Los esqueletos (continuación)
Primera parte: Fragmentos de una autopsia (de 004 a 006)
004
ALGUNAS VECES HAS tratado de
imaginar cómo fue la infancia de Tito, Javier o Coke. Tú no estabas allí, no
naciste hasta once años más tarde, y cuando llegaste ya había siete camas en
casa, además de la de Salud, la de Blasa, y la de tus padres. Aquello era una
residencia. O un orfanato, porque tu padre se atrincheraba en el despacho, y ya
podían caer bombas que él de allí no salía. Tu madre montaba una barricada en
el pasillo para que ninguno se acercara al Sancta Sanctorum. Algunas
veces te escondías en el despacho bajo la mesa de caoba, buscando protección, y
te quedabas dormido allí hasta que tu madre te sacaba a escobazos. Te tocó la
décima parte de un padre ausente. ¿Por qué no decir que fuiste huérfano? Tu
madre tampoco estuvo allí siempre contigo. Es imposible. Las cuentas no
cuadran. Sus tetas estaban secas después de tanto mamón hambriento que te
precedía. A la cama sin cenar. Por eso te preguntas cómo serían tus padres jóvenes
cuando aún no habían cumplido los treinta años y tenían como mucho uno, o dos o
tres hijos; Tito, Javier y Coke. Cuando se sumaron Nacho, Jorge, Zalo y la
Nena, tú aprendiste a esconderte bajo la mesa.
Tu hermano Tito, el mayor, el hereu, se quedó viudo tres años antes de
casarse, en el 64, con veinte años recién cumplidos, cuando le prometió a
Emilia que le pediría la mano el día en que regresarais de Venezuela. El novio
viudo. Tito siempre quiso ser piloto de aviones, y en Caracas se compró una avioneta
de juguete con un micromotor de gasolina que giraba a su alrededor tensado por
una cuerda. La avioneta se movía, hacía ruido, olía a combustible, daba vueltas
sin parar, pero jamás podía alejarse más allá de los cuatro metros de cuerda
que la conectaba con la mano de Tito. Una avioneta cautiva, un avión/cometa, la
metáfora exacta de su vida. Emilia, aragonesa de Calamocha, compartía piso en
Madrid con una numeraria del Opus Dei, y esperó tres años cantando la copla La niña de la estación, hasta que Tito
regresó y ella le exigió el cumplimiento de la promesa. Tito pertenece a esa
estirpe de varones sometidos a mujeres dominantes, copias edípicas de tu madre,
y aún tuvo que esperar otros veintitrés años para regresar a su estado natural
al enviudar de nuevo, cuando Emilia ya le estaba pidiendo el divorcio. Una vez
cumplido el ciclo reproductivo, vendió la casa, se sacó el título de piloto, se
compró dos aviones idénticos, y se arrinconó en la cama nido del despacho de tu
padre durante años de penitencia. Dos aviones para jugar a escapar, para no
moverse. Si buscas la parálisis, cómprate un avión. O dos, para estar bien
seguro.
Para ti la infancia es un
territorio enemigo, poblado de hermanos gigantes apostados en las esquinas, un
cuartel de infantería en el que te tocó ser el penúltimo recluta. Qué suerte,
diez hermanos. Aprendiste a sobrevivir en la selva escarbando por debajo del
manglar de brazos que crecía en las orillas de la mesa para robar galletas
María untadas de mantequilla y azúcar. Zalo era tu hermano mayor, el referente
próximo, el tutor invisible, pero Zalo también era el enfermo del corazón, la
promesa de la muerte. ¿Y qué hay después de la muerte? Tú estás después,
Enrique, bobo de Coria, tú eres el zombi, el que sobrevive a los muertos,
Que sí, que tu mamá te quiere
y te cuida desde el más allá, te guarda un sitio a su lado, muy cerca de las
once mil vírgenes (¿o eran las once mil vergas?), e incluso está haciendo
presión en los círculos de Dios para que te conceda un sillón eterno y acelere
los trámites del purgatorio de forma que no pases allí más de cinco o seis
millones de años. ¿Qué es eso comparado con la vida eterna? Peccata minuta. Incluso está dispuesta a
venir a buscarte si tardas mucho. Se comprende que tú no tengas prisa, y que en
todo caso le pidas a tus hermanos mayores, a Tito, a Javier, a Coke, que abran
paso y te cuenten qué tal les va en su viaje a la muerte, y su reencuentro con
tu madre y tu padre. Tu madre es como tu novia. Un Edipo como un piano. Aunque
tu caso no es tan extremo como el de Coke, el ojito derecho de tu madre, que
estaba llamado a ser el cura, el hijo sacerdote. ¿Cuántas veces recuerdas de
niño rezar el rosario en el mes de mayo, mater
amantisima, ora pro nobis, Kyrie Eleison, Christe Eleison, y
finalizar con el ruego de tu madre, a quien corresponda, de obtener la gracia
de un hijo sacerdote? Después, a empujones por el pasillo, vosotros tratabais
de quitaros el muerto de encima.
—A mí déjame en paz, que yo no
quiero la gracia de ser cura. Que lo sea Coke, que es el bueno.
Coke a lo más que llegó en su
camino a la santidad eclesiástica fue a recorrer el camino de Santiago dos
veces, una a pie y otra en bicicleta, para redimirse a los ojos de tu madre.
Eso, y mantener una amistad indestructible con Aúpo, el dominico compañero de
pupitre en la Escuela de Arquitectura. Así que, a pesar de las rabietas de tu
madre, Coke se casó dos veces. Sólo al morir tus padres Coke recuperó los dos
anillos nupciales de los dedos de tus padres, y ahora por fin él lleva puesta
la alianza de tu padre, con el nombre de tu madre grabado en su interior,
mientras Lucía lleva el anillo de tu madre, por fin casada con su hijo Coke.
Javier también dejó una novia
en Torrelodones. La primera novia del último verano antes de vuestro traslado a
Caracas. Se llamaba Esperanza, y era la hija de los guardeses de la casa. Una
descarada. La vergüenza de la familia. Según tu madre, esa golfa quería enredar
a Javier para infiltrarse dentro de una estirpe con posibles. Sería por eso,
porque el dinero no abundaba en tu casa. Ni en la tuya ni en la de casi nadie,
a decir verdad. Había que moverse rápido antes de que Esperanza se abriera de
piernas y anunciara estar embarazada. Según tus hermanos mayores esa fue una de
las razones que motivaron el traslado de Madrid a Caracas: un coño hambriento,
un coño castrador, como se pudo ver en la continuación de la historia sexual de
tu hermano.
Javier no solo se quedó sin
follar ese verano de sus dieciocho años, sino que fue virgen hasta los treinta
y cinco. Es complicado de entender, porque se casó a los veinticinco, pero no
perdió la virginidad hasta después de haberse divorciado. Su ex mujer, Betty,
la hija menor de unos amigos de tus padres, Carlos y Rosa, del Movimiento
Familiar Cristiano de Caracas, está cerca de cumplir los setenta, y es la
primera divorciada virgen de la que jamás hayas tenido noticia. Se casaron con
prisas, porque Javier tenía unas ganas locas de arrancarle las bragas. Betty,
la ninfa, era menor que Javier. Mucho menor. Tan menor que tuvieron incluso que
esperar a que a Betty tuviera la primera regla para que sus padres aceptaran el
noviazgo. El padre de Betty, el dentista Carlos, no veía con buenos ojos que su
hija tuviera un novio antes de abandonar la infancia biológica. Sus prevenciones
tenían sentido, porque Javier no pudo jamás consumar el matrimonio. Impotencia
psicológica. Una agonía en la que gastó años de psiquiatras, blasfemias y
plegarias. A partir de entonces se hizo comunista. Tu padre se lo llevó de
putas, a ver si las barraganas lo curaban con sus caricias sabias y sus coños
amaestrados, pero no hubo manera. Betty y Javier intentaron follar en tres
continentes, y al final Javier devolvió intacta a su mujer a casa de sus
padres. Ya no habría nietos en casa de los Chirinos. Desde entonces Betty vivió
con su madre a la sombra del Pico Bolívar, en San Pablo de los Andes,
preguntándose con rabia cómo ha sido posible que saltara de la primera regla a
la menopausia, con matrimonio y divorcio incluido, y todavía sea virgen.
Después de cinco años de
matrimonio blanco, pactaron el divorcio y Javier regresó a Madrid. Abandonó su
puesto de profesor en la Universidad Simón Bolívar, cerró dando un portazo su
apartamento de Las Mercedes, en Caracas, sacó un billete de avión, y sin despedirse
de nadie se instaló casi un año en el hotel Riverside de Nueva York. Allí tuvo
que ir a buscarlo y rescatarlo Coke, cuando su economía ya no le permitía
pagarse ni un billete de autobús, y se lo llevó a rastras hasta Madrid.
Una vez instalado en una
corrala de la calle Mesón de Paredes, Javier volvió a hacer lo único que le
aliviaba el dolor: ser otro a través del teatro. Durante los cuatro años
siguientes hizo monólogos, cabaret, teatro ambulante y agitación callejera,
hasta que se acopló a Teatro Cero, heredero de Los goliardos, para representar Amor
de Don Perlimplín con Belisa en su
jardín por toda Andalucía. Fue ese verano, a los 35 años, con cinco porros
bien cargados de marihuana, cuando después de la función entró en la camioneta
una de las espectadoras, Carmen, la sevillana. La obra le había encantado. Se
pasó con Javier a la parte de atrás, se puso en pelotas, y consiguió lo que ni
su mujer, ni la psiquiatra, ni la enfermera tetona de la psiquiatra, ni las
veinte putas de las Torres del Silencio habían conseguido hasta ese momento:
echar un polvo, mondo y lirondo.
Él dice que no lo recuerda,
pero hubo testigos de lo que ocurrió esa noche, porque los otros cuatro
miembros de Teatro Cero estaban también dentro de la camioneta tratando de
dormir sin conseguirlo. Javier tenía un atraso de orgasmos notable, y no dejó
salir a Carmen de la furgoneta hasta que la polla le empezó a escocer de tanto
empujar. Vaya descubrimiento, en pleno destape y auge de la movida madrileña, a
finales de los años setenta. Muerto el dictador, se acabó la rabia. Javier se
llevó a Carmen en la maleta de regreso a Madrid, sin dejar de follar en
Despeñaperros, a la sombra de las tinajas de vino de Valdepeñas y en la
estación de trenes de Alcázar de San Juan. Luego, en la casa corrala de Mesón
de Paredes, se atrincheraron durante quince días monotemáticos, en los que solo
hubo tiempo para fornicar, telefonear a Telepizza, y dormir de tanto en tanto.
Jorge compartía piso con Javier, y aún recuerda el maratón del desquite. Roto el
tapón, llegó la fiesta: hizo tríos con la hermana pequeña de Carmen, se afilió
al POE (Partido del Orgasmo Esmerado), se zambulló en orgías de peyote y sexo
en casa de Daniel Ossenbach, y acabó ejecutando el primer show erótico de la
democracia en la calle San Mateo con entrada exclusiva para las mujeres: Solo para ti, encanto. Sobre el
escenario de Lady Pepa, los primeros
actores porno del momento hacían juegos malabares con la polla antes de
sodomizar espectadoras.
005
Frente a la mesa del despacho
de tu padre había un arcón castellano, y sobre el arcón, un quijote de metal a
galope sobre una peana de mármol. El quijote era tu padre, ¿quién si no?, y
dentro del arcón habitaba El Libro.
—¿Dónde está papá?
—preguntabais a veces, para confirmar que aún seguía vivo.
—Está en el despacho. No le
molestes, que está escribiendo El Libro —decía tu madre.
Y regresabais a jugar con la
flota de barcos de papel, a torturar insectos, o a disparar garbanzos con el
tirachinas.
El Libro de tu padre era la
promesa de inmortalidad. Cuando acabara el Libro, se habría terminado por fin
la trilogía del Universo, y a partir de ese momento existiría El Antiguo
Testamento, el Nuevo Testamento, y el Testamento de Hormigón, que los incluye y
los domina a todos. Si Dios hubiese utilizado hormigón en lugar de tierra y
agua, el mundo habría sido un lugar mucho más seguro.
Tú eras muy pequeño cuando un
sábado por la tarde Javier os hizo una demostración de cómo funcionan los
paracaídas atando a las patas delanteras del gato Bartolo una bolsa de plástico
de Simago. Después lo tiró por el balcón. Y funcionó perfectamente. Más difícil
fue capturar de nuevo al gato, que no tenía ganas de volver a casa. Una hora
después tu madre llegó a tiempo para rescatar a Nacho del mismo balcón al que
se había encaramado mientras se agarraba con todas sus fuerzas al mango del
paraguas abierto de tu padre. Si el gato había podido, él no iba a ser menos.
El tranvía 47 pasaba por
delante de vuestra casa. Era divertido poner chapas de botellas en los raíles,
y esperar a que el tranvía las transformara en delgadas láminas de hierro. Si
alguno tenía una moneda de cinco céntimos, también podía duplicar su tamaño y
su valor al ser prensada por el tranvía. Pero lo que te resultaba más
emocionante era depositar insectos en las vías, a pesar de que el resultado
final nunca fuera visible. Necesitabas paciencia y buen pulso para arrancarle
las alas y las patitas a la mosca, una a una, utilizando las pinzas de depilar
de tu madre. Después colocabas la mosca viva sobre el riel de la vía y
esperabas a que pasara el tranvía. Era importante, eso sí, que la mosca
estuviera mirando en la dirección en la que llegaba el tranvía, para que
pudiera verlo bien cuando se acercaba. Tú te quedabas observando a la mosca
inmóvil que miraba al tranvía, y tratabas de descifrar la cara que ponía. La
misma que se te ponía a ti cuando, jugando a fútbol, el azar colocaba el balón
a tus pies y veías a tus hermanos corriendo hacia ti para quitártelo.
Desde hace sesenta años todos
los niños han crecido viendo dibujos animados por televisión. Tú no. Y no es
que la televisión no existiera cuando eras pequeño, sino que tus padres, en un
ataque de fundamentalismo cultural, decidieron que ver televisión era malo para
la educación y la salud de los niños, porque dejaban de leer, de jugar y de
imaginar. Así que tomaron una decisión drástica: no comprar ninguna televisión
hasta que el más pequeño de sus hijos, tu hermana Peancha, fuera mayor de edad.
Y lo cumplieron. Aún no sabes si hicieron bien. No es que se lo reproches, pero
años después no tuviste huevos para negársela a tu hijo.
Así que tuviste una infancia
desconectada. Pero como erais diez hermanos, la diversión en casa estaba
garantizada. Los sábados por la tarde os dedicabais a montar las vías del tren
por toda la casa: pasos a nivel, puentes, cruces, desvíos, túneles, vías
muertas, estaciones y viajeros a la espera del convoy. No sabes qué cantidad de
metros recorrían aquellos trenes, pero era una obra de ingeniería que
necesitaba el concurso de los diez hermanos, y la asesoría, cada media hora, de
un ingeniero de caminos: tu padre.
Al llegar la noche os
acostabais exhaustos. Sólo tenías fuerzas para sintonizar la radio, y escuchar
embobado las historias de El gato con
botas, Los siete cabritillos, o El
sastrecillo valiente en Radio Nacional.
—¡Garbancito! ¿Dónde estás? —llamaban sus
padres a voz en grito.
—¡Aquí estoy! ¡En la tripita del buey, donde
ni nieva ni llueve!
Después de saltar de cama en
cama y reventar los muelles de algún colchón, tu madre os metía con dos azotes
bajo las sábanas, apagaba la luz y os dejaba, a los pequeños, cautivos en las
manos de tus hermanos mayores, especialistas en cuentos de terror nocturno.
Al día siguiente, tras abrir
de par en par las ventanas y tender los hules para diluir el olor a amoniaco de
ocho varones enuréticos, empezabais a jugar con el tren.
La merienda con galletas,
chocolate Elgorriaga y miel de la
Alcarria. El domingo por la tarde teníais que desmontar el tren, un país
completo, con ríos, pueblos y montañas, cosido por una red ferroviaria
construida y desmontada por vosotros, los huérfanos del televisor. Las vías
rectas con las rectas, las curvas con las curvas, las montañas de corcho del
belén, a las cajas. Y todo ello, con vagones, puentes, soldados, los dinkytoys de Coke, los indios de Zalo, y
el fuerte vaquero de Jorge, al altillo. Hasta el sábado siguiente.
En Caracas, a mediados de los
años sesenta, vivía un millón de personas dentro de la ciudad, y novecientos
mil desheredados en los ranchitos de las afueras, a partir de Petare, y por
debajo de la cota mil, en las faldas del Ávila. Los adecos, con Raúl Leoni al
frente, habían vuelto a ganar la presidencia frente a los copeyanos. Por las
noches, desde las colinas de Bello Monte, tú veías cómo se encendían las
ventanitas del hotel Humboldt que coronaba la cumbre, y soñabas con subir en
teleférico hasta su azotea, para tener el valle de Caracas a tus pies. En el
patio del colegio jugabas a las adivinanzas:
—¿A que no te sabes el nombre de dos animales
que tengan las cinco vocales dentro de su nombre?
—Yo me sé uno: murciélago.
—Vale, ¿y el otro?
—No lo sé.
—Pues yo sí: Raúl Leoni.
El que perdía le tenía que dar
al otro un cachito, una corteza de no sé qué planta en forma de ameba, entre
garra, media luna y lágrima, que nosotros pulíamos durante horas, y después
abrillantábamos y oscurecíamos con aceite, para hacernos colgantes y llaveros.
Hacía tanto calor, que vuestra
casa tenía un salón con solo tres paredes; la cuarta estaba abierta al jardín,
al cerro del Ávila, y a la cumbre de los edificios que sobresalían más allá de
Chacaíto. Uno, en especial, refrescaba cada noche nuestra imaginación, y no
porque el edificio tuviera nada de especial, sino porque sobre el tejado de
aquel rascacielos había un anuncio luminoso de helados que parpadeaba sin
cesar: “Fiesta empieza con Efe”. Un helado, por favor, un polo, un raspado, lo
que sea. A media tarde pasaba por la puerta de la quinta Loló, en la avenida
Casiquiare, el carrito de helados y raspados cuya música aún recuerdas. Por un
mediecito podías tomarte un cucurucho de hielo regado con sirope de frutas. Tus
raspados preferidos eran los de tamarindo, grosella, y fresa con leche. De
mango no, porque teníais cuatro árboles de mangos en casa, y regalabais sacos a
todo el que pasara por la calle.
Fue en Caracas donde
descubriste la televisión. Mientras en España, en 1964, solo emitía TVE algunas
breves horas de la tarde (la segunda, el UHF, aún ni siquiera existía), en casa
de tus vecinos podían ver el canal 5, Venevisión, el Canal 8, Radio Caracas
Televisión, y el Canal 11. Suena extraño visto desde ahora, pero Venezuela en
1965 era un país mucho más avanzado que España, que se ufanaba de ser un país en
vías de desarrollo. Diez años antes de morir Franco, tus hermanos y tú
viajasteis en el túnel del tiempo a bordo de un DC-8, y durante tres años
convivisteis con los partidos políticos, la libertad religiosa, el divorcio, la
libertad de información, la pluralidad televisiva y las playas del Caribe.
006
El 1 de enero de 1961, en el
salón de casa de tus tías, a las cero horas y quince minutos, dos locutores de
televisión, tal vez José Luis Pécker e Isabel Bauzá, mostraron a todos los
españoles que tuvieran televisor (que no eran tantos), que el año que se
iniciaba, el de 1961, se podía leer del mismo modo al derecho y al revés. Y
para demostrarlo, frente a la cámara de televisión pusieron patas arriba al
tarjetón en el que habían escrito los números 1961, y chan-ta-ta-chán,
efectivamente, volvía a poner 1961. Eso sí, a condición de que los dos números
uno fueran palotes simples, sin cabeza y sin pie. Tú ni siquiera habías
cumplido los seis años, pero ya conocías los números a la perfección, y aquel
truco de magia matemática te pareció tan asombroso, que se lo repetiste a todos
tus hermanos, que eran muchos y no te hacían mucho caso, hasta que te metieron
en la boca un calcetín usado de Zalo para que te callaras. Pero del truco aún
te acuerdas, porque aquellos locutores dijeron que eso no volvería a suceder
hasta cuatro mil años después, en el año 6009. No es el recuerdo más antiguo
que tienes, pero sí el mejor fechado.
Más antigua es la memoria que
guardas de cuando eras un bebé, memoria sensorial en la que te descubres
braceando en la cuna, llorando, hundido en una sima con barrotes verticales, en
un charco de sabanitas blancas donde, a veces, encontrabas un sonajero, un
chupete perdido, o el dedo de un pie que aún no reconocías como propio. Ese
recuerdo solo apareció con los ojos cerrados, tumbado en el diván del doctor
Blanco, después de un mes de sesiones tormentosas. Crees que llegaste a llamar
a tu madre, mamá, mamá, con vocativos de angustia. No te dolía nada, no estabas
mojado, no tenías hambre, pero un vacío estallaba ante ti y unos bracitos carnosos
pasaban de cuando en cuando por delante de tus ojos. Aunque eran tus brazos, tú
no lo sabías. Te faltaba algo, y no eran brazos: era tu madre, su vientre, la
cueva, el calor, la protección final, el nirvana, el placer total. Tú no
querías estar en esa cuna. ¿Dónde estaba tu placenta? Sesenta y cinco años
después sigues durmiendo acurrucado, apretado bajo un edredón que no palpita,
añorando el regreso.
Bea te lee, y frunce el ceño
preocupada:
—¿Te trato mal? ¿Echas de menos a tu madre?
Le dices que no, que tu madre
era como todas las madres, o sea, una pesada y una lianta.
Zalo estaba cansado. No quería
seguir viviendo. El corazón ya no le daba para más operaciones. Ya llevaba tres
encima, con la válvula aórtica y la válvula mitral, una de platino y la otra de
corazón de cerdo.
—Un cerdo. Eso era. Se merecía
tener no solo una válvula, sino todo el corazón de un cerdo.
El corazón de cerdo es el más
parecido al del hombre. Por algo será. Puede que todos los hombres tengáis
corazón de cerdo, porque no van a ser los cerdos los que tengan corazón humano.
Vale: Zalo tenía válvulas de corazón de cerdo, y estaba en las listas de
trasplantes.
Te pidió que le acompañaras a
Londres para visitar al doctor Ross, el primero que le había operado,
veintitrés años antes, cuanto Zalo apenas tenía dieciocho años y tú quince. En
esa primera operación también estuviste en Londres con él. En su primer viaje a
Londres por el corazón, y también en el último. En Londres, en el primer viaje,
agosto de 1970, hacía un calor espléndido. Mientras Zalo estaba convaleciente,
tú recorriste el mercado de Petticoat
Lane, Regents Park, Carnaby Street (principios de los años setenta, en
plena explosión hippy), Hyde Park y el Museo de Madame Tusseau. Te compraste el
Let it be de los Beatles que aún no
se había editado en España, y una camisa hippy gigantesca con mil colores
dibujando un corazón. Fue tu sotana contestataria durante tres años, hasta que
los colores se desdibujaron por las lavadoras intensivas de Salud.
En el último viaje, en 1992, Londres
era una ciudad invernal, azotada por la lluvia. Zalo te engañó, y por la
mañana, cuando os encontrasteis en la sala de desayunos de aquel Bed and Breakfast cerca de Victoria
Station, te dijo que él se había levantado muy temprano, y había acudido a la
consulta del doctor Ross para que le revisara y le pusiera en la lista de los
trasplantes. Y que Ross le había dicho que sí, y que muy pronto podría hacerle
el trasplante. Se te atragantó el desayuno por el embuste. Zalo no se atrevió a
mirarte a los ojos.
Mentía. Estás seguro de que te
mentía. Ni Zalo dominaba tan bien el inglés, ni era madrugador, ni le había
dado tiempo, ni tenía sentido ir solo al hospital y hacer todas esas gestiones
rápido, antes de desayunar. Zalo mentía, y en ese momento supiste que había
decidido dejarse morir sin pelear. Que estaba preparando su muerte. Estabas en
Londres con el cadáver de tu hermano caminando a tu lado por Oxford Street, por
el Soho, y junto a los titiriteros de Covent Garden. Nunca una ciudad te pareció
más triste. La misma ciudad que veintitrés años antes te había abierto los ojos
a otros mundos, ahora se llevaba a tu hermano mayor, tu hermano espejo, tu
referente, que te mentía para no decirte que ya estaba muerto.
Trataste de convencerle
durante los dos últimos meses. Que se fuera a la República Dominicana, que
abriera una clínica en Madrid, que se dedicara al contrabando. Lo que fuera
menos morirse. Pero no quiso. Zalo quería morir. Firmó unas cuantas pólizas de
vida después de regresar de Londres. Le salieron carísimas, pero más caro lo
pagó la aseguradora. Todo previsto. Zalo incluso redactó el testamento
manuscrito antes de salir de casa, y se lo dejó a su abogado crápula, ¿cómo se
llamaba? Chano, Chavo, Chucho, Chochi, ya no te acuerdas, pero era algo así, un
nombre pijo.
No quieres culpar a nadie de
su muerte, pero necesitas echarle la culpa a alguien. Hay un hermano que no ha
vuelto a estar contigo en ninguna fiesta más. Hay un hermano muerto, y no
sirven otros, da lo mismo que haya ocho más, como si hay doscientos. Porque él
no era un hermano, sino tu hermano, el hermano mayor, el único que se llamaba
Zalo, y el único al que le hacías confidencias. Ya no está, y a ti te gustaría
que estuviera ahí al lado, da igual cómo, callado o protestando, te da lo
mismo, haciendo negocios con tu madre, o timando a una agencia de viajes con
cheques de viaje duplicados. Tú ya no eres nadie para juzgar, y de él
aprendiste una frase que has repetido mil veces después:
—No tengo por qué ser objetivo
con mi hermano.
Eso no te toca a ti. Que lo
sean todos los demás, los otros seis mil millones de seres humanos, pero tú no.
Él nunca necesitó tu justicia, sino tu apoyo sin condiciones.
Desde entonces has visto cómo
todos tus hermanos, los que quedaban vivos, de pronto estaban heridos de
muerte. Heridos por la muerte. Los diez hermanos erais como el misterio de la
Trinidad: un dios que es uno y trino, un cuerpo que es uno y diez, con veinte
brazos, veinte piernas, dos coños, ocho pichas y doscientos dedos. La amputación
de dos piernas, dos brazos, veinte dedos y una picha no es una espinilla que
revienta y que cicatriza. En absoluto. Es un navajazo que nunca cesa, un brazo
que se gangrena en el costado sin que puedas extirparlo, un vacío que jamás se
llena. Es la muerte, tu propia muerte, que está ahí adelantándose un puñado de
años para joderte bien mientras estás vivo. Ahora mismo de Zalo solo queda
ceniza de huesos sumergidos en el mar, y una válvula de platino indestructible,
la válvula mitral, que le sobrevivirá a él y a ti mil años más, cuando no quede
ni el polvo lejano de los huesos de los nietos que aún están por nacer.
(Continuará)
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