Los esqueletos (continuación)
Segunda parte: Kale borroka (de 038 a 042)
038
EL
FILÓSOFO TEODORO Adorno decía: “Después de Auschwitz, escribir poesía es un
acto de barbarie”. No estoy de acuerdo, Teodoro. En otras advertencias que
haces, que hiciste, sí estoy de acuerdo, pero con esta no puedo. Dependerá de
qué poesía, porque tenemos Auschwitz todos los días, a todas horas, solo tienes
que escoger un lugar en el mundo donde haya un infierno desatado, y seguro que
lo encuentras. Casi tendría que ser lo contrario: Después de Auschwitz, es
necesario escribir poesía, para que no se repita, para que no se olvide.
La
tentación de buscar una frase rotunda, corta y duradero, que nos defina y nos
sacralice para la eternidad, es demasiado fuerte. Menéndez Pelayo escribió
miles de páginas. Peor para él. Nadie recuerda ni una palabra suya. En cambio Monterroso,
con siete palabras escribió un microcuento eterno: “Cuando despertó, el
dinosaurio todavía estaba allí”, y será recordado siempre. O Kafka, hablando
del bloqueo literario: "7
de junio. Mal día. Hoy no he escrito nada. Mañana no tendré tiempo." O la que dijo James Dean, aunque no fuera Dean, sino
Bogart: “Vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver”. Y “Veni, vidi,
vici” de Julio César. “Pienso, luego existo”, de Descartes. “Eppur si muove” de
Galileo. “Perdónalos, señor, que no saben lo que hacen” de Cristo (Lucas 23, 34).
“Dios ha muerto”, de Nietzsche. Cuanto más corta sea la frase, mejor, que no
están los tiempos para memorizar parrafadas. Hay que ser breve. Balzac escribió
demasiado, fue un pesado, un pepito grillo repelente que no se callaba ni
debajo del agua. Casi la única obra que me interesa de él fue la que no quiso
incluir en sus obras completas, El arte
de pagar sus deudas sin gastar un céntimo, de 1827. En ella cuenta como su
tío, el barón de l'Empésé, convocó a todos sus acreedores en el lecho de
muerte, y les anunció que antes de cometer la bajeza de pagarles sólo el diez
por ciento de sus deudas prefería no darles ni un duro. A grandes males,
grandes remedios. Augusto Monterroso, al que conocí en Casa de las Américas, de
Madrid, en alguna cajita de esa estantería tengo la foto que nos hizo Elena
Belmonte después de una de las maratonianas sesiones de escritura, se burlaba
de Honorato en un microcuento conocido como Fecundidad:
“Hoy me siento bien, un Balzac; estoy terminando esta línea”.
Somos muchos en esta latita de sardinas que llamamos Tierra, y los
excesos se pagan con el olvido. Di algo corto, pero que se recuerde. Que
perdure en la memoria. Es la forma de reducir a una pequeña broma toda una
vida. Un chiste para recordar en reuniones de amigos, cenas de empresa y
navidades con la familia. Es la manera de hacerse notar, de quedar bien al
recordar a alguien a quien no se ha leído, del que nadie sabe apenas nada,
citando una frase que la mayor parte de las veces es falsa, mal atribuida,
sacada de contexto y malinterpretada. La banalización de la cultura. Y que
conste que yo no abogo por leerlo todo, porque es obvio que no se puede, es
imposible, tendríamos que vivir cien mil años para llegar a otra frase
lapidaria, esta vez de Marshall MacLuhan: “El exceso de información
produce desinformación”.
Hoy
estoy escribiendo a un ritmo más lento del que estaba haciéndolo los últimos
días. No es que tenga un metrónomo, una máquina de escribir a la que alimentar
con monedas, como la que usaba Ray Bradbury en los comienzos de su carrera
literaria, según cuenta en El Zen en el
arte de escribir, no es eso, pero noto que la fluidez con la que escribía
hace tres días, o una semana, de pronto se ha ralentizado, ha disminuido en
cuanto a la velocidad. Y como de lo que aquí se trata, lo que yo me he
propuesto al menos, es escribir sin pararme demasiado a pensar, sin analizar,
buscando varios objetivos simultáneos:
En
primer lugar, desatascar la escritura al poner en marcha el mecanismo de
producción. En segundo lugar encontrar una voz propia, si es que está en algún
lugar, al limpiar las tuberías de la creación con un derrame de palabras de
amoniaco y ácido sulfúrico. En tercer lugar encontrar el argumento, la joya
escondida, la sinopsis de la próxima novela. Y en cuarto lugar, saber algo más
de mí, descubrirme, o hacérselo saber a quien lea estas líneas, si es que
alguna vez tienen lector, quizá yo mismo.
Y
como para llegar a ese punto cualquier billete de autobús vale, cualquier
proyecto sirve, pues decido tirar del hilo de uno de los argumentos que ya he
colgado páginas atrás. El que dice:
·
Siguiendo los consejos de un fantasma, Gato, hermano pequeño de Bárbara, tira
su bicicleta por un acantilado.
Antes
de empezar, quiero hacer algunas precisiones acerca del andamiaje, las
decisiones que se deben tomar antes de empezar una historia. Yo leo, me leo, el
argumento de lo que quiero escribir, “Siguiendo los consejos de un fantasma,
Gato, hermano pequeño de Bárbara, tira su bicicleta por un acantilado”, y si aceptara
tal cual esta instrucción tendría que escribir esta historia en tercera persona
(Gato, él, tira su bicicleta) y en tiempo presente (tira, ahora, su bicicleta).
Aunque según la costumbre, una historia así debería estar contada en pasado: Gato tiró su bicicleta por un acantilado.
Y sí, en tercera persona. Pero antes de empezar me entró la duda. ¿No sería
mejor en primera persona?: Tiré mi
bicicleta por un acantilado. ¿Y qué tal en segunda?: Tiraste tu bicicleta por un acantilado. La segunda es poco
frecuente, tiene mucha fuerza, le estás hablando directamente al protagonista,
recordándole una historia que no puede recordar por culpa de la amnesia, o no quiere,
por no auto-inculparse. En todo caso el narrador en segunda persona, como en Aura de Carlos Fuentes, es un narrador
que a mí personalmente me gusta, quizá no para novelas largas, puede que
resulte cansino en esos casos, pero sí para un relato corto de alta tensión.
Apelar o interpelar al protagonista de modo directo tiene algo de teatro, con
su cuarta pared ocupada por los espectadores o los lectores; e incluso, si el
lector se identificara con el protagonista, la interpelación sería directa al
lector, le estaríamos revelando una historia sobre sí mismo que desconoce, o
que ha olvidado. Qué maravilla, revelarle al lector quién es de verdad, y qué
ha hecho. Eso es como llevarse la creación del interior al exterior de la
novela, del relato. Ya no estaría dentro, encerrado entre la primera y la
cuarta de cubierta, sino fuera de la historia. La ensoñación de Bertolt Brecht,
que el texto traspase las fronteras del texto, y la resolución se encuentre en
la vida real, la revolución. El texto que interviene, salta y modifica la vida
existente fuera de la letra impresa, un tiro mortal en la frente de Dios,
supremo creador. Y todo eso encerrado en la segunda persona. No sé, tal vez
exagero.
Al
final decido que no quiero escribirlo en segunda persona, aunque me guste. Ni
en la primera persona de Gato, aunque esa sea la versión más cercana, primer
plano, confidencial, testimonio directo, sin intermediarios. Ni en tercera, tan
ajena, tan desprovista de emociones, tan fría. Sino en la primera persona de
Bárbara, la hermana mayor de Gato. ¿Y por qué Bárbara, en primera persona, si
no es su historia, si va a ser una historia relatada, de alguien cercano pero
no protagonista, una narradora testigo? Pues porque así podré utilizar un
lenguaje más adulto, no el del niño Gato, y además podré observar a Gato sin
leerle la mente, fuera omnisciencia, e intentaré entenderlo y explicárselo al lector.
Vamos
allá.
039
LA
BICICLETA Y EL FANTASMA
Le
dije a mi madre que no se preocupara. Que mi hermano Gato estaba bien. A todos
los niños les encantan los dinosaurios, los piratas, los monstruos, las brujas
y los fantasmas. Fascinación y miedo a partes iguales. Supongo que es una forma
de domesticar los propios temores, de pactar con el enemigo para que no los
devore. Mi hermano pequeño no era una excepción. Mi madre insistía en que los
fantasmas eran un problema. Sé que Gato le tenía miedo a los fantasmas, ya
desde muy pequeño. Creo que fue desde que murió papá. No tengo ni idea de por
qué, no sé si tiene algo que ver o no, he tratado de que me lo contara más de
una vez, pero no quiere hablar del asunto. Como si no fuera con él. Se calla,
arruga la frente y se da la vuelta, pero cada mañana aparecen sus sábanas
mojadas de pis. Él dice que lo siente, que ha sido sin querer, que estaba
dormido y no se ha enterado. Bueno, al menos ahora ya reconoce que es él, y no
un fantasma que se inventa. De pequeño, más pequeño que ahora, quiero decir, le
tomábamos el pelo con el fantasma Quememeo. Lo mágico estaba enraizado en su
cerebro, y todavía le cuesta desprenderse de esa forma de pensar. Cada noche me
pregunta lo mismo:
—Bárbara,
¿tú has visto al fantasma? —y se sube el embozo de la cama hasta casi taparse
los ojos.
—Pues
claro —le digo—. Está debajo de esta sábana.
Y
a continuación le hago cosquillas por encima. Él se ríe, pero lo pregunta de
nuevo al día siguiente, y no es para conseguir cosquillas gratis. Amanece
mojado por la mañana, así que sé que los fantasmas imaginarios le rondan por la
noche.
—No
me apagues la luz —me pide. En sus ojos puedo leer el miedo.
—Vale,
te dejo esta lamparita encendida.
—No
cierres la puerta —añade.
—Pero
mira que eres miedoso, Gato. Que ya tienes siete años.
—Por
favor, Bárbara. Por favor —insiste, con la voz quebrada.
—De
acuerdo. Te dejaré puerta entreabierta. Si tienes miedo, o si ves a Quememeo
por aquí cerca, me llamas, ¿vale?
—Vale
—concede al fin.
—Buenas
noches. Que duermas bien.
—Léeme
un cuento —me dice.
—Ya
estás muy grande para eso, Gato.
—Pues
cuéntame un chiste —trata de retenerme.
—¡A
dormir, o te apago la luz!
—No,
no. Ya me duermo. No apagues.
Una
vez saqué de debajo de su almohada un cuchillo que había cogido de la cocina.
Supongo que era para defenderse de los ataques del fantasma. Me asusté. No
quise decírselo a mamá, porque ella no lo habría entendido, se habría puesto
hecha una loca, y acabaría llevando a Gato al psicólogo, al suyo o a otro especializado
en niños meones. Bueno, meones no, que por lo visto llamarles eso les trauma.
Niños con problemas de enuresis. Tuve que buscarlo en el diccionario: Enuresis.
No me extraña que vean fantasmas. Están por todas partes.
Pensé
que a medida que crecía, año tras año, los miedos de Gato desaparecerían. Los
superaría. Los cambiaría por otros. Dejó de hacerse pis en la cama, eso sí.
Menos mal, porque su cuarto empezaba a tener un pestazo a amoniaco difícil de
aguantar. Pero el fantasma no desapareció. Me pregunto si todos convivimos con
fantasmas, problemas no resueltos, miedos irracionales. Me parece que sí. A mí
el fantasma que acosaba a Gato no me parecía que fuera peor que los demás. Al
menos él sabía que estaba allí. Creía verlo. Lo tenía localizado. Los míos, en
cambio, eran más sutiles, cambiantes, y se disfrazaban tan bien que no los
veían ni cuando los tenía delante. Como me pasó con Joaquín. Pero eso es otra
historia. Esos son fantasmas diferentes.
—A
ver, dime una cosa, Gato. ¿Cómo es tu fantasma? ¿Es transparente? —le pregunté.
—Es
feo —me dijo.
—Bueno,
claro. Pero, ¿cómo es su cara? ¿Tiene barba? ¿Es viejo?
—Déjame
en paz.
Parecía
como si el solo hecho de hablar de su fantasma, le diera miedo. O que no quería
compartirlo. O que si hablaba de él, entraría por la puerta. No sé. A veces le
oía susurrar en su cuarto, cuando estaba solo. Hablaba con alguien. No era un
juego, ponía otra voz. Los niños, a veces, hablan cuando juegan, les ponen
voces a los soldaditos, a los superhéroes de plástico, incluso a los
diplodocus, y hacen que se peleen entre ellos. Muchas veces imitan los diálogos
de las películas, o los dibujos animados. Pero Gato hablaba más bajito,
susurrando, como si le estuviera contando algo a alguien que no estaba allí, a
un amigo invisible, o a una parte de su cabeza que se desprendía de él, a un
segundo Gato desdoblado. Más vale que mamá no se enterara, porque entonces
seguro que iba a tener sesiones de psicólogo infantil hasta la mayoría de edad,
bueno eso si no lo encerraba en un… no sé cómo lo llaman ahora, centro de
rehabilitación, frenopático, hospital psiquiátrico. Un manicomio, vaya.
Una
semana más tarde, el día de su cumpleaños, cumplía 8 años, mamá le regaló una
bicicleta. Era preciosa. Hasta a mí me entraron ganas de subirme a ella. Gato
tenía ganas de estrenar su bicicleta nueva. Hasta el día siguiente no podría
correr con ella, pero en casa se subía y se bajaba de ella, como un ensayo del
futuro. Le sacaba brillo al guardabarros, y giraba la empuñadura del manillar
como si fuera el acelerador de una moto.
No
sé de dónde sacó el dinero mi madre, porque desde la muerte de papá no teníamos
mucho. Para mí era un misterio, y mi madre no quería hablar. Era como el
fantasma de Gato: algo que no se ve, pero que existe, que está ahí, sin saber
de dónde viene ni cómo aparece.
Aun
así, la interrogué cuando Gato se metió en el cuarto de baño.
—¿Y
el dinero? —le pregunté a mamá—. ¿De dónde has sacado el dinero para la
bicicleta?
—Cosas
mías —respondió.
—Venga,
dímelo. ¿No lo habrás pedido prestado? —insistí.
—Olvídalo
—trataba de escabullirse.
—Mamá…
—ella me conoce, sabe que soy muy pesada cuando quiero.
—Muy
bien, te lo digo y te callas, ¿vale? Es lo último que dejó tu padre. Se lo
quité antes de morir. No me mires con esa cara. Nos lo debía, ya lo sabes. No
he querido usarlo nunca. Así que al menos que lo disfrute tu hermano.
—¿Era
de papá? ¿Lo tenías escondido desde entonces, desde hace tres años?
Mi
madre se encogió de hombros, y se quedó mirando el trapo sucio que tenía entre
las manos. Parecía dudar de algo. Al final se agachó, abrió el cubo de la
basura y tiró el trapo al cubo.
—A
ver si con la bicicleta sale un poco más a la calle, o al parque, y le da un
poco el aire —dijo mamá—. Sé que tiene pesadillas, aunque no me decís nada. Os
creéis que soy tonta. El fantasma ese le va a sorber la sangre —y después ya no
quiso hablar en todo el día.
040
Esa
misma noche Gato tuvo una discusión fuerte con el fantasma. Mamá estaba viendo
el programa ese de concurso de talentos, a todo volumen, como siempre. Se está
quedando sorda. Gato ya estaba en la cama, hacía ya un buen rato que debía
estar dormido, era tarde, pero le escuché, con susurros enfadados, discutir con
el fantasma. No era la primera vez que hablaba con él, pero sí la primera vez
que discutía.
—Que
no. Que no quiero —le decía a alguien que no estaba allí. Supongo que al
fantasma.
Y
luego oí murmullos, demasiado bajitos, no podía entenderlos. No parecía la voz
de Gato, pero por la puerta entreabierta vi que era Gato, incorporado en la
cama, el que hablaba, el que movía los labios con un susurro inquietante. De
vez en cuando agitaba los hombros para sacudirse algo, para separarse de
alguien, daba un empujón al aire y volvía la cara contra la ventana.
—No
quiero —repetía, ahora sí con su voz, la voz de Gato, pero quebrada.
Puede
que estuviera dormido. Se me pasó por la cabeza que tal vez Gato era sonámbulo,
eso podía tener sentido. No se me había ocurrido. El fantasma era simplemente
eso, un sueño demasiado intenso, y que él incluso hablaba con el fantasma en
sus episodios de sonambulismo. Tampoco sabía qué hacer con un sonámbulo. Me dio
un poco de miedo. Alguna vez alguien, creo que fue Mariam, me dijo que si
despiertas de golpe a un sonámbulo, podías crearle un trauma, o que no pudiera
despertarse nunca, o que le diera un infarto. Mariam siempre ha sido una
exagerada, se inventa cosas, repite lo que lee en las revistas que le quita a
su madre, Qué me dices, Diez Minutos,
Woman, y se lo cree todo, y se acuerda de todo, no sé para qué le sirve
memorizar tantas tonterías, pero a lo mejor tenía razón, yo tampoco era una
experta. Volví a mi cuarto de puntillas y me senté sobre la cama. No sabía qué
hacer. ¿Debería decírselo a mi madre? Mejor no.
Me
separé de la puerta unos pasos, y volví a avanzar hacia ella haciendo ruido,
arrastrando los pies, casi golpeando el suelo con los zapatos, para que Gato me
oyera llegar, para que no se asustara, para que se despertara.
Llegué
hasta la puerta, abrí, de modo aparatoso, y vi que Gato estaba tumbado, de cara
a la ventana. Me acerqué hasta su cama, me incliné sobre él, y vi que estaba
dormido, en posición fetal. O se hacía el dormido. Tenía los morritos apretados
y el ceño fruncido, como papá cuando se enfadaba, cuando aún vivía. Gato había
heredado sus gestos, sus arrugas, su mal genio. Era como él, como las fotos que
tenemos de él cuando era pequeño, más o menos a la misma edad. Papá de pequeño.
Vuelta a empezar. Decidí dejar que descansara. El día había sido muy largo,
para él y para mí, por distintos motivos, y los dos nos merecíamos un descanso.
Volví al salón, a ver un rato el programa de la tele que estaba viendo mi
madre. No lo estaba viendo. Se había quedado dormida, como siempre. Yo era la
única que estaba despierta en la casa. Y el fantasma, tal vez, si Gato tenía
razón.
—Mamá,
despierta, vamos, que te has quedado dormida. Vamos a la cama.
—No.
Déjame. Yo no he hecho nada —me dijo mamá revolviéndose en el sofá.
Otro
retorno a la infancia. Con 17 años me tocaba ser madre de todos, incluso de mi
madre. Hacer de cuidadora no es algo que me gustara mucho, pero no me quedaba
más remedio. Mamá no me habría perdonado que la dejara ahí, y despertarse con
el cuerpo maltrecho de mal dormir.
A
la mañana siguiente era sábado, ninguno teníamos que madrugar. Empezaba el fin
de semana. Me desperté a las nueve y cuarto. Ruidos en la cocina. Si no,
hubiera seguido durmiendo no sé hasta cuándo. Gato estaba acabando de
desayunar, y mi madre le sacaba brillo a una sartén. No le duran nada. Las desgasta,
y eso que ya no usa los estropajos de aluminio con Ajax y lejía. Es muy bruta.
Yo ya he dejado de discutir con ella. Que descargue su furia en las sartenes,
que de eso nos libramos Gato y yo. Lo siento por las sartenes, pero alguien
tiene que pagar el pato.
—Iros
al parque, o a pasear por el campo, que aquí estorbáis. Gato ya tiene
bicicleta, ¿no? —dijo mamá.
Había
dormido en su cama, pero parecía que no del todo bien. Solo tenía 43 años, pero
a veces me parecía que se estaba haciendo vieja muy deprisa. Para ser exactos,
desde que murió papá, hacía tres años casi. Yo digo que desde que murió papá,
lo que ella nos dice. Sé que no murió. Que se fue, sin más, y nos dejó tirados,
pero mamá prefiere decir que se murió. En realidad es como si se hubiera
muerto. El resultado final es el mismo. Yo le dejo que lo diga, y que se crea
que la creo, pero nunca hubo entierro, ni funeral, ni esquelas.
—Buenos
días, mamá —dije antes de darle un beso—. Vaya genio tienes hoy. Déjame
desayunar antes, ¿vale?
—Déjame
—dijo echándose a un lado—. Tengo muchas cosas que hacer.
No
era su día, a saber por qué. Yo ya he dejado de preguntarme cuál es el motivo
de los cambios de humor de mi madre. Mariam dice que puede ser la menopausia,
pero creo que se columpia, porque la menopausia no llega hasta los cincuenta.
Eso creo. Tal vez mamá también soñaba con el fantasma, y se ponía de mala
leche.
041
Mamá
salió de la cocina, y Gato se sentó frente a mí, con una lupa de juguete entre
las manos. Se estudiaba las rayas de su mano, como si pudiera leerlas, como si
allí estuviera escrito un secreto. No estaba muy contento, eso podía notarlo.
Le conozco. Sin levantar la vista me dijo:
—Bárbara,
¿te acuerdas de papá?
Me
extrañó la pregunta, porque nunca hablábamos de nuestro padre. Ni entre
nosotros ni con nadie. Yo pensaba que Gato ya lo había olvidado del todo. Era
muy pequeño cuando murió, cuando se fue. Apenas cuatro años. Ninguno lo
echábamos de menos.
—Sí,
claro —le respondí. No sabía bien qué quería decirme—. ¿Y tú?
—Pegaba
a mamá —dijo sin levantar la cabeza. Y se mordió el labio inferior.
No
supe qué decir. Creí que todo eso estaba olvidado, que Gato no había vivido esa
pesadilla, o que al menos no la recordaba.
—Bueno.
A veces —dije.
—Y
a ti también —dijo Gato levantando la vista, y mirándome a los ojos, casi con
rabia.
No
dije nada. No pude decir nada. Un nudo en la garganta me impedía hablar. Los
recuerdos de mi padre pegando a mi madre, y a mí si me ponía en medio,
regresaron. Gato no era el único que sufría pesadillas.
—Venga,
vamos a dar una vuelta con la bici, que mamá quiere estar sola —le dije.
En
la calle hacía un poco de frío. Pronto llegaría el invierno, y las lluvias. Nos
quedaban pocos días para pasear por las afueras. A mí siempre me gustaba ir a
los acantilados, detrás del cementerio. Era un paseo largo, pero teníamos
tiempo. Desde allí el horizonte se abría ante mis ojos, y el futuro parecía
estar lleno de misterios por descubrir. Gato avanzaba y retrocedía con su
bicicleta, y daba vueltas a mi alrededor, como un perro que no quiere perder de
vista a su dueño. A veces se bajaba de la bicicleta y caminaba junto a mí
durante un rato, en silencio. Pero yo sabía que me quería contar algo.
Necesitaba tiempo, coger fuerzas, y yo podía darle ese tiempo. Era su cumpleaños,
y el día del cumpleaños hay que mimar al que cumple. Ocho años son importantes.
Me acordé de cuando cumplí ocho. Qué fácil era ser feliz entonces. Cuando
llegamos a la cumbre de la Montañeta nos sentamos en la misma roca en la que me
sentaba siempre. El cementerio, y todas las casitas y las calles, a nuestros
pies. Saqué mi paquete de cigarrillos y encendí uno, protegiendo la llama
contra el viento.
—¿Mamá
sabe que fumas? —preguntó Gato. Él sabía la respuesta, por supuesto.
—No.
Y no lo va a saber, porque tú no se lo vas a contar o te mato, ¿vale?
—Pues
claro que no, ¿qué crees?
Nos
quedamos otro rato sin hablar. Gato y yo no necesitamos llenar el silencio a
cada rato. Eso me gusta de él, que siendo tan pequeño sabe estar callado, a sus
cosas, y al mismo tiempo hacerme compañía. Como un perro. Bueno, eso no se lo
voy a decir, es mi hermano, pero tiene algo de cachorro. Creo que nos
parecemos, aunque nos llevemos tantos años. Gato jugaba a matar hormigas dando
patadas en el suelo. La bicicleta estaba tumbada en el suelo, como un juguete
roto.
—¿No
quieres montar más en bici? ¿No te gusta?
—No
es eso. Sí me gusta, pero no la quiero —dijo tajante.
Me
quedé sorprendida. ¿Cómo no iba a querer la bicicleta? ¿Qué niño en el mundo
entero puede no querer una bicicleta? Llevaba años pidiéndola.
—No
entiendo, Gato. ¿cómo que no la quieres? Es tu regalo de cumpleaños, a mamá le
ha costado mucho dinero —dije.
—Es
de papá. Es el dinero de papá —dijo apretando los puños—. Lo dijo mamá, te lo
dijo ayer, lo estuve oyendo. No la quiero —repitió.
—Pero…
—no supe qué decir. No se me ocurrió.
—Que
no —dijo una vez más Gato.
Su
mirada se perdió el fondo, más allá del cementerio. Estaba de pie, y me pareció
que había crecido de un día para otro, que los pantalones se le habían quedado
cortos, que empezaba a dejar de ser un niño.
—Da
igual de dónde haya salido el dinero. La bicicleta es tuya, te la mereces —le
dije, pero sabía que era una batalla perdida.
—Anoche
hablé con él, con papá, con el fantasma —dijo, y me puso los pelos de punta—.
Viene a verme muchas noches. Y hablamos. O discutimos. Me da miedo. Le dije que
se fuera de una vez, para siempre, y me respondió que si se iba se llevaría la
bicicleta. Que era suya. Que era su dinero.
Gato
se quedó en silencio un momento, aguantando las lágrimas.
—Que
se la lleve. No la quiero —dijo Gato—. Se la voy a devolver para que no vuelva,
para que desaparezca de una vez, para siempre.
Y
sin volver a decir palabra, puso en pie la bicicleta y muy despacio,
sujetándola con fuerza por el manillar, se acercó al barranco. Cuando llegó al
borde, se quedó mirando al fondo.
—Cuidado
—susurré, pero no creo que me oyera.
Se
volvió un instante a mirarme, como si me pidiera permiso. Yo le sonreí. Volvió
la cabeza, y empujó la bicicleta por el abismo.
Luego
regresamos a casa en silencio, como tantas veces, con una sonrisa triste apenas
dibujada en nuestros labios.
FIN
042
UF.
QUE NO me digan que no es un esfuerzo escribir, porque sí que lo es. Al menos
para mí. Entrar dentro de los personajes, escucharles hablar, seguirles paso a
paso a través de sus dudas, sin saber muy bien qué van a hacer, o cómo lo van a
hacer, es delirante. Varias veces me han dado ganas de abandonar, de dejar el
cuento a la mitad, porque no sabía cuál era el siguiente paso. Necesito
visualizarlo, situarme en el espacio. Son espacios que conozco, que he
conocido, pero que ya no existen. Es curioso, porque ese acantilado, ese abismo
con el cementerio y la ciudad a los pies de Bárbara y Gato no es otro que el de
la Calle Ciega de Caracas, en la Avenida Casiquiare, donde vivimos de 1964 a
1967. Fueron apenas tres años, hace ya más de 55, y sin embargo debe ser que
los paisajes que se graban en la niñez, a los 9 ó 10 años, son definitivos, son
pirograbados eternos. Es el mismo paisaje que usé, que imaginé cuando escribí El Club del Camaleón, hace más de 25
años, cuando jugaba con Jaime y la Nena, y con Mario y Paolo, y Arturo y María
Milagros, construyendo cabañas y universos por encima de la estación de gasolina
de Chacaíto. El valle de Caracas y el futuro, a nuestros pies. Yo tenía una
bicicleta roja, aún la recuerdo.
He
tenido que levantarme y recalentarme un café en el microondas. Bea está fuera,
en Alcampo, comprando, así que estoy solo en casa, con Alexa sintonizada a la
emisora Kiss Country de TuneIn, con
Smokie cantando.
Twenty-four
years just waiting for a chance
To tell her how I feel and maybe get a second glance
But I never get used to not living next door to Alice.
Acabar
una historia es una sensación extraña de vacío y plenitud al mismo tiempo. Y
eso que solo ha sido un relato de 3000 palabras, apenas el 5 % de este texto
sin nombre. Eso pasa al salir de la escritura del texto, al retomar la vida, como
en las sesiones de psicoanálisis, porque durante la escritura de una historia,
como esa, yo no estoy delante del ordenador escribiendo, yo no estoy aquí,
escuchando la radio e imaginando una historia: estoy caminando al lado de
Bárbara, de Gato y de su madre; les oigo hablar, los veo moverse, en ocasiones
puede que les lea el pensamiento, y desde luego estoy atento a sus gestos, a lo
que cuentan con el cuerpo, los gestos fallidos, y no con la boca. En ocasiones
no lo veo muy claro, está algo brumoso, y me desespero, me tengo que acercar.
Tengo que agudizar la vista, frotarme los ojos que no tengo, concentrarme más.
Y de golpe me entero, al mismo tiempo que lo escribo, que el padre de Gato está
muerto hace tres años, y luego que no está muerto, y que era un maltratador. Y
me entero de las mentiras que se cuentan unos a otros para hacer más llevadera
la vida, y aunque sé que el final Gato va a tirar la bicicleta por el barranco,
eso estaba previsto desde el principio, aún no sé por qué. Hay momentos en que
he querido tirar la bici por la ventana, o por el balcón de un edificio de 12
pisos, que es otro barranco a fin de cuentas. Pero no estoy seguro. Afino el
oído, y poco a poco aparece el paisaje, el barranco, el cementerio, que yo no
tenía ni idea de que estaba allí, no estaba previsto, pero que en el momento que
aparece ya tiene sentido, ¿cómo no va a tener sentido, con un padre
muerto/desaparecido? Y muy despacio me entero de por qué Gato tira la bicicleta
por el barranco. Para eso he tenido que seguirlo de puntillas, escribir detrás
de su estela. El cuarto de baño donde se mete, desde donde oye a su madre
hablar con Bárbara acerca del dinero, era el de Goya 118, anterior a Caracas,
por allá por 1961 ó 1962, hace casi sesenta años, cuando yo tenía más o menos
la edad de Gato, entre siete y ocho años. La identificación con los personajes
también funciona así: yo les presto mis paisajes, mis recuerdos, mis fantasmas.
O ello me los roban, tanto da, es un viaje siempre en las dos direcciones. ¿No
decía Borges que un texto de más de 50 páginas es siempre autobiográfico? Pues
eso: aquí estamos.
No
quiero releer el relato incrustado líneas arriba, porque eso significaría
empezar a corregirlo, y por una vez mi objetivo con este NaNoWriMo es seguir,
sin mirar atrás. Romper el espejo retrovisor y apretar el acelerador de la
escritura. ¿Para qué? Pues no lo sé. ¿Por qué no? ¿Por qué sí? Esas son
preguntas que ralentizan, que pretenden detener el proceso y activar los
mecanismos del bloqueo. No leo el relato, pero estoy casi seguro de que es
bueno, No sé si comercial o no. No sé si los críticos estarán a favor o en
contra, y casi me da lo mismo. Hombre, si dicen que está muy bien, que es
genial, pues mejor que mejor, porque siempre las críticas positivas se reciben
mejor que las negativas. Pero lo que sé, y es por eso que me gusta, es que ha
sido un relato nacido del interior, o descubierto, o dictado por las musas o
los personajes.
No
sé cómo se entra en ese espacio transicional, en ese cuarto de juegos de la
escritura, en esa casi trasposición y esquizofrenia. No conozco los mecanismos,
ni me importan, pero conozco el camino. No es la primera vez. Sé dónde está la
puerta, qué pomo girar. Solo tengo que empezar a escribir, insistir, forzar la
máquina de la creatividad. Comer y rascar, todo es empezar, decía el doctor
Blanco. Eso me pasa a mí. Pero también me pasa, como con la gimnasia, con el
deporte, que si no lo hago me voy entumeciendo, me va dando cada vez más
pereza, lo abandono. Ese pequeño esfuerzo de traspasar la puerta del mundo real
al mundo imaginado a veces es enorme. Casi da miedo. ¿Qué habrá al otro lado?
¿Y si no sé volver? ¿Y si lo que escribo es muy malo, y mis amigos dejan de
hablarme, y Bea deja de quererme? ¿Y si ya no sé hacerlo, si ya no sé escribir,
si soy una estafa? Eso está siempre presente. A muchos autores les pasa, y les
hace sufrir tanto que hasta se suicidan, porque no pueden soportarlo. Vale, a
lo mejor el suicidio ya estaba en su sangre desde antes de escribir, y fue la
escritura la que durante algún tiempo al menos les salvo la vida. Esa versión
es más creíble. O las dos. “No se puede decir nada sin contradecirse”, decía
Lacan, y yo, que no lo sabía, descubro que soy lacaniano.
El
mismo argumento que me hizo disparar el relato. “Siguiendo los consejos de un
fantasma, Gato, hermano pequeño de Bárbara, tira su bicicleta por un
acantilado”, en otras manos habría sido un relato totalmente diferente. Y en
mis propias manos, escrito en otra época. Es curioso, pero ese argumento se lo
he cedido a mis alumnos de Escritura Creativa durante dos décadas, y no
recuerdo ningún desarrollo que ni siquiera de cerca se pareciera al que yo
acabo de escribir. Leo esta mañana en El País unas declaraciones de Andrés
Trapiello: “No hay vidas más importantes que otras, hay vidas bien o mal
contadas”. Las vidas de Emma Bovary, Ana Orozco y Ana Karenina no fueron
importantes, quizá ni existieron, pero Flaubert, Clarín y Tolstoi las contaron
bien, hasta convertirlas en universales.
Argumento
para una vida corta (vida, no novela): Sé feliz, vive y deja vivir. Si la vida
es larga ya no puede ser así. Tendrás que añadir besos y bofetadas. Si ya solo
con tres mil palabras hay que agacharse para esquivar las balas, imagínate con
una vida de ochenta y dos años, que de media desenreda diez mil palabras al
día, 300 millones en total, y más del doble en el caso de las mujeres. Mejor ni
te cuento.
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