Los esqueletos (continuación)
Segunda parte: Kale borroka (de 027 a 030)
027
GINA LLEGÓ POR fin.
Dejamos reservado el arbolito para recogerlo a la salida, y nos metimos en los
pasillos laberínticos de Ikea. El restaurante estaba pared con pared separado de
las escaleras de entrada, pero para llegar a él no había más remedio que seguir
las vueltas y revueltas que los diseñadores del almacén de Ikea habían trazado
para que no te pierdas nada de lo que tenían a la venta. Diez metros de
distancia en línea recta convertidos en medio kilómetro de curvas y tentaciones
en cada expositor. Mira qué cojín, es una monada, con un puerto USB para
recargar el móvil, están en todo. Llegamos al restaurante a la una y media, con
dos bolsas amarillas con 12 bolas de navidad rojas y 12 doradas, 1 ristra de
luces de colores, 1 estrella, 2 Papá Noel, 1 belén en miniatura, 6 posavasos, 2
paquetes de servilletas rojas de papel con diseño de muérdago, 1 spray de
nieve, 24 serpentinas, 1 pela ajos, 12 perchas, 1 archivador, 1 panera, 1
esponja natural, 2 cajitas de cartón decorada con fotos de Marilyn Monroe, 4
flores de plástico, 8 pilas triple A, y 1 bote de mermelada de arándanos. Agotador.
—Anda, Teresa,
coge mesa tú, y yo voy por la comida —me dijo Gina—. Filete de salmón y coca
zero, ¿verdad?
—Sí, como
siempre —le respondí—. Si necesitas ayuda, levanta los brazos y grita como si
te estuvieras ahogando.
—Seguro. Ya me
conoces. Eres una payasa —dijo Gina, dándose la vuelta y disimulando una
sonrisa.
El restaurante
estaba lleno solo hasta la mitad. Al principio yo no lo vi. Estaba de espaldas
a mí, y yo tenía la cabeza hundida en la bolsa de las compras. Fue Gina la que
lo vio. Venía con la bandeja de comida, con pasitos cortos e inquietos por el
pasillo de mesas de formica. Se sentó frente a mí, y bajando la voz me dijo:
—Te tengo que
decir una cosa.
—¿Cuánto te
debo? —dije yo abriendo el bolso para sacar la cartera.
—Olvídalo. Deja
eso, no seas pesada. Hoy me toca a mí —dijo Gina rechazando mi mano—. Pero,
dime una cosa, ¿tú has quedado aquí con Alfredo?
—¿Aquí? —dije yo
levantando la vista y mirando a mi alrededor como un avestruz.
—No mires.
Estate quieta —dijo Gina en voz baja. No te muevas.
Me quedé quieta,
como me pedía Gina. Me sentí un poco ridícula, como si estuviera haciendo una
travesura, como cuando nos escapábamos las dos del patio del colegio, en el
recreo, y ya no aparecíamos hasta el día siguiente. Menudas broncas nos caían
de nuestros padres, castigadas sin paga y sin poder salir en una semana. A ella
más que a mí, y eso que era ella la que siempre quería saltar la tapia. Ahora
estaba tomándome el pelo, y el salmón se me iba a quedar frío, como siguiera
con esa tontería. Pero lo hacía bien, tengo que reconocerlo. Gina habría sido
una buena actriz si hubiese querido.
—Alfredo está en
la gestoría ahora mismo —le dije un poco enfadada.
No podía estar
aquí y allí al mismo tiempo. Él sabía que yo iba a venir a Ikea, se lo había
dicho esa misma mañana. Me habría dicho algo. Volví a mirar a mi alrededor,
buscándolo, con un pequeño nudo en el estómago.
—¡Que no mires! Espera
un momento. Vamos a ver qué pasa —dijo Gina apretándome el brazo—. No te des la
vuelta. Está tres mesas detrás de ti. ¡Teresa, te digo que no mires aún! —dijo Gina
sin gritar—. Quédate tranquila. Es muy raro, está con una mujer que no conozco,
morenita, casi mulata, y dos niñas de tres o cuatro años, como mucho.
—No puede ser
él. Te digo que está en la oficina. Deja de tomarme el pelo. No me hace gracia.
Pásame el plato —le dije estirando el brazo.
No me gustan las
inocentadas. Nunca me han gustado. Siempre me han parecido un abuso, pero en
pequeñito. Una especie de insulto, reírse de los demás. Pensé que era un poco
raro, porque Gina no solía hacer ese tipo de bromas, pero supongo que alguna
vez es la primera.
Durante un buen
rato comimos en silencio. Yo fingí estar concentrada en el salmón con brócoli,
que por primera vez me pareció insulso, sin ninguna gracia. Comía con desgana,
y no dejé de mirar de reojo a Gina, que a su vez no dejaba de mirar a un lugar
que estaba a mis espaldas. Me estaba poniendo de los nervios. Bueno, me estaba
cabreando bastante, para ser exactos, pero no quería decirle que me había
tragado su broma.
—Se ha levantado
para irse. Estoy segura de que es él. Voy a saludarle, como si fuera una
casualidad —dijo Gina, y se levantó sin dejar de mirar al fondo.
La seguí con la
mirada, y descubrí que sí, que Alfredo estaba allí, con no sé quién. Tenía una
de las niñas colgada de la cintura, y ni siquiera se giró cuando Gina llegó
junto a él y lo saludó:
—Hola, Alfredo.
¡Qué casualidad! Estamos ahí detrás, Teresa y yo. No te habíamos visto.
Alfredo, aunque
no llevaba la ropa de Alfredo, nada de su ropa me sonaba, la miró con cara de
no entender nada, y luego miró hacia donde estaba yo, y pareció no verme.
—Perdona. ¿Nos
conocemos? —preguntó Alfredo, o quien quiera que fuera.
Alfredo estaba un
poco molesto, se le notaba. Quizá por haber sido descubierto. Pero ¿cómo no
descubrirlo, si se plantaba en Ikea cuando sabía que yo iba a estar aquí? La
mujer que lo acompañaba recogía las compras y los juguetes de sus niñas a
manotazos, sin dejar de echar miradas de enfado. Aún no sabíamos que aquel tipo
no era Alfredo, aunque fuera idéntico a Alfredo.
—Pero, Alfredo,
¿qué te pasa? —preguntó Gina desconcertada.
—A mí no me pasa
nada —dijo Alfredo sin sonreír—. Excepto que no me llamo Alfredo, sino Marcos.
Qué le vamos a hacer. Espero que encuentres a Alfredo pronto. Salúdale de mi
parte. Seguro que es un tío estupendo —y se le escapó una sonrisita maliciosa.
—Así que… ¿No
eres Alfredo? —insistió Gina—. Teresa está ahí, te está mirando —Gina señaló
con la vista en mi dirección.
—No. Lo siento. Salúdala
también de mi parte. Y perdona, pero nos tenemos que ir —cortó sacudiendo la
cabeza y sin dignarse a mirarme—. Lorena, pásame la bolsa, por favor —le dijo a
la mujer que le acompañaba, recolocándose a la niña pequeña que llevaba a
horcajadas en su cintura después de darle un beso en la frente.
Yo no podía
creérmelo. No podía ni cerrar la boca del asombro. Ese tipo era Alfredo, tenía
la voz de Alfredo, los gestos, todo. Y decía que no era Alfredo con tanto
aplomo que me desconcertó. ¿Era una broma de cámara oculta? ¿Dónde estaban las
cámaras? ¿Desde cuándo Alfredo era tan buen actor? ¿Me estaba volviendo loca?
Alfredo, o
Marcos, salió de la cafetería de Ikea echando miradas entre preocupantes y
divertidas a Gina. A mí no quería mirarme, o no me veía, o no quería verme. Yo
qué sé. Me entró un bajón de tensión, me sentí mareada. Gina volvió junto a mí,
con cara de disgusto.
—Pero, ¿has
visto qué cara? ¿No le vas a decir nada? —me preguntó casi a gritos.
Yo solo quería
que el suelo se abriera a mis pies, desaparecer, no estar allí, que nada
hubiera sucedido, que no lo hubiera visto. La cabeza me daba vueltas. Por los
altavoces del restaurante empezó a sonar la canción California Dreams, de The Mamas and the Papas, y yo traté de
concentrarme en la canción, como si eso fuera posible. Gina seguía hablando, y
gesticulando, pero yo no la escuchaba. Me pareció que debía de estar en un
sueño, en un mundo imposible, pero todo era demasiado real, demasiado normal
para ser un sueño.
Una bola de
navidad, de las doradas, estalló en mi mano derecha. Sin querer la había cogido
de dentro de la bolsa, y la había estado apretando hasta que se rompió. Tres
astillas se me clavaron a la palma de la mano, y el dolor y la sangre que
empezó a salir me calmaron el ataque de pánico que estaba empezando a sentir.
No sé como
salimos de allí, apenas lo recuerdo. Gina tiraba de mí, y seguía con su
perorata acerca del cabrón de Alfredo y los hombres incapaces de comportarse, y
de lo bueno y leal que había sido siempre Sebas, ella qué sabrá, y de las
dobles vidas de los farsantes, y la posibilidad de que esas dos niñas fueran
hijas de Alfredo, sería el colmo ya, o solo hijas de la mulata.
No sé, ya digo
que no sé cómo llegamos a las cajas, ni cómo empaquetamos las compras. Sí
recuerdo que pagué con mi tarjeta, y que recogimos el árbol a la salida, con un
vale que nos dieron en la caja. El árbol de Navidad. ¿De verdad iba yo a poner un
árbol de Navidad en el salón, y después iba a beber vino, y tratar de seducir a
Alfredo? Ese ya era un escenario que me parecía tan lejano y ajeno como la cura
contra el cáncer o la llegada de los extraterrestres al patio de mi casa.
Gina estaba
ayudándome a meter las compras y el puto árbol en el maletero de mi coche,
cuando la oí decir entre dientes:
—No me jodas.
Con un
movimiento rápido, casi de pistolero en el oeste, sacó el móvil del bolsillo de
su pantalón vaquero, e hizo unas cuantas fotos a una ranchera verde 4x4 que se
alejaba hacia la salida del parking.
—Ya te tengo,
cabrón —dijo con los labios torcidos y el ceño fruncido.
—¿Qué pasa? —le
pregunté, aunque ya sabía la respuesta.
—Lo he visto en
ese coche, tan tranquilo. Pero tenemos su matrícula. Lo tenemos localizado.
Bueno, aún no, pero sé cómo hacerlo —dijo Gina.
—Yo también lo
tengo localizado —le dije—. Es fácil. Duerme todas las noches en casa. Bueno,
casi todas, ahora que lo pienso.
Y cerré el
maletero de golpe, con rabia. Como si estuviera dejando caer la hoja de una
guillotina.
028
Y ya está. Aquí
me quedo. Detengo el relato cuando ya llevo tres mil palabras dando vueltas en Ikea.
Ya noto las agujetas. Podría seguir tirando del hilo de la historia de Teresa,
Gina, Alfredo, Marcos, Lorena y el difunto Sebas, pero la verdad es que no me
emociona del todo. Me recuerda a las películas españolas de bajo presupuesto,
con actores mediocres y escenarios convencionales. La luz, normalita. Los
encuadres de cámara, previsibles. Es demasiado normal, demasiado formal,
demasiado cotidiana. Aunque luego Gina acabe siendo amante de Marcos, y Teresa
se divorcie de Alfredo, y no pueda soportar ver a Gina con Marcos, que es una
fotocopia fiel de Alfredo, un calco exacto. Y finalmente Marcos y Teresa se
líen entre ellos, y Teresa ya no sepa si Marcos es Alfredo o no, y Gina decida
suicidarse, o matarlos a los dos, o drogarlos con una tarta Apfelstrudel y montar una orgía en
Nochevieja. Yo, como lector, y como autor, necesito más sangre, más intensidad,
más sorpresas. Ir a Ikea a comprar un árbol de Navidad no es una aventura que me
atrape, que me deje con el corazón encogido. Un encuentro con algo casi
imposible le da un poco más de gracia, pero no lo suficiente. Gina y Sebas
aparecieron en el relato a medida que escribía. Yo no los conocía. Y mucho
menos sabía que Teresa había tenido un inicio de rollete con Sebas antes de
morir Sebas, ni loco. Bueno, ya lo he dicho, no sabía nada de ellos, me los
encontré por el camino, y se pusieron a contarme la historia, y yo me lo creo
todo. Casi todo.
La voz de
Teresa, en algunos momentos, me parecía que era más la mía que la de Teresa. Me
pareció estar escuchando un fragmento de mi monólogo anterior, mis digresiones,
mis asociaciones, mis idas de cabeza. Claro, normal. Madame Bovary c’est moi. Yo soy Teresa, y Gina, y Alfredo. Y hasta
Sebas, el muerto. Y no me gustó del todo. Teresa debería tener su propia voz,
su propio modo de pensar, su visión del mundo, y hasta su vocabulario propio.
No todo, ni muy exagerado, casi cayendo en jerga, pero sí algunos toques
distintivos, que tal vez no están en el vocabulario en sí mismo, sino en la
selección de las palabras que dice, o en la extensión, el ritmo, el tono.
Es posible que
el hecho de haber escrito treinta mil palabras en los últimos doce días, unas
2500 al día, en forma de torrente, meta escritura, handing, monólogo interior o como quieras llamarlo, con un poco de
oralidad entreverada con el discurso, otro poco de desdoblamiento, digresiones
y paseos por los cerros de Úbeda, que por cierto, tienen que estar llenos de
escritores pesados, mamás psicóticas, bocazas a tiempo parcial. Vamos, como
para montar una verbena allí, digo, es posible que ese torrente, ese grifo roto
haya tintado mi manera de escribir, y ahora resulta que después de unos cuantos
meses, o años, sin escribir textos largos, de pronto haya encontrado una manera
de hablar o escribir por los codos, y que ya no pueda modular, y darle su habla
específica a cada historia, a cada personaje.
Daría un poco lo
mismo. No es que sea lo ideal, qué va, pero desde luego es mejor la logorrea
que el silencio. Al menos en literatura. En el mundo del pensamiento zen seguro
que va al revés, y en el mundo de la prevención de migrañas y dolores de
cabeza, también. En esos casos, mejor silencio que blablablás. De acuerdo. Pero
como no estamos en ese mundo, sino en el mundo en el que Enrique va y se pone a
escribir como si no hubiera otra tarea que hacer en el mundo, y sin importarle
si lo que escribe lo va a leer alguien o no, incluso hay momentos en los que
duda de si él mismo va a tener paciencia para leerlo como único lector, el
lector narcisista, el catoblepas resurgido de las aguas de un diluvio de
palabras.
Tengo curiosidad
en saber qué pasará, de qué escribiré, dentro de una semana, y dos, dentro de
doscientas páginas, cuando ya las anécdotas graciosas, o tristes, o insólitas,
se me estén acabando, y ya haya analizado, desmenuzado, deconstruido y
despelotado los procesos internos de la escritura, de mi escritura. ¿Sabré algo
más de mí? ¿Descubriré algún secreto, alguna mentira? ¿Hay vida más allá del
horizonte, más allá del cinturón de Orión, más allá de mi bastón de ciego? Qué
más da: Caminante, son tus huellas el
camino, y nada más; caminante, no hay camino: se hace camino al andar. Al andar
se hace camino, y al volver la vista atrás se ve la senda que nunca se ha de
volver a pisar. Caminante, no hay camino, sino estelas en la mar. Grande,
Machado.
Empecé a
escribir a los trece o catorce años. Un diario, una libreta donde apuntaba los
agravios de mis hermanos, los primeros poemas del desconcierto, del encuentro
con las palabras. Recuerdo mi primer poema, que a Viví le daba mucha risa,
porque le parecía que era una broma, un chiste malo: “No sé qué busco, quizá la
busca busco, un sueño, un imposible, nada.” Eso escribía. No ha cambiado mucho
el paisaje, aunque ahora esté mucho más poblado de fantasmas y fanfarrias, con
muchos más instrumentos, más orquesta, pero con la misma melodía. Qué lástima.
Cincuenta años de búsqueda, para llegar al mismo punto en el que me encontraba
a los catorce años. Fue un viaje interesante, a veces duro, tampoco tantas
veces; y otras veces feliz, con mucha frecuencia. Y mil veces perdido, sin
mapa, sin brújula, con los ojos bien abiertos en pleno mediodía y sin ver nada,
o con los ojos bien cerrados en mitad de la noche para poder ver lo que ni
siquiera estaba allí. No ha sido una vida espectacular y brillante. Ninguna lo
es. Todo depende de cómo se cuente. El brillo lo pone el autor, o el biógrafo,
y ninguno cuenta las naderías, los tiempos muertos, los desánimos. Eso no se
cuenta. Yo no me acuerdo, no me acuerdo,
y si no me acuerdo no pasó, eso no pasó. Pongan aquí la canción de Thalía,
por favor, con dos palmadas al final del estribillo.
No sé por qué
empecé a escribir. Quizá fue porque no tenía una metralleta a mano para acabar
con mis hermanos. Además, yo era de los pequeños, y siempre he sido un poco
cobardica. Eso de pegarme con otros, de estrangular, de resolver las
diferencias a puñetazos, solución limpia y gratificante donde las haya, no iba
conmigo. Yo era, y sigo siendo, más de ganar batallas por desgaste, de dentro
afuera, como los virus. Siempre he preferido el veneno sutil de las palabras,
antes que los golpes honrados del martillo. Soy un conspirador, no un guerrero.
Soy la serpiente que te paraliza con su silbido, la que escupe veneno; y no un
león que ruge a lo bestia, ni un orangután que se golpea el pecho. No soy
noble, no soy de fiar: tengo la lengua viperina, y duermo enroscado por las
noches, que lo sepas.
029
TODO EL QUE se
pone a escribir, lo reconozca o no, lo hace con la fantasía infantil de que lo
que va a salir de su cabeza, de sus dedos, va a ser la bomba, lo mejor que se
ha escrito en años, la revolución de la escritura, un nuevo género, la
escritura definitiva. La leche, vamos. Luego resulta que no, que los únicos que
le dicen que está muy bien son su madre y su novia, que sí, guapo, que está muy
bien, eres un genio, y más bonito que un San Luis, anda, cómete las croquetas,
que se te quedan frías. Escribir para la posteridad, para mostrarle a las
generaciones venideras lo que hay que hacer, lo que hay que decir, lo que hay
que pensar. Miradme bien, que soy yo, el mismísimo, el de la estatua de bronce
que preside el Jardín Botánico, con el mentón levantado y la chistera llena de
cagadas de palomas. El concejal de cultura propone que me coloquen unas agujas
afiladas, de 15 cm de largo, encima del sombrero de copa y de mis hombros, para
que las palomas y las gaviotas no se posen sobre mí, y dejen así de cagarse en
mi esmoquin. Creo que se quedarán ensartadas, como en una barbacoa de pollos a
la brasa, y el resultado va a ser peor todavía. Casi mejor que me metan en el vestíbulo
del Ayuntamiento, justo en medio, que aquí hace un frío que ya se me están
congelando las pelotas, y los niños solo me miran para ensayar puntería con sus
tirachinas.
Yo también
quiero ser inmortal, estar en la portada del libro de Lengua, tener una calle,
y una glorieta, darle nombre a un Premio Literario, a un hotel de cinco
estrellas, a una editorial, a tres colegios de primaria, y ser una pregunta
obligada en los exámenes de acceso a la Universidad. Eso es la gloria, el
Parnaso, la guinda del pastel.
Pero creo que
eso va a ser que no.
Pensándolo bien,
casi que me quedo aquí, en casa, con Bea, y que pongan a otro como cagadero de
palomas en el parque.
Me conformo con
que este hilo de palabras me lleve a algún lugar. O que me lleve, y ya está. No
importa dónde, lo importante es el camino, no la meta. Lo importante del viaje
no es el regreso, porque para eso no hace falta ni siquiera salir de casa. Lo
importante no es morirse, sino haber vivido. Esa sí que es una frase profunda,
de las de calendario, de Paulo Coelho, o de las galletas de la suerte de los
restaurantes chinos.
En ocasiones me
parece que soy un lorito parlante, la emisora de un predicador evangelista, y
que no podré callar hasta que se le acaben las pilas al transistor. Pues
tampoco pasa nada. ¿Hay alguna diferencia entre morirse hablando sin parar,
escribiendo sin parar, o morirse calladito, con los labios apretados y los
dedos agarrotados? Yo no la veo. Qué gran dignidad la de ese prócer, que murió
declamando sus verdades mientras agonizaba. Qué ejemplo preclaro el de ese héroe
que guardó silencio hasta el final para mostrarlos que nunca lograron
someterlo.
Lo que sí me
preocupa, porque empieza a ser un vicio que detecto, por abusivo, es que cada
cosa que digo, cada cosa que escribo, la cierro con un “Sí, pero…” Y a
continuación me llevo la contraria, o lo matizo, o me voy por los cerros de
Úbeda. Y de ahí, no sigo, porque parece como si de pronto abriera un grifo, una
línea de pensamiento, para a continuación, a toda prisa, antes de que inunde el
salón, viene el fontanero y lo cierra y lo sella, y se queda ahí, de pie,
mirando con una sonrisa perversa, a la espera de que abra otra vía de agua,
otro grifo, para lanzarse a cerrarlo con su llave inglesa tapagrifos. Un
capador. Un censor. Un aguafiestas. Sé que todo esto no son más que tanteos. Y
digo tanteos sin ánimo de menospreciar, porque la vida entera son tanteos, uno
detrás de otro. Pero estos tanteos reciben calambrazos en todo lo que tocan.
Hay espinas, pinchos, concertinas, hierros candentes en cada dirección, en cada
paso, y después de tocarlo, de acercarme, recibo una descarga, y me retraigo.
Eso es buena señal. Eso quiere decir que me acerco a terrenos sensibles, a
espacios peligrosos. No comas de las manzanas de este árbol, decía Dios. Come,
come, decía la serpiente. Solo los cobardes se quedan en el Paraíso. Lo normal,
lo decente, es desobedecer a Dios, comerse la manzana, que para eso está ahí, y
asumir las consecuencias. Y en eso estamos aquí: desafiando a Dios, gritándole,
como Blas de Otero: “Me haces daño, señor. Quita tu mano / de encima. Déjame
con mi vacío, / déjame. Para abismo, con el mío / tengo bastante. Oh Dios, si
eres humano, / compadécete ya, quita esa mano / de encima. no me sirve. Me da
frío / y miedo. Si eres Dios, yo soy tan mío / como tú. Y a soberbio, yo te
gano.”
No sé si alguna
vez alguien leerá estas líneas, Bea seguro que sí, tal vez Nacho, o Coque, o la
Nena, y hasta Elías, y tal vez Kiros, dentro de muchos años, o Maika, o alguno
de mis sobrinos, Dodi, Eneko, Alicia, quién sabe. Mis amigos, pocos. Y no es
que no me quieran, o que no les guste leer, y escribir, muchos son escritores,
o profesores de escritura, pero entiendo que da pereza. Ponte a leer unas
memorias, pero que no son memorias, sino digresiones, desvaríos, a veces dice
cosas curiosas, es verdad, parece que se acerca a algo, que va a contar algo,
pero luego como que no, se vuelve, retrocede, le da más vueltas, si le sigues
es interesante, parece que le estés oyendo hablar, a veces, en clase, empezaba
así, a darle vueltas a algo, y era curioso, aunque a veces se repetía, se le
olvidaba que eso ya lo había dicho, pero bueno, estaba bien, aprendías algo,
siempre aprende, pero no sé, si tuviera tiempo lo leería, pero me da un poco de
pereza, qué quieres que te diga. Lo empecé, a las cuatro páginas ya se me había
ido el santo al cielo, me perdía, ya no sabías qué es lo que me estaba
contando. O a lo mejor no era yo el que me perdía, sino él, que a veces no sabe
seguir el hilo, se pierde, y nos pregunta, ¿qué es lo que os iba a contar, que
no me acuerdo, creo que me he perdido? Y le decíamos, sí, estabas hablando de
las funciones de Propp y de la Morfología
del cuento, pero aún no sabemos cómo se conectan entre sí, ni para qué nos
va a servir a la hora de escribir un relato de ciencia ficción.
030
De acuerdo, me
pierdo, me cuesta concentrarme y seguir una línea de pensamiento hasta el
final, hasta donde me lleve. Pero es que eso es trampa. Seguir una línea, los
raíles del tren, y no mirar por la ventanilla, no disfrutar por el camino, no explorar
los alrededores, no es viajar. Vale, sí es viajar desde A hasta B, pero si ya
sabes que tienes que llegar a B, que vas a llegar a B, que hay un único camino
para llegar de A a B, ¿para qué coño vas a hacer el camino? ¿Dónde está el
placer de descubrir, de construir el camino, de encontrar nuevas rutas para
llegar a la India, y finalmente perderse hasta tal punto que las Indias no son
las Indias, sino que estamos en América? Qué cosas, un universo nuevo,
desconocido, que estaba ahí, y nadie podía verlo, porque nadie quería salir de
las rutas conocidas, porque nadie quería arriesgarse a llegar a Finisterre y
precipitarse al vacío sideral, a la muerte prometida. Colón fue un escritor grande,
el más grande, pero sus novelas no están escritas en papel, no son manchas de
tinta sobre un papel, sino estelas en la mar, muchos siglos antes de que
Antonio Machado siquiera lo sospechara.
Así que no se
trata de llegar a ninguna parte. O mejor aún: se trata de llegar a un lugar
lejano por un camino que nadie ha recorrido, arriesgándolo todo, contra el
consejo de todos, a pesar de las amenazas y las advertencias, y llegar allí, o
a otro lugar, da lo mismo. Puestos a escoger, mejor lleguemos a otro lugar,
descubramos América. La condición es que no podemos saberlo, no podemos
siquiera sospecharlo. ¿Cómo vamos a descubrir un mundo que nadie sabe que
existe? ¿Cómo descubrir el remedio contra una enfermedad que no tiene nadie?
¿Cómo hablar un idioma del que no se conoce ni siquiera su existencia? Eso es
descubrir América, escribir El Quijote,
o La Odisea. ¿Es solo casualidad que
las dos obras fundacionales de la literatura occidental, las dos obras que
abrieron nuevos caminos en la escritura, sean precisamente crónicas de un
viajero que anda perdido en su viaje? Yo no creo en las casualidades. La
casualidad tiene siempre una conexión que aún no ha sido descubierta.
En la novela Gambito de Dama se cuenta la historia de
una jugadora de ajedrez excepcional, única, arrolladora, brillante, un poco fea,
elegante, constante, y podría seguir así añadiendo adjetivos superlativos uno
tras otro hasta cansar, pero yo mismo lo prohíbo en mis cursos de escritura,
así que no podré hacerlo yo tampoco aquí. El caso es que Beth Harmon, la
protagonista, que gana casi siempre, es derrotada al menos dos veces por Vasily
Borgov, un ruso impasible que es mucho más aburrido que ella. No he acabado aún
la novela, me faltan 50 páginas, así que no sé si la seguirá derrotando hasta
el final, ni si eso la llevará al suicidio, o si, por el contrario, el
novelista decidirá escribir un Happy End
y regalarse al lector una victoria final de Beth Harmon, cumplimiento de la
tarea del héroe, y añadiendo un amor correspondido para que la felicidad sea
completa. Espero que no. Ya está bien de mentirle al lector haciéndole creer
que si se esfuerza, será el Number One
y vencerá en todos los torneos de la vida. Ah, ¿que hay gente que necesita esas
fantasías para sobrevivir? Pues es verdad, la mayoría lo necesita. Yo también,
la mayor parte de las veces. Miénteme y bésame, que ya no nos queda tiempo.
Pero quiero imaginar que esa novela, que yo no he escrito y que no he terminado
de leer, termina como la vida misma: con algunas derrotas que ensombrecen la
victoria final. Algunas victorias, algunas derrotas, una de cal y otra de
arena, eso es vivir. Me bandeo en mi precariedad, decía mi alumno Antonio
Almansa, un redicho que ni te cuento. Ana Griott le tomaba el pelo, no es para
menos. “He quedado para ir al cine con el que se bandea en su precariedad”,
decía cuando se conocieron hace ya más de 25 años.
Y es que a mí me
gustan los finales en los que el protagonista no triunfa del todo. Le va bien,
no es un fracaso, pero no llega a conquistar todo lo que había soñado. Solo una
parte. Es feliz, pero no del todo. Muy chejoviano, claro. La dama del perrito, Gurov y Ana Sergeyevna solo podrán ser felices
a medias, porque ni él se podrá divorciar de su mujer ni ella de su marido, así
que estarán condenados a ser amantes furtivos el resto de sus vidas. Y que no
protesten, porque a la mayoría de los mortales no les toca ni esos fragmentos
de felicidad. No es que todas las vidas sean grises, sino que todas tienen
matices, tonalidades del gris, y es muy raro, yo no lo conozco ni por
referencias, que alguien sea feliz siempre, o infeliz eterno. Solo en los
epílogos de los cuentos de hadas, o de Corín Tellado, o del 90 % de la
producción editorial mundial. Los lectores necesitan la mentira de la ficción,
vivir vidas imposibles, identificarse con el héroe, el protagonista, el que
nunca seremos, pero querríamos ser. Nos han mentido siempre. Nuestro padre no
era ni el más fuerte ni el más listo. Nuestra madre ni era la más guapa ni la
que hacía mejores pasteles. Eso lo descubrimos en la adolescencia, y la certeza
nos llega en la madurez. Y en la vejez ya nos damos cuenta de que los que no
somos tan listos somos nosotros. Que nunca fuimos el Number One, ni lo seremos en el escueto futuro que nos queda. A lo
más, en tiempos pasados, tuvimos algún que otro triunfo provincial, una meta
volante, una vez que salió una foto nuestra en el periódico, los quince
segundos de gloria que tenemos asignados todos. A mí no me importa ser el Number One. Ya no. Antes sí, como nos
pasa a todos. Mi padre fue el número uno de su promoción, y ese fue el mantra
de mi infancia, y de la de todos mis hermanos. A mi tío José María lo nombraron
director del Museo de Arqueología de Ibiza, sería a finales de los años 40, y
mi madre decía: “Más vale ser cabeza de ratón que cola de león”. Y yo miraba la
sopa de estrellas con Avecrem, reconstruía galaxias con la cuchara, y trataba
de descifrar una de las primeras metáforas de mi infancia. Porque a mí los
ratones no me gustaban, y el tío José María tampoco. Los leones sí.
(Continuará)
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