Los esqueletos (continuación)
Tercera parte: La memoria del abeto (de 074 a 077)
074
Si hago un esfuerzo mental, sacando punta
a la memoria, estrujando las neuronas, tercer grado del interrogatorio, igual
que he perdido recuerdos soy capaz de tener recuerdos de lo que no ha existido.
Si me los repito más de tres veces, se quedarán grabados en la memoria, y hasta
podré dar todo tipo de detalles. ¿No te ha pasado nunca que dudas de si hiciste
o no algo con cierto peso, con sustancia? No me refiero a comerte un plato de
macarrones, sino a comerte una polla, o un conejo, por poner un ejemplo
semigastronómico. A mí me pasa. Soy capaz de mentirme a mí mismo, así que no te
fíes. Decía Antonio Machado en Proverbios
y Cantares:
Se miente más de la cuenta
por falta de fantasía:
también la verdad se inventa.
[…] ¿Dijiste media verdad?
Dirán que mientes dos veces
si dices la otra mitad.
[…] En mi soledad
he visto cosas muy claras,
que no son verdad.
A lo mejor por eso me acuerdo del día en
que murió mi hermana Laura, la pequeña. Desde que murió, no ha pasado un solo
día que no me acuerde de ella, mi sombra. A veces hablo con ella, sin palabras.
Le cuento mis dudas, mis mentiras, mis cabreos. Otras veces la insulto, la
maldigo. Pero desde el mismo día del accidente siempre la echo de menos,
siempre me falta. Si voy a contar lo que nunca he contado, tendré que empezar
por ese día, a comienzos del verano. Yo aún llevaba mi pantalón corto de
cuadros, y Laura su vestido rojo de lunares desteñidos. Ese día, el 28 de
junio, yo quería que mi hermana aprendiera a montar en bicicleta de una vez. No
podíamos pasar otro verano más sin hacer excursiones más allá de donde nos
llevaran las zapatillas.
—Enrique, la bici me da miedo. Siempre me
caigo —me dijo Laura.
—Yo te sujeto. Confía en mí —le dije—. Si
aprendes a montar, te dejarán la bici de Milena este verano. Mamá me lo ha
prometido. Nos podremos ir hasta el cruce siempre que queramos.
En casa solo teníamos mi bicicleta roja. A
lo mejor era un poco grande para Laura, pero si lograba mantener el equilibrio
encima de ella, las demás bicis serían aún más fáciles de manejar. Yo no podía
entender cómo no sabía montar a los nueve años. Creo que ni siquiera lo intentó
nunca, hasta ese día. Para todo lo demás, saltar desde diez escalones, tirarse
de cabeza o desde el trampolín más alto de la piscina, subir a los árboles, lo
que sea, era más lanzada que yo. Pero con la bici, no. Quizá sabía que esa era
la frontera prohibida para ella, la línea roja que no debía cruzar nunca, sin
saber cómo ni porqué. Yo tampoco lo sabía.
—Nos vamos a la cancha. Le voy a enseñar a
Laura a montar en bici —le grité a mi madre.
—Con mucho cuidado —dijo mi madre —. Y
nada de venir llorando porque se ha caído.
—Yo no voy a llorar, porque no me voy a
caer —dijo Laura.
—Enrique, cuida de tu hermana. Te hago
responsable. Cuidado con los coches —dijo mi madre.
Fuimos hasta la cancha de baloncesto, que
a veces se usaba para jugar al frontón, y otras para fulbito. Yo iba subido en
la bicicleta, muy despacio, dando vueltas alrededor de Laura, para que viera
cómo mantener el equilibrio.
—Si vas demasiado despacio, el equilibrio
se pierde y te caes hacia un lado. Pero en cuanto vas un poco más deprisa, ya
no te caes. Es muy fácil —le dije, aunque sabía que yo también me había caído
unas cuantas veces al principio.
Ya en la cancha, Laura se subió a la
bicicleta, siempre con un pie en el suelo. Intentaba subir el pie y enderezar
la bici, pero con la bicicleta parada era imposible. Le sujeté el manillar para
que no se cayera. Laura no dejaba de mirar al suelo, a sus pies.
—Tienes que mirar al frente, no abajo —le
dije.
Luego me puse detrás, y fui empujando la
bici sujetando el sillín para que no se cayera. Dimos una vuelta entera a la
cancha muy despacio, pero Laura no conseguía controlar el manillar, ni
pedalear. Empujé más fuerte, corriendo detrás de la bicicleta.
—No mires al suelo. Sujeta el manillar.
Pon los pies en los pedales —le gritaba.
Cuando ya casi no podía seguir la
velocidad de la bicicleta, y me pareció que Laura ya controlaba el manillar, di
un último empujón, solté el sillín y dejé que siguiera su camino. Y siguió,
tambaleándose durante unos metros. No conseguía controlar el manillar, y se fue
torciendo hacia la derecha, cayendo hacia el terraplén que bajaba hacia la
calle.
—¡Para, para, frena! —le grité viendo el
peligro.
Pero Laura estaba bloqueada, agarrotada,
no sabía cómo frenar. Ni siquiera sabía cómo doblar el manillar y enderezar la
bicicleta sin caerse al suelo.
Los segundos siguientes, porque no
pudieron ser más de diez o quince segundos, son la película de terror que lleva
dando vueltas en mi cabeza desde entonces, tanto de día como de noche, en las
pesadillas.
Laura bajó a velocidad imparable hacia la
carretera por la mayor pendiente de todas, atravesando el seto. No podía
controlar la bicicleta.
—Tírate al suelo. Salta de la bicicleta
—gritaba yo corriendo detrás de ella, sin poder alcanzarla. Si la hubiese
alcanzado, le habría dado un empujón para hacerla caer.
Laura, las manos y los brazos agarrotados
al manillar, sin poder girar, ni caer, llegó como una flecha sin rumbo hasta el
cruce de la carretera, en el mismo momento en el que un camión de mudanzas La asturiana giraba a velocidad excesiva
para encontrarse de frente con Laura y la bicicleta descontrolada.
Lo siguiente fue un ruido espantoso, un
golpe seco, ruido de huesos y cristales rotos, frenazos y gritos. Y sangre,
mucha sangre. Llegue apenas cinco segundos después, para arrodillarme ante el
cuerpo de Laura que estaba en una postura imposible, el brazo derecho roto en
el codo, los ojos abiertos de par en par, la frente sangrando como jamás he
visto sangrar a nadie. El vestido de lunares se le había levantado, y mostraba
las bragas blancas de algodón manchadas de sangre y restos de aceite de la
furgoneta y de la carretera. Le bajé la falda del vestido para que dejara de
enseñar las bragas, como si eso tuviera alguna importancia, y traté de
despertarla, que diera una señal de vida, que se quejara.
— Laura, despierta, que estoy aquí. Ya
pasó todo. Háblame —le dije, de modo incoherente.
Luego me separaron de su cuerpo, me
sentaron el en suelo, en el bordillo de la calle, tratando de impedir que
siguiera mirando a mi hermana tirada sobre el asfalto, rodeada de gente y de
gritos.
Llegaron mis padres, vecinos, la
ambulancia, la policía, los curiosos. Taparon a Laura con una manta color
plata, la subieron a una camilla y se la llevaron en una ambulancia. A mí me
preguntaron una y otra vez qué había pasado, quién era yo, quién era Laura, y
yo no podía hablar. Solo podía mirar hacia la camioneta de mudanzas, sin ver a
nadie, sin saber dónde estaba, ni qué había pasado, ni casi quién era yo, ni
qué hacía allí, sentado en el bordillo, con una manta sobre mis hombros y la
cabeza a punto de estallar.
La escena se repite una y otra vez en mi
cabeza desde hace años, desde entonces. Muchos días me despierto con el ruido
de un golpe seco, y creo que estoy allí, de nuevo, corriendo detrás de la
bicicleta roja, y me echo a llorar, hasta que me doy cuenta de que me acabo de
despertar en mi cama, y que Laura murió hace tanto tiempo que parece que nunca
existió, que solo existe en mis pesadillas y en mi imaginación.
Las palabras se me quedan atrapadas en la
punta de los dedos, como lefa incontinente, se agarrotan, se contaminan y se
pervierten. Aleluya. El futuro de la lengua no puede estar encarcelado en la
gramática ni en la pureza, sino en la turbulencia de las aguas sucias,
contaminadas de vida misma, incontrolada y desesperanzada.
075
ALGUNA VEZ HE dicho, he pensado, que El Quijote, La Odisea, Los cuentos de
Canterbury, Cuatro muertes para Lidia y
Abdel son una misma novela. Road
movies, idénticas a la vida: sales de aquí y llegas allá, y por el camino
vives, aprendes, maduras y envejeces. Siempre es así, y así son las mejores
novelas, las mejores vidas. Y me gustaría volver a escribir otra road movie, volver a vivir otra vida,
que es de lo que se trata, que es el verdadero oficio de la escritura: vivir
más vidas, aunque al final todas sean la misma. Zalo decía que no quería poner
más años a su vida, sino poner más vida a sus años.
Escribir es vivir simultáneamente en otros
universos paralelos, como viajar. ¿Será que desde que viajo mucho es lo que me
hace escribir menos, porque ya estoy viviendo otros mundos, otras vidas? Desde
luego, eso me pasaba mientras me psicoanalizaba, tal vez no porque estuviera
viviendo otras vidas hacia afuera, sino hacia adentro, garganta adentro, a las
entrañas, desentrañando la infancia y los mundos ocultos que, ya lo sabemos,
están en este.
Tampoco pude escribir apenas durante los
años en los que daba clases de escritura, porque los alumnos me robaban la
sangre, la energía, las ganas de escribir. Ya lo hacían ellos por mí, ya vivía
yo sus vidas a través de sus escritos.
Podría empezar a reconstruir la vida de mi
abuelo Antonio Páez, que nació en 1875 en Madrid, hijo único y mimado. Con el tiempo
ingresó en el ejército hasta llegar a ser un sargento bajito, rechoncho y
bromista, con calva prematura, veterinario y solterón. El verano de 1912, con
33 años, se enamoró de mi abuela Carmen mientras paseaba por El Retiro. Ella
estaba sentada en un banco de granito y daba de mamar con sus enormes tetas a
su hijo Luis, insatisfecha y semiabandonada por su marido Luis Calero, un
putero de mucho cuidado y larga trayectoria. Mi abuelo Antonio consiguió
seducirla tras muchos meses de halagos y comidas que sacaba a hurtadillas de
las despensas del ejército, y al fin escaparon los dos a Melilla después de una
larga semana en que su marido no apareció por casa ni una sola vez.
Se instalaron a hurtadillas en el Peñón
Vélez de la Gomera, Regimiento de Ingenieros nº 8, dependiente del Capitán
Arenas. En 1920 mandó construir en el
centro de Melilla una pequeña casa con jardín y verjas negras de hierro
fundido, que se fueron oxidando con el tiempo, y que mi padre mantuvo sin
habitar hasta 1964, que por fin la vendió para pagar los 13 billetes de avión
de Madrid a Caracas para sus diez hijos, su mujer y Salud, a la que rescató de
su exilio alemán.
A los once años, cuando vivía con todos
mis hermanos y mis padres en las Colinas de Bello Monte, en Caracas, la última
época en la que vivimos todos juntos en un Paraíso perdido, quise cambiarme el
nombre por el de Wenceslao. Con ese nombre podría ser alguien, podría degollar
dragones, escalar torres, y someter al turco. Por aquel entonces leía cada
noche, en novelas o cómics, las aventuras de Los caballeros de la Tabla Redonda, los Tres mosqueteros, Veinte años
después, Sandokán, El Cid, El Capitán Trueno, El Jabato, Rintintín, El Llanero
solitario y Dick Turpin. Para competir con ellos tendría dejar de ser
Quique, y convertirme en Wenceslao, que igual me servía para apuntarme
voluntario a Las Cruzadas, ir de misionero al Congo Belga a redimir negritos, y
acabar servido de merienda dentro de caldero gigantesco, junto con un
explorador del National Geographic, perejil, nabos y zanahorias, para dar de
comer a una tribu entera de caníbales ateos. Yo quería ser santo, y subir al
cielo con un cohete metido por el culo. Tenía prisa. No podía entender esta
pérdida de tiempo de vivir una vida entera, llena de peligros y tentaciones,
que siempre podía tener la mala suerte de cometer un pecado justo antes de que
me cayera en la cabeza un tieso en plena calle. Adiós, Kike, no te dio tiempo a
arrepentirte, así te irás de cabeza al infierno por toda la eternidad. Haberte
marchado de misionero al Congo, de guerrero cristiano a las cruzadas.
Si me hubieran dejado escoger, yo habría
preferido que los leones me devoraran en el Coliseo de Roma junto a San
Pancracio, que tenía cara de niño bueno. Las inconsistencias históricas y los
viajes en el tiempo era un problema menor en esos momentos. Pero el padre
Celerino, el dominico amigo de Juan Rafael, me dijo que no, que tenía que
esperar, que debía ser bueno en cada momento durante toda mi vida, y no
empujar, porque para entrar en el cielo había cola. Me dijo que Jesús le había
dicho a sus discípulos: «Es más fácil que un camello entre por el ojo de una
aguja, que el que un rico entre en el Reino de los Cielos». San Mateo 19,
23-30.
Esa tarde, con el costurero de mi madre
abierto en canal, con todas las tripas al aire, tomé varias agujas, las más
grandes, y las miré con desesperación. ¿Cómo iba a entrar un camello por ahí?
Las posibilidades de ir al cielo empezaron a ser remotas. Mi madre decía que no
éramos ricos, pero vivíamos en un chalet de dos plantas con jardín y vistas al
valle de Caracas, teníamos dos chicas de servicio, una planchadora, tres coches
aparcados en la puerta, y todos los amigos de mi padre usaban corbata. Eso era
vivir peligrosamente, me estaba jugando mi futuro, la eternidad en el infierno.
No tenía muchas salidas a ese embrollo. Creo que entonces fue cuando me hice
comunista. Nadie me había hablado antes del pensamiento divergente. Pura
intuición.
La semana pasada estuve tratando de leer Un océano para llegar a ti, de mi antigua
alumna del Taller de Escritura, Sandra Barneda, que quedó finalista del último Premio
Planeta. Sandra, la recuerdo, era muy guapa, y muy alta, pero no duró mucho en
mis clases. Debió ser hace más de quince años, porque esos son los años que
llevo fuera de Madrid sin impartir cursos de escritura. Digo que no estuvo
mucho tiempo, tal vez un par de meses, una pena, debería haber estado más,
porque su novela no la he podido terminar de puro empalago, reiteración y
pesadez. Es como las de Sara Mesa, pero aún más lenta, más intrascendente, más
plana. Un aburrimiento infinito, que ya me entran ganas de acelerar, pero no
había manera. Para leer una puta carta se tira diez páginas lentas, de
sobreentendidos, de lenguaje fático, creo que se llamaba así a la función de un
diálogo centrado en el medio y no en el mensaje, en el que se alarga y se
contesta solo para mantener el contacto, la vía de comunicación, como si
dijeran todo el tiempo
—¿Se me oye? ¿Estás ahí? ¿Me escuchas?
—Sí, sí, te oigo alto y claro.
—Ah, bueno, pues yo estoy aquí, ya ves.
—Qué bien que estamos en contacto, ¿a que
sí?
Pero resulta que Sandra ha escrito, y ha
publicado, unas cuantas novelas más. No las he leído, pero puedo imaginar que
van por la misma línea: Corín Tellado, pero en malo y largo. Casi seiscientas
páginas, que podría condensar en un cuento de veinte páginas siendo generoso.
¿Por qué, entonces, queda finalista del
Premio Planeta? Bueno, desde luego una parte fundamental es porque sale mucho
en la tele, y eso significa que va a vender mucho. Y además es mujer, y
lesbiana, y guapa: eso ahora vende también mucho. Nada que ver con la
literatura, y mucho con los factores comerciales. Pero de todos modos hay
lectores, y sobre todo lectoras, que se lo leen, y que dicen que les gusta.
¿Por qué iban a mentir? Será verdad que les gusta. ¿Y por qué a mí no? ¿Ser un
lector avanzado hace que me aburran más libros? A mí las novelas experimentales
me espantan, me aburren, las detesto. Y estas también. ¿Tengo un nicho de
lectura cada vez más pequeño? ¿Las orejeras se me van cerrando y cada vez veo
menos, disfruto menos con las lecturas, les pongo más peros?
En realidad me pongo a leer y, lo juro, me
dejo llevar, dejo que me arrastre la corriente, el flujo de palabras, me dejo
llevar de la mano a donde el autor me quiera llevar. Es lo que creo que hay que
hacer. Igual que con la música. Vale, de acuerdo, si alguien a quien yo estimo
me dice que es muy bueno, muy bueno, hago un esfuerzo mayor para tratar de
entender y disfrutar, para no perderme ese placer por un juicio demasiado
rápido. Pero si después de veinte, o cuarenta páginas, no me engancha, pues va
a ser que es que ese libro y yo no somos compatibles, que disfrutamos de temas
y ritmos diferentes.
Aún así, me regaño a mí mismo y digo: que
no, que lo que pasa es que no te enteras, Enrique, que has perdido el hilo y el
pulso del mundo actual. Que eres cien años más viejo de lo que crees, y te
parece que solo lo que tú lees y escribes es bueno.
No lo digo, ni me lo creo. No del todo.
Desde luego escribir seiscientas páginas en una novela es algo que nunca he
hecho, y eso me parece en sí mismo una heroicidad. Olé tus tetas, Sandra. Pero,
por dios y la virgen María, ya que estás en el camino, cuéntame algo que tengo
un poco de chicha, no me recites el rosario de forma monótona una y otra vez
para ver si se me cierran los ojos. Para dormir, eso sí que puede que esté
bien. Lo que pasa es que a mí no me duerme, porque me cabrea.
Debería probarlo, en vez de protestar.
Échale huevos, Quique: escribe sin parar seiscientas páginas de una historia
sin sustancia. Intenta matar de aburrimiento a una pared que se reseca al sol,
cuéntanos con detalle el crecimiento de la hierba en tiempo real. Uf, qué
cansancio, imagínate, y voy y lo presento a un premio y me lo dan y se
publican, y yo con esa carga de conciencia, con ese pecado a cuestas hasta que
me muera. No hay dinero suficiente para pagar esa traición.
076
En Priego de Córdoba nos quedamos en el
Hotel Casa de Baños, en el barrio antiguo, estilo árabe, con patio interior y
baños húmedos, tres piscinas de frio/calor y sauna finlandesa en el sótano. Nos
dimos un masaje, nos lo dieron, quiero decir, y nos quedamos como nuevos. Por
la tarde Bea tuvo que impartir un Taller
de Cuentacuentos en Almedinilla, y luego una sesión de cuentos en el
Coliseo del pueblo, que imita al romano, pero hecho en el siglo XXI y sin
leones ni cristianos. Al día siguiente, sábado 26, Bea llenó el Teatro Victoria
de Priego, con lista de espera, y el último día Taller de Cuentacuentos en Carcabuey y actuación de cuentos en las
tapias de la iglesia. Lleno de nuevo, y gente de pie. Engordamos un kilo de
tanto que comimos: flamenquines, turrolate, aceite picón, salmorejo, calamares,
rosada, alcachofas, bacalao, hamburguesas, pulpo, berenjenas y collejas verdes.
Los tres días siguientes estuvimos en
Málaga, en Benalmádena, en casa de Isa y de Carlos. Viven desde hace ocho años
con la abuela de 86 años, que no da mucha guerra, pero que está ahí, todo el
día en la casa, en medio, hablando y comentando. Y casi siempre la nieta,
Lorena, de diez años. Carlos trabaja con su hijo y con su hija en la panadería
industrial que tiene montada desde hace treinta años. Incapaz de jubilarse.
Ahora tiene cincuenta y cinco años, y se está quedando ciego.
Las vacaciones en una roulotte con su
nieta Lorena recorriendo España, pero no demasiado tiempo por no dejar sola a
la abuela. Sus dos hijos, él y ella, de treinta y cinco años de edad, viven en
casas que les ha comprado Carlos, muy cerquita, a quinientos metros. Hijos
garrapata, madre garrapata, vecinos garrapata que le dejan el periquito cuando
se van de vacaciones y le cambian la plaza de parking porque son muy torpes
aparcando.
Yo intentaba escuchar a Carlos, su
discurso simple y repetitivo, y trataba de entender esa otra vida, esa vida que
yo no querría vivir, y que sin embargo se supone que es una vida de éxito, con
inmuebles valorados en más de un millón y medio de euros, que podrían vivir de
las rentas el resto de sus vidas y tres vidas más que tuvieran, pero que jamás
saldrán de esa vida enmarañada, porque en el fondo eso es lo que les llena, lo
que les hace felices, que los hijos, la madre, los nietos y hasta los vecinos
dependan de ellos. La madre gallina clueca.
Y por más que lo escuchaba, seguía sin
entenderlo. Yo echaría a la madre de casa, despediría a los hijos del trabajo,
vendería sus pisos, dejaría de ocuparme de la nieta todos los días, y viviría
mi vida viajando y gastándome la pasta sin miramientos. Pero eso a ellos no les
haría felices, estarían con dolor de corazón por haber abandonado a los hijos
cuarentones, y a la madre dependiente.
Bea me dice que somos distintos, que ella
no podría vivir con sus padres, ni con los dos ni con uno, por muy mal que
estuvieran, y menos aún si estuvieran mal. Yo tampoco. Ni con ninguno de mis
hermanos ni hermanas, ni con mi hijo Elías, ni con mis nietos. No podría
soportar tener que ocuparme de nadie, y menos aún que alguien tuviera que
ocuparse de mí, a no ser que esté contratado y bien pagado y muy agradecido. No
aguanto la dependencia, ni hacia adentro ni hacia afuera.
Y sin embargo soy tan dependiendo de Bea,
que si ella da un Taller de cómo contar cuentos durante tres horas, yo me echo
a dormir en la cama, o en el coche si estoy fuera de casa. No me interesa la
vida sin ella. No quiero comer, ni desayunar, ni caminar, ni dormir, ni
trabajar, ni vivir si ella no está a mi lado. Ni vivir, insisto. ¿Ella no va a
estar de ahora en adelante, sea por lo que sea, se murió, se fugó con otro? Yo
me tomo mi sobredosis de Diazepan, o los polvos de Nitrito de Sodio, una caja
de Amitripcilina, tres jeringuillas de insulina rápida, o hasta la horca night
night, sentado cómodamente sobre un cojín, y hasta aquí llegó mi vida. Hemos
terminado. Quedaos con lo que tenga en los bolsillos y en el banco, que a mí ya
no me va a hacer falta.
Lo que creo que es un poco diferente de
esas dependencias, es que la mía la reconozco, la declaro, no me avergüenza. Y
lo más raro es que a Bea le pasa lo mismo. Estamos contaminados. Es una
enfermedad grave, mortal, lo sé, y nos importa un huevo.
Termino de leer los Diarios de Ricardo Piglia, los de sus primeros años, de los 16 a
los 25 años, más o menos, y me harta lo fanfarrón y argentino en el peor
sentido de la palabra que puede llegar a ser. Es posible que pase con todos los
diarios de todos los autores: que son las mayores fantasías, vidas de santos,
héroes, relatos magnificados. Todo es interesantísimo. Aquí no caga ni la caga
nadie. Nadie comete errores. Todos son
dioses, listos, triunfadores, guapos e iluminados. Venga ya. A mamarla, a
Parla.
Leo que Emilio Salgari, arruinado después
de escribir 84 novelas de éxito, se suicidó a los 49 años haciéndose el
harakiri seis días después de la muerte de su mujer Ida, que estaba encerrada
en un sanatorio psiquiátrico. Su padre también se había suicidado años antes, y
también lo hicieron dos de sus hijos. Joder con los escritores de éxito.
De pronto pienso: “Lo he intentado”. Todos
lo hacemos, ya lo sé. Y hasta me parece un buen título para un libro de
memorias. Ayer recibí el pago de la jubilación. 890 euros al mes, de aquí hasta
que me muera. La verdad es que con ese dinero podríamos vivir sin problemas en
un montón de lugares de Asia y Latinoamérica, así que el futuro no debería preocuparme.
No debería. Pero me preocupa, y sospecho que le pasa a todos, incluidos los
yonquis, las monjas y los millonarios.
Leyendo Dinero de Martin Amis descubro que me empieza a aburrir la
descripción de la vida de John Self, y no me parece que el dinero ahí esté
presente, por más que lo nombre, que diga que eso es lo importante, y le dé
billetes de cincuenta dólares de propina a los botones de los hoteles. Cada vez
me creo menos las historias que leo o que me cuentan, aunque me las cuente un
autor aplaudido o mi hermana. Bueno, si me las cuenta mi hermana me las creo un
poco menos, que la conozco y ya sé de qué pie cojea. Así pues digo que lo he
intentado. Vivir, quiero decir.
Vivir es avanzar en una larga carrera de
metas volantes: estudiar en la escuela, sobrevivir a los hermanos, cruzar la
adolescencia, encontrar pareja, perder pareja, encontrar otra, estudiar más,
trabajar, crecer, comprar, vender, venderse, tener ideales, traicionarlos,
superar enfermedades, recibir y dar cuchilladas, crear, multiplicarse, viajar,
tener dinero, gastarlo, perder amigos, perder la salud, hacerse viejo,
reflexionar, dejar de creer en tantas cosas, y morirse sin saber cómo ni para
qué hemos vivido ni por qué hemos luchado por tantas nimiedades. Al final del
camino no hay satisfacción por el trabajo bien hecho y la herencia espiritual
que legamos al mundo futuro, sino dolor, soledades, desconcierto, lamentos, y
un arenoso sabor a derrota en la garganta.
Lo he intentado, pienso, y miro con
aburrimiento los torpes movimientos de los que son más jóvenes que yo, y no les
envidio lo más mínimo, me da pereza solo pensar en lo que les queda de vida, en
lo que aún tienen que luchar, pelear, traicionar, para no llegar a ningún
lugar, para volver a la tierra convertidos en compost, cenizas en el aire. Se
les recordará cinco minutos, me recordarán cinco minutos, no más. Finalmente
desaparecerá hasta el nombre, y a nadie le importará un bledo. Ni al muerto.
Pero lo habré intentado. Aún no sé el qué,
tal vez ser feliz, ser bueno, ser útil, ser honesto, ser algo, ser alguien.
Cabeza de ratón o cola de tigre. Ni eso. Tal vez solo cola de ratón. Qué más
dará.
077
DECÍA UMBRAL EN un fragmento de Mortal y Rosa que los escritores tienden
a ponerse solemnes cuando escriben. Y que él, no. Una polla. Incluso eso lo
decía con solemnidad, qué remedio, porque la palabra solemne siempre está
contaminada de ceremonia pomposa, por más que Umbral se inflara de dandismo y
se ahorcara con su bufanda. Y de todos modos, en esa mentira inevitable hay una
verdad, y es que nos sentamos a escribir, él ya no, se le acabó la tinta, con
un objetivo en los dedos que va más allá de la sinceridad, el placer y dolor de
la escritura, la búsqueda de la verdad y la identidad, la necesaria
originalidad, y el desenmascaramiento de las mentiras que nos dicen y nos
decimos todos los días por pura supervivencia.
Escribir es todo eso, por supuesto, pero
por encima de todo ello está la necesidad de no repetir lo que otros han dicho
ya, de dar otro paso, de escribir algo nuevo, algo propio, que no sea de nadie
más, que nadie lo sepa, que nadie lo diga, que nadie se atreva, que no haya
sido descubierto. Una tarea imposible, por supuesto, pero al menos que las
líneas derramadas no caigan en tierra yerma, no estén muertas ya en el mismo
momento de nacer, fruta podrida, semen salpicado sobre la mano abierta, que no
nos deje la fotografía fea de un papanatas engolado, un catedrático de la nada,
asfixiado por sus propias flemas.
Mejor seguir mudo que repetir como un loro
las mentiras aprendidas. Hemingway decía
que el mejor don que puede tener un escritor es un radar detector de
gilipolleces a prueba de golpes. (“The most
essential gift for a good writer is a built-in, shockproof, shit detector. This
is the writer's radar and all great writers have had it.”)
Me cuenta por teléfono mi hermano Javier
que después de seis meses de su operación de próstata, eunuco de bisturí,
añorando el sexo de los años pasados, la vida dura lo que dura dura, decía
siempre que se ponía filosófico después de fumarse un porro, puso el otro día
una película porno en casa, y se empezó a masajear la banana hasta que se le
puso casi dura, casi a punto, memorias del orgasmo. Finalmente llegó el momento
en el que alcanzó la eyaculación, la explosión imprevista, sorprendente.
—¿De dónde sale eso —me dijo—, si me han
realizado una prostatectomía radical y eliminación de los nervios erectores,
rebañando a fondo, y me han cauterizado los conductos seminales?
El caso es que el líquido que salió no era
semen, los milagros no existen, sino un líquido espeso, turbio pero no blanco,
de olor penetrante cercano a la lejía, denso y abundante, casi como las babas
de Alien, el octavo pasajero. La almohada que tenía cerca, el cojín, la
camiseta quedaron acartonados por el contacto, impregnados de un olor
imposible, casi inservibles después del derrame.
Andrés Sorel me contó hace muchos años,
cuando él aún vivía y éramos amigos, que Pio Baroja había muerto así, sentado
ante su mesa camilla, con la foto de La bella Chelito sobre el mantel, y
masturbándose por última vez como homenaje. Todos los escritores mueren
eyaculando, o al menos lo intentan. La escritura es eso, una eyaculación de
palabras incomprensibles, casi dolorosas, que salen de rincones de nuestra
cabeza que ni siquiera sabíamos que existían.
A los once años yo tenía un sueño
repetido, una pesadilla surrealista, que siguió repitiéndose durante varios
años. Ya no. Aparecía un dibujo a tinta china de un coche antiguo, con líneas
muy finas, perfectas en el grosor y la intensidad, y poco a poco las líneas se
hacían gordas y peludas, como las de una tiza o un carboncillo gordo, y se iba
emborronando cada vez más, desdibujándose el coche desde su interior,
pudriéndose, deformándose hasta quedar irreconocible. En ese momento yo siempre
soltaba una carcajada nerviosa, histérica, que no tenía nada que ver con la
felicidad, sino con los nervios desatados. En cinco años de psicoanálisis no
pue descifrarlo. Ahora que lo escribo, empiezo a entenderlo, y sospecho que es
gracias a que ya no tengo once años, sino sesenta y siete, y me parezco más al
coche desdibujado y putrefacto que al diseño estilizado y limpio de los
inicios. Un dibujo cambiante que me representa en su deterioro progresivo, en
su derrota. La risa no sé a qué viene, excepto como puro disfraz de la histeria
y el miedo.
Y un segundo sueño, siempre a continuación
del anterior, me colocaba desnudo, haciendo el pino, paralizado, manteniendo el
equilibrio y dando botes con la cabeza sobre una banqueta alta de barra de
cafetería. Estaba en una habitación inmensa, con la banqueta alta en el centro
sobre la que daba botes con la cabeza, desnudo y agarrotado, mirando con pánico
hacia la lejana puerta, por la que en cualquier momento podría entrar
cualquiera de mis hermanos, mis padres, el que fuera, y me descubriría allí, en
el centro de una habitación vacía, dando botes con la cabeza sobre una banqueta
demasiado alta, y sin poder desatar la parálisis. Supongo que sigo siendo yo,
que sigue siendo mi escritura, desnuda y perpleja, aunque por aquel entonces
aún no había empezado a escribir. Solo hacía preguntas incesantes a mis padres,
a mis hermanos, y empezaba a entender que el mundo era un lugar injusto,
demasiado egoísta y egocéntrico. Como yo, desnudo, rompiéndome la cabeza contra
la banqueta de madera con el mundo al revés.
Han vuelto las golondrinas. Esta mañana
volaban como locas frente al ventanal. Eran muchas, y los cernícalos no se
atrevían a asomarse. La unión hace la fuerza. El mirlo negro de siempre ha
vuelto a la tapia que nos separa con Dácil, porque hay unas flores pequeñas que
le gustan mucho. Viene siempre solo, siempre el mismo. Es un macho, negro y con
el pico naranja. La hembra lo espera en el alerón del tejado. Son muchas
golondrinas, y eso sí que es un anuncio del verano.
Lolo, el jardinero alumno de TaiChi de mi
sobrino Alex, vino esta mañana, y nos dijo que rociáramos con Fairy diluida en
agua las hojas con puntos blancos del aguacate, porque está enfermo. Ya asoman
algunos frutos del tamaño de aceitunas, por fin este año tendremos aguacates,
dentro de tres meses calculo yo, pero antes hemos tenido que enjabonar las
hojas enfermas, y en dos días tendremos que lavarlas con agua a presión. Y no
mirar a los frutos de frente, que Ulises dice que los aguacates son muy tímidos
y se ponen nerviosos si los miras de frente o los señalas con el dedo, así que
solo los miramos de soslayo, para que crezcan sanos y gordos, y no piensen que
les estamos haciendo bullying.
He acabado de montar el vídeo de Cómo reconocer a un monstruo de Gustavo
Roldán narrado por Bea. Es divertido. Me acuerdo de cuando conocí a Gustavo, de
cómo se enfadaba por las adaptaciones de los libros argentinos al español de
España, allá en Rosario, Villa Giardino, en el Congreso de Literatura Infantil
y Juvenil al que fui con Alicia Barberis, organizado por el sindicato Luz y
Fuerza de Argentina, hace veintidós años, qué cosas. Un buen tipo, Gustavo, y
el ilustrador Itsvan, y tantos otros. Qué jóvenes éramos todos entonces, qué
viejos y cuántos están muertos ahora, veintidós años después. Los que quedamos
no somos supervivientes: somos agonizantes. No te hagas ilusiones.
Quiero escribir, al tiempo que montan la
piscina y arreglan el jardín en este mes, pero no sé si retomar la novela que
abandoné en enero, la de Sara huyendo de su propia vida; o escribir unas nuevas
memorias, Kale borroka II; o no
escribir, dejar las palabras en paz, y leer, o ver puestas de sol, o series de
televisión; o nada, no hacer nada, el dolce
far niente.
De momento, mientras lo pienso, voy a
hacer la cena, ensalada y huevo frito, y después ya veremos. Dios dirá. No, que
soy ateo, y hace tiempo que le he quitado a Dios su Palabra, por cabrón, por
hijo de puta.
—Que no existo —dirá Él.
Pero como no existe, no puede decirlo, y
aunque lo parezca, no seré yo el que lo invente para que ejerza de martillo del
poder.
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