría ya más de setenta años y tres divorcios si aún estuviese vivo.

 

Hace no tanto tiempo, quizá quince años, escribí un microcuento que siempre ha estado dándome vueltas en la cabeza. Ahora, mientras escribo, creo que sé por qué: Trata de mí mismo, claro que sí, siempre es así, pero también trata de mis hermanos, muertes de hermanos, reparaciones, venganzas, fidelidades, y hermandades de maras. Lo titulé Una lágrima tatuada, y decía así:

 

EL MISMO DÍA que cumplió los once años, Camilo presenció la muerte de su hermano Wálter, el único en el que confiaba. El flaco Vargas, un debutante de la mara Barrio 18, le abrió el vientre de arriba abajo, y colgó sus intestinos de la canasta de baloncesto del parque. Esa noche Camilo se tatuó la primera lágrima, y supo que en algún momento tendría que reemplazar el hueco que su hermano Wálter había dejado en la mara Salvatrucha.

Nada más cumplir los trece, Camilo pidió entrar en la mara, y aguantó “el brincado” durante trece segundos: la mayor paliza de su vida, de pie y sin caer al suelo. Trece veteranos de la Salvatrucha le golpearon sin piedad con la mano abierta, patadas, cadenas, palos y mordiscos. Sobrevivió gracias a que nunca dejó de pensar en los intestinos de su hermano Wálter chorreando de la canasta del parque. En la segunda prueba tuvo que cortarse las venas y confiar en que sus compañeros le resucitaran.

Para completar la iniciación, solo le quedaba matar con pistola o con navaja a un marero de Barrio 18. Eligió el cuchillo, y también a la víctima. Llevaba dos años esperando. Con trece años la voz de Camilo era lo bastante femenina como para confundir por teléfono al flaco Vargas. Lo citó en el parque, bajo la canasta de baloncesto, con promesas de amor y sexo salvaje.

—Soy Carolina, mi amor, y ya no me aguanto las ganas —le dijo.

Lo esperó detrás de un arbusto.

—Acércate, flaquito, que estoy aquí.

Le reventó la cara con el bate de béisbol de su hermano. Le colocó unas esposas a la espalda, encadenadas a los pies, le tatuó con el cuchillo el nombre de su hermano sobre el pecho, y le cortó uno a uno todos los dedos de las dos manos con unas cizallas de podar viñedos. Lo dejó gritando y desangrándose bajo la canasta de baloncesto, seguro de que nadie acudiría a su llamada hasta después del amanecer.

Camilo ascendió rápido en la jerarquía Salvatrucha, pero cuando supo que el flaco Vargas tenía un hermano con una lágrima tatuada, comprendió que tenía los días contados.

 

(Continuará)


 


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