sábado, 15 de junio de 2024

Los esqueletos (continuación) - Segunda parte: Kale borroka (de 047 a 050)

Los esqueletos  (continuación)  

Segunda parte: Kale borroka (de 047 a 050)



047

ME GUSTARÍA SEGUIR escribiendo, incluso a este ritmo, después del 30 de noviembre. No sé si lo haré. Ya sé que es como decir: me gustaría mantener en el tiempo este comportamiento compulsivo. Es algo enfermizo, pero la escritura es un poco eso: una enfermedad, una compulsión, una drogadicción. Es posible que sea como las endorfinas para los deportistas, o la metadona para los yonquis. Bueno, metadona no, que esa no te hace alucinar, solo te quita el mono, dicen, pero con la heroína sí que alucinas, como con la escritura.

Y puestos a pedir, porque ya se acerca la Navidad y los Reyes Magos, me pido que antes del 30 de noviembre haya un plan, plot, argumento para la próxima novela. Eso tal vez es pedir demasiado. No puedes pedir que te toque una casa en una rifa, y que encima esté amueblada y tenga vistas al mar. El que quiera peces, que moje el culo.

Media hora para desayunar. I’m back. Tal vez la clave, al menos de momento, sea la de no leer lo que uno escribe, no volver la vista atrás. ¿Acaso alguien se escucha después de hablar? Eso no pasa ni cuando hablas por la radio y te dan la grabación del programa. Menudo coñazo. A no ser que sea una canción que quieres lanzar, o un discurso muy importante (¿existen discursos importantes?), o un vídeo en Youtube. Pero si la escritura se acerca a la oralidad, o a la memoria oral, como casi se pretende aquí, tal vez el peaje a pagar por no detenerlo, es no revisarlo, no darle marcha atrás para releer lo escrito. Tampoco es verdad que yo pretenda que esto sea una trascripción de la memoria oral, a pesar de que lo he dicho hace tres líneas. Sigo sin saber lo que es esto, y ese no saber, el desconocimiento, me permite escribir, y que salga el sol por Antequera.

Te has olvidado de Chitín, y del posadero de Hervás, y de tu primer profesor de métrica, Manuel Esgueva, y del torturador del Sagrado Corazón, el Porky, y de la primera vez que te bañaste desnudo en el Pantano de San Juan, cerca de la casa de Quico, las primeras manifestaciones antifranquistas, el viaje a Guisando con los amigos de la facultad, el descubrimiento de León Felipe y Walt Whitman, la pérdida de la virginidad (que se pierda, que se pierda, deberían llamarlo el encuentro con el placer, y no una pérdida), la primera vez que leíste poemas en público, los primeros libros, los encuentros con lectores, los cientos de vídeos grabados y editados, las miles de clases impartidas, el día que nació Elías, el día que se murió Gonzalo, cuando hiciste parapente, y los viajes, los cientos de viajes por todo el mundo, los hoteles, las calles, los mercados, las comidas, la gente, los encuentros, los paisajes, los descubrimientos, lo insólito, lo asombroso.

Son vidas infinitas que jamás podré retratar, ni lo necesito. Vidas infinitas que he vivido, que he disfrutado, y que han hecho de mí lo que soy ahora mismo: un hombre feliz, satisfecho de haber vivido, de haber hecho más bien que mal. Dejo atrás una pequeña herencia de consejos para escribir y vivir, que sigue siendo lo mismo. Al volver la vista atrás se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar. A decir verdad, si tuviera que volver a empezar, haría lo mismo, pediría vivir lo mismo, pero no dos veces. Que me borren la memoria. Con vivir una vida, ya es suficiente. Que me borren de la lista de las reencarnaciones, que no quiero reencarnarme en nada, ni vivir más vidas, ni repetir la que ya he vivido, ni dejar de haber vivido la que he vivido, desde luego. No quiero más, pero tampoco menos. Quiero lo que he tenido, con limón y sal, que dice Julieta Venegas.

¿Será eso la aceptación de lo que soy? ¿Será una rendición? ¿Conformismo? Lo que tú digas, como te sientas más cómodo a la hora de etiquetarme. Cosa tuya. Yo me quedo con mi vida, y punto. También he aprendido que todo se puede llamar de dos maneras diferentes, como mínimo, y las dos maneras son la misma, pero con valoraciones opuestas, divergentes. Te has rendido/aceptado a ti mismo. Eres un cabezota/perseverante. Eres muy consecuente/de ideas fijas. Eres muy flexible/chaquetero. Eres muy sentimental/llorica. Estás enamorado/encoñado. Eres poliamorosa/putón. Revolucionario/terrorista. Religioso/meapilas. Curioso/cotilla.

Al mismo tiempo que me niego a releerme, a volver la vista atrás, siento una cierta curiosidad morbosa. ¿Qué habrá escrito este tío de mí? ¿Y de los demás? ¿Me habrá sacado con mi mejor perfil, con mi mejor sonrisa? ¿No habrá dicho aquello que le conté, que no lo sabe nadie? Por favor, qué vergüenza. ¿Y si se inventa cosas, qué, cómo te quedas? Eso es jugar con fuego. Habría que prohibirlo. O al menos controlarlo, digo yo. No se puede ir por ahí, por el mundo, diciendo lo primero que a uno le viene a la cabeza, sin pensar en las consecuencias. Que sí, que todo el mundo es bueno, pero calladitos están más guapos. Vale, tengo curiosidad, pero al mismo tiempo tengo la sensación de estar en una carrera, en una maratón, y que si miro hacia atrás igual me acojono y abandono. Es como cruzar la grieta de un acantilado haciendo equilibrios sobre un tablón: no mires hacia abajo, no mires hacia atrás, no mires a la gente, no pienses, solo sigue adelante y sonríe, que nadie sepa que estás acojonado. Los equilibristas siempre me han dado mucha envidia. Una cuerda tensa, un alambre de acero que une los tejados de dos rascacielos, y los pies desnudos, con un poco de talco en la planta de los pies para no resbalar. Adelante. Es impresionante. Los espectadores, desde abajo, contienen el aliento. Eso es vivir. Eso es escribir. Los equilibristas son novelistas mal pagados. ¿O es al revés? Cualquiera de los dos se arriesga la vida, la física y la mental. Un aplauso para ellos. Brindemos.

A veces los equilibristas se disfrazan de payasos, con una nariz roja y trajes de lunares imposibles. Jugarse la vida no es suficiente: el público quiere emociones, pero también quiere risas. Quiere ver que se tropiezan. Que peligra su vida, que casi se caen, pero que luego se recuperan, y al final lo consiguen. Un poco de risa y de suspense. Dos emociones por el precio de una entrada. Y me temo que los novelistas hacen lo mismo, hacemos lo mismo. Los lectores quieren ver cómo nos desangramos, cómo escribimos mojando la pluma en nuestra sangre, como nos desnudamos, amamos, mentimos, luchamos y morimos. Todo eso sin necesidad de levantarse del sofá. Por el módico precio de 15 euros, uno se compra la novela, se mete dentro del protagonista, se identifica con él, vive su vida, se muere, y resucita a tiempo para tomarse unas gambas al ajillo en la cena. Qué bonita la novela que me acabo de leer, le dice a su pareja. Te la recomiendo. Y el novelista recibe el 10 % del precio de venta al público, a lo que hay que restar un diez por ciento que la editorial se reserva para publicidad, y que no devenga derechos, menos un 19 % de IRPF, después de impuestos apenas recibe un euro por haber vendido su piel y sus entrañas a un desconocido.

Y ¿sabes una cosa? Esa prostitución mal pagada, esa desnudez pública, es la mejor parte de la vida de los novelistas y de los equilibristas. Sin que se entere nadie, que quede entre nosotros, lo seguiríamos haciendo gratis, por el placer de hacerlo, por el puro disfrute, por la descarga de adrenalina. Igual que le pasa a los exhibicionistas de los parques, los de la gabardina gris, solo que a ellos los detienen y los meten en la cárcel. No me extraña: ellos obligan a los demás, a los paseantes, a que miren sus vergüenzas, mientras que nosotros las mostramos entre líneas, sin obligar a nadie a leernos. Cuando obliguemos a otros a leer nuestros escritos, seremos torturadores. A la cárcel también.

La escritura tiene mucho de tratamiento diurético: reduce la hipertensión arterial y las cardiopatías congestivas. En serio, dejando fuera las jergas médicas, escribir es como echar una meada larga cuando ya no se aguantan las ganas. Zalo decía que era de las pocas cosas que daban placer y no eran pecado. El mear, digo, no el escribir. Después de escribir un párrafo especialmente sensible, un repaso a una cicatriz que aún no está cerrada del todo, queda un alivio de haberlo dicho, de haberlo soltado. Ya está: lo dije. Ahora ya puedo dormir tranquilo. Porque muchas veces esa escritura confesional es como esos verbos de la lengua española que llaman performativos, mágicos donde los haya, que hacen lo que dicen por el solo hecho de decirlo: “Juro que es verdad”, y con el hecho de decir “juro”, ya estoy jurando, haciendo lo que digo. “Os declaro marido y mujer”, y al pronunciarlo el juez, queda formalizado el cambio de estado civil, de solteros a casados. Cosas que cuando se dicen, no solo se dicen, sino que lo hacen. Lenguaje transustanciador. Luego vendrían Austin y Searle con su filosofía del lenguaje y la Teoría de los actos del habla a enredarlo todo un poco, pero eso lo dejamos para otro día, que tampoco es necesario ponerse estupendo. Cuando escribo y desnudo una obsesión, reconozco un rencor, sucede algo performativo, transformador, como ocurre también con el psicoanálisis. Descubrir una manipulación la desmonta, y la anula. No es que deje de existir de modo inmediato, pero el hecho de conocerla y reconocerla es ver al rey desnudo, leer el código de Matrix. Ya nada es igual. Nos hemos quitado una venda de los ojos, y vemos el mundo tal y como es. A veces es más hermoso, y otras veces es más feo, y lo normal es que sean las dos cosas a la vez, dos caras de la misma moneda. A mí me gusta descubrirme las espinillas, y reventarlas, aunque me haga un poco de daño y escupa sangre.

A través de la escritura puedo ponerme en el pellejo de los otros. Meterme debajo de su piel, ponerme en sus zapatos. Lo que no sé es con qué fidelidad lo puedo hacer, porque en ocasiones mis propios zapatos me son ajenos, me quedan pequeños, o grandes. Me levantan ampollas. Me miro al espejo y me preguntó por qué y para qué mi cuerpo ha decidido llegar al estado en el que se encuentra. Yo no me fiaría del tipo que me mira al otro lado del espejo. No sé muy bien quién es. Me recuerda a alguien. A mi padre. O a Nacho. En las fotos me confundo con Coque. Bea dice que tengo gestos de Elías, y de Tito. Escucho atentamente a Alberto, mi sobrino, y descubro a Jaime, a pesar de que ambos piensan y votan en sentido contrario el uno del otro. No lo saben, pero son el mismo. No sé si se llevarán un disgusto o una alegría si lo descubren. Como me sucede a mí con mi padre, o con mi hijo. Quiero pensar que Elías es mejor que yo, porque eso me redime, me justifica: Muy bien, Enrique, has cumplido, lo has educado bien, y ahora te supera. Te vas, pero dejas un mundo mejor detrás de ti. La especie humana mejora gracias a tu trabajo reproductor.

No te lo creas ni un segundo. Recuerda que, según Nabokov, nuestra existencia no es más que un cortocircuito de luz entre dos eternidades de oscuridad. A ver, Nabokov, reconócelo, esa frase ha sido un poco exagerada. No creo que sirva ni para las galletas de la suerte de los restaurantes chinos, ni para los azucarillos con mensajes de California 47.

Me pide Alessandro Ghebreigziabiher, desde Roma, un pequeño vídeo sobre la esclavitud, para un trabajo colectivo de Storytellers for Peace, que él dirige. Le envío una grabación corta en vídeo que dice: “Hay muchas maneras de ser esclavo hoy en día. Recuerda el mensaje de Proudhon: Ser gobernado significa verse obligado a pagar contribuciones, ser inspeccionado, saqueado, explotado, monopolizado, depredado, presionado, embaucado, robado, luego, a la menor queja, reprimido, multado, vilipendiado, vejado, acosado, maltratado, aporreado, desarmado, agarrotado, encarcelado, fusilado, ametrallado, juzgado, condenado, deportado, sacrificado, vendido, traicionado y, para colmo, burlado, ridiculizado, ultrajado, deshonrado. ¡Eso es el gobierno, esa es su justicia, esa es su moralidad!”

Sé que le va a gustar, aunque él no sea anarquista, porque después de pelearse durante años con Berlusconi sabe lo que significa un gobierno opresor.

No puedo quitarme de encima la fantasía permanente de que, en cualquier momento, debajo de una línea, detrás de un punto y coma, encontraré un tesoro: la idea y estructura perfecta de la novela definitiva, mi llave de entrada al Parnaso de las Letras con redoble de tambores y baile de danzarinas hawaianas. Nos pasa a todos, y nos pasa con todo. Si no es el libro, es el cuadro, la receta de cocina, el vídeo de Youtube, la ganga de la tienda de antigüedades, el eslogan publicitario, la Startup de éxito fulminante, la frase mágica que hizo que la reina del baile se quitara las bragas antes de salir a bailar con nosotros. ¿Cómo sobrevivir sin fantasías de triunfo, por infantiles y desmesuradas que sean? Seamos realistas: pidamos lo imposible, dijo Marcuse, y lo repitieron detrás de las barricadas los estudiantes en el Mayo del 68 de París. Pues claro.

 

 

048

EN LA EDAD Media, cuando la escritura estaba en poder de los clérigos, de los monjes en los monasterios, Mester de clerecía, que no de juglaría, había que escribir sobre Dios, sobre la religión, y santificar su nombre de todas las maneras posibles: epístolas, sermones, autos sacramentales, cantares, oraciones, loas y lo que se sea. La escritura como propaganda, como modo de perpetuar y fijar las leyes y los privilegios de los poderosos. La escritura era sagrada, y no podía dejarse en manos de cualquier blasfemo dispuesto a lanzar herejías incendiarias y a subvertir el orden. En Estados Unidos, cuando aún no eran Estados Unidos, cuando los negros aún peleaban por la abolición de la esclavitud, contaba Frederick Douglass que se promulgaron leyes estrictas por las que se prohibía enseñar a leer y escribir a los negros, porque una vez que aprendían era mucho más difícil mantenerlos sometidos en la esclavitud. “Es peligroso enseñar a leer a un esclavo. Un negro no debería saber más que obedecer a su amo… hacer lo que le digan que haga. Hasta el mejor negro del mundo se estropeará con el estudio. No habrá modo de controlarle. Le incapacitará completamente para ser esclavo. Se volverá inmanejable y de ningún valor. En cuanto a él mismo, no le hará ningún bien. Le hará descontento y desgraciado”. Y lo mismo piensan los talibanes afganos con respecto a las mujeres: aprender a leer y escribir, acudir a la escuela, les impedirá ser madres y esposas obedientes.

Eso no ha terminado todavía. Existen mil formas de ocultar el conocimiento, para preservar los privilegios. Lo hacen los médicos con su jerga ocultista, los abogados con sus latinajos, los gramanazis con sus ortografías. Si quieres que te respeten, que nadie ponga en duda tu autoridad en la materia que sea, búscate un lenguaje críptico, una hermenéutica compleja, y escupe palabras esdrújulas muy rebuscadas, de origen grecolatino, o directamente en otros idiomas. Que no te entiendan. Que te miren con perplejidad, desarmados. Y termina con un movimiento de cabeza asertivo, rotundo, de arriba abajo, con el ceño fruncido por el disgusto de tener que hablar con analfabetos. Nadie tendrá arrestos para reconocer que no se ha enterado de nada. Que así sea. Como se den cuenta de la debilidad de tu razonamiento, de la insustancialidad de tu palabrería, de la vacuidad de tus conocimientos, estarás perdido. Serás nadie, nada. Un mindundi. Un soplagaitas. En eso van a terminar todos tus títulos, tus doctorados y tus medallas como se enteren de lo que dices.

¿Es decente mirarse el ombligo con tanto detenimiento? ¿Puede uno hacerse la autopsia de la escritura y el pensamiento sin caer en el narcisismo y la hagiografía, como si se tratara de un santo? Dicen que Freud se psicoanalizó a sí mismo. No le quedaba otra, porque el psicoanálisis no existía. Los mensajes de los Autores, así, con mayúsculas, dicen que por un lado uno solo debe escribir de lo que conoce. Incluso hay demandas de grupos étnicos o profesionales que consideran un robo inmaterial que alguien ajeno a la tribu escriba acerca de ellos, o de su historia, o de sus leyendas. Los únicos que pueden escribir sobre la idiosincrasia de los indios navajos, son los navajos. Las únicas autorizadas para hablar de los derechos de las mujeres, son las mujeres. Que nadie que no pertenezca al colectivo LGTBI pretenda escribir de sus conflictos internos. Solo los judíos tienen derecho a contar cuentos de la tradición hebrea. Tú no eres ingeniero / lingüista / abogado / médico / sinólogo, así que no hables de lo que no sabes. Solo se puede hablar de lo que uno sabe, de lo que ha vivido, de su pequeño territorio. Se acabó la ciencia ficción, porque nadie estuvo en el futuro.

Y otros autores dicen que se tiene que dar voz a los que no la tienen, a los desposeídos, porque si no se la damos nosotros, ¿entonces quién? ¿Quién va a hablar en favor de las ballenas, si las ballenas no tienen voz? ¿Cómo van a hablar los niños con síndrome de Down por sí mismos, si no pueden hilar palabras? ¿Cómo van a defenderse las mujeres maltratadas, si apenas pueden salir de su escondite?

Tengo la sensación de que en las últimas páginas de este Frankenstein de palabras he cometido todos los errores que prevengo en mis clases. Empezaré por la ausencia de personas y personajes. Si no hay gente, y no me refiero a gente en general, sino a personas y personajes con nombre, apellidos, alias, manías y voz propia, se convierte en un mundo vacío, un paisaje desértico, un bodegón de esos espantosos que llaman naturaleza muerta, con unas perdices, una bota de vino, unas morcillas, un queso y una hogaza de pan abierta en canal. Un horror de academias de pintura realista. Eso, en escritura, son cadáveres que ni siquiera tienen la decencia de resucitar y protestar.

Pero aún es peor. Están las abstracciones, las generalizaciones, las reflexiones y las digresiones. Los salgarismos, les decía a mis alumnos. Y ellos me miraban con intriga.

—¿Qué son los salgarismos, profe? —me preguntaban. Y si no lo hacían, me lo preguntaba yo a mí mismo en voz alta, de modo retórico, para poder contestarme:

—Los salgarismos se refieren a esa mala costumbre que tenía Emilio Salgari al detener la narración para explicar algo. Por ejemplo, al hablar de un tigre que descansaba debajo de un baobab, aprovechaba el viaje, ponía la acción en suspenso, e instruía a los lectores con sus conocimientos. Así: Aquel tigre se detuvo a la sombra de un baobab. Un baobab es un árbol de tronco grueso y leñoso, con hojas reticuladas y frondosas que crece en las sabanas africanas. Puede alcanzar los siete metros de altura, y sus frutos, aunque amargos, son muy apreciados por los monos y las jirafas. Y después regresaba al tigre, y a las aventuras. En la época de Emilio Salgari no había Google, y rebuscar un baobab en la Enciclopedia Británica era pesado, así que Salgari le ahorraba al lector el trabajo de documentarse acerca del baobab, y lo añadía a su narración, a palo seco, sin anestesia.

Y mis alumnos asentían. Habían pillado la idea. Y escribían en sus cuadernos: “Ojo con los salgarismos, recuerda a Emilio Salgari.” Y volvían contentos a su casa, con su tigre y su baobab debajo del brazo.


 

049

No sé si para quitarse uno de encima el monstruo de las abstracciones, hay que escupirlas primero, escribirlas, para que se vayan, para que no estorben, y así volver a lo concreto; o es mejor ejecutarlas en cuanto veas la primera, antes de que crezcan y se multipliquen, como las cucarachas. No sé. Pero para empezar tendría que corregir hasta la primera frase de este párrafo. ¿Cómo que “No sé si para quitarse uno el…”? Ya empezamos mal. Valen las dos primeras palabras: “No sé”. Están en primera persona y en presente. Más inmediato y cercano, imposible; pero luego ya la cagamos: “…si para quitarse uno de encima…” . ¿Cómo que “uno”? ¿Quién es “uno”? ¿Tu primo Arturo? Y a partir de ahí la frase va de mal en peor: “…el monstruo de las abstracciones…”, que viene a ser la abstracción de las abstracciones. ¿No querías sopa? Pues toma tres tazas. Cualquier crítico honrado, yo mismo, se ofrecería a cortarme las dos manos con un hacha oxidada para que no volviera a cometer semejantes delitos de escritura fofa.

Nunca me han gustado las autobiografías, y sé que hay lectores que las devoran. Mi suegra, Luisa Mari, sin ir más lejos. A mí me dan no sé qué, un poco de urticaria. Sé que no pueden sorprenderme, porque jamás puede existir un salto a lo extraterrestre, a no ser que sea en sueño. Si hay algo que me aburre más que una autobiografía, es un sueño narrado, porque ahí ya sí que ni siquiera puedo acceder al pacto de lectura, de creerme lo que pasa, los pájaros hablan, los muertos resucitan. Y aún así, miento, porque a los 20 años me leí Confieso que he vivido, de Pablo Neruda, y me fascinó. Me dejó tumbado sobre la cama de mi cuarto del Colegio Mayor Chaminade, soñando con los países del sudeste asiático, y con Miguel Hernández, y Lorca, y Salvador Allende, y la casa de Isla Negra. Hace tres años, en Valparaíso, con Bea y con el cuentacuentos chileno Carlos Genovese, estuve a punto de ir a su casa, a orillas del Pacífico austral. No pude. Quería conocerla, sentarme en la silla en la que él se sentaba, imaginarlo junto a Matilde Urrutia, y ver el mismo mar que él veía cada día, las puestas de sol por el oeste. Pero al mismo tiempo no quería ir. Y no fui. Demasiadas veces había construido en mi mente esa casa, esas ventanas, esos mascarones de proa clavados en el jardín, y la colección de conchas y redes de pesca, como para ir a su casa y descubrir que era otra, que la de verdad no se parecía en nada a la que yo había levantado en mi imaginación. No quise que la realidad me estropease el sueño. ¿Para qué? ¿De qué me iba a servir dinamitar mi casa hecha de humo, la que llevaba ya más de 40 años habitando, y sustituirla por otra que solo tenía como ventaja la de ser de verdad? De nada. Es como si yo estuviera convencido de que mi padre me quería, y ahora que ya está muerto, viniera un aguafiestas a decirme que no, que me odiaba, que tiene las cartas y grabaciones que lo demuestran. Quédatelas, hijo de puta, que yo no las necesito.

 

Y creo que no voy a contar cómo ni cuándo dejé de ser virgen, ni cuando me rompí un hueso en los Alpes, ni cuando se me dobló la picha por culpa de la enfermedad de La Peyronie, ni el primer beso en la calle Pintor Ribera, ni cuando me publicaron el primer poema en la Hoja del Lunes de Bilbao, ni cuando en 1964 me subí al primer avión de Madrid a Caracas, ni el mes que pasé persiguiendo cangrejos por las playas de Providencia. Somos todo lo que hemos vivido y lo que hemos dejado de vivir, que queda anotado como pendiente para las siguientes reencarnaciones. Yo no lo he vivido todo, pero no quiero más. Tengo en el armario cianuro en polvo para morir siete veces, y Nitrito de sodio, Diazepam y Amitriptilina como para morir diez veces más sin dolor. Me faltan las botellas de Helio y de Nitrógeno con mascarillas. Preferiría Pentobarbital, claro, como Marylin, pero está prohibido en el mundo entero. ¡Manda carallo! Los perros y las vacas tienen acceso a una muerte dulce, sin dolor, pero los humanos lo tenemos prohibido. Sólo si estás condenado a muerte, y depende de dónde, o si eres un veterinario en ejercicio, podrás morir sin dolor, con una dosis mínima y dulce de Nembutal. Qué cosa tan absurda, que para morir en paz, sin dolor, tenga uno que ser perro, cerdo, u orangután, y entonces sí, entonces tu dueño, tu cuidador, te puede llevar al veterinario y exigirle una muerte dulce para su mascota. Mis padres, Alfredo y Aurora, murieron con dolor, crucificados por los médicos y las leyes. En cambio mis dos perros, Ringo y Pepa, murieron sin dolor, dormidos y anestesiados. Qué mundo raro este, donde morir sin dolor está prohibido, y uno preferiría tener los mismos derechos que un perro en esos momentos.

Leo una carta de ánimo de John Green, y me entra la risa. Dice, el muy cabrón, para animar a escribir a otros: “Mira, todos vamos a morir. La especie entera dejará de existir en algún momento, y no quedará nadie que recuerde que alguno de nosotros hizo algo alguna vez: nuestras creaciones, todas ellas, se derrumbarán, y todo el experimento de la conciencia humana se archivará, sin leer, en la carpeta Chorradas del gran disco duro interestelar. Entonces, ¿por qué escribir otra palabra?” Hubo ocasiones, cuando daba clase de escritura creativa, que estaba tan harto de tirar del carro para que mis alumnos escribieran y dejaran de mirarme empanados, croquetas de bacalao, que les decía:

—Si alguno de vosotros puede dejar de escribir, si puede vivir sin escribir, que lo deje ahora mismo. Que salga de esta sala y huya rápido, antes de que sea tarde. Que se dedique a otra cosa —les decía, y ellos me miraban con el ceño fruncido—. Escribir no os va a hacer más felices, ni más ricos, ni más amados. Os traerá dolor de cabeza, dudas infinitas, conciencia crítica, y una cierta resistencia a vivir en este mundo, a disfrutar de la compañía insustancial de los demás. Además, la escritura es adictiva. Es la puerta que os llevará a dos abismos: el cielo y el infierno. No se admiten reclamaciones. Estáis advertidos.

Pero no se iban. Se ponían pegamento en el culo y se atornillaban a la silla, dispuestos al sacrificio. Les parecía divertido jugar a la ruleta rusa. Pobrecitos. La mayoría dejó de escribir poco después de terminar dos o tres años de taller, años de ensayo y aprendizaje, y desde entonces añoran el vértigo de la escritura, el beso de cianuro de esos relatos nacidos de la región más vulnerable de su existencia. Yo no he podido dejarlo todavía, y ya soy muy viejo para dejarlo. No sé hacerlo. A veces escribo con otros abecedarios, en otros lenguajes no verbales, como la edición de vídeos, o los viajes interminables alrededor del mundo, o la lectura de otros libros que escribo a medias con el autor. Un libro siempre tiene dos padres: el que lo escribe y el que lo lee, y ambos son responsables de esa historia que resucita cada vez que se lee. Si no hay lector, no hay libro: se llama feto. Yo ya estoy condenado a la escritura interminable.


 

050

Me escribe la nueva editora de SM, porque van a sacar una nueva edición de Abdel, en un formato de lectura fácil, y me pide una última revisión. Lo que menos me gusta es la dedicatoria. En las primeras ediciones, los primeros 200.000 libros, puse: “Dedicado a los culpables de nacer en otro sitio”. Pensé que todos entenderían que no era posible que alguien fuera “culpable” de nacer en otro sitio. Uno no escoge a sus padres ni el lugar en donde nace, y sin embargo eso nos marca a todos para siempre, para el resto de nuestras vidas. En la mayoría de los casos, para mal. No todos los lectores lo entendían. Era una de las preguntas recurrentes en los encuentros con lectores de colegios e institutos.

—¿Qué significa la dedicatoria, eso de culpables de nacer en otro sitio?

—¿Alguien puede escoger dónde nacer? —respondía yo.

—No.

—Pues eso —y yo suponía que quedaba aclarado. Pero no.

—O sea, que no está dedicado a nadie —resumía el alumno, para anotarlo en las conclusiones de su trabajo.

—No, no. Está dedicado a los inmigrantes, a todos los inmigrantes, que no pueden ser culpables de nacer donde nacieron —insistía yo.

—Ah, vale. Ya lo entiendo —decía el colegial, sin entender nada.

Ese es el castigo que recibimos los autores que nos las damos de listos, que pretendemos hacer una gracia, un guiño cómplice a los lectores. Toma bofetada.

En la nueva edición, las editoras (son dos editoras) encargadas de hacer la adaptación y las correcciones, han cambiado la dedicatoria por “Dedicado a las personas que nacen en un país del que tienen que marchar”. Y no me gusta. Creo que tampoco se va a entender, y menos aún si se trata de lectores con limitaciones, tanto si son mentales como si son lingüísticas por ser extranjeros. Tendría que ser algo como “Dedicado a los inmigrantes”, y punto. Tampoco me gusta. “Dedicado a los que se ven obligados a salir de su país”. No sé, no me convence. “Dedicado a los inmigrantes, a los que persiguen un sueño, a los que huyen de la pobreza y la esclavitud”. Esa es la idea, pero no sé si se entiende. “Dedicado a los que huyen del hambre y los tiranos”. Eso no me lo dejan publicar, la censura me corta el cuello. “Dedicado a los que dejan su país en busca de un sueño”.

Dedicado a los emigrantes

que dejan su país

en busca de un sueño.

Quizá así esté mejor. No es para tirar cohetes, pero me gusta más que como está ahora. Que por lo menos los lectores tengan claro el significado de la primera página. Aunque es de “Un sueño” es un poco abstracto. No sé si lo van a pillar.

—Hijo mío, ¿tú tienes un sueño?

—Sí. Tengo mucho sueño. Me voy a la cama. Hala, hasta luego.

Es mejor decir algo positivo, como “buscar un sueño”, que no un mensaje negativo del tipo “huir del hambre y la tortura”. También podría ser “en busca de una vida mejor”, pero me parece que entonces los convierto en unos aprovechados, que viene aquí a quitarnos el trabajo y violar a nuestras mujeres. El discurso de los fascistas de Vox. Mejor no, mejor me quedo con el sueño, aunque sea abstracto e intangible. A fin de cuentas toda novela es un producto intangible, así que hace juego, como las cortinas del salón con la tapicería del sofá. Se lo voy a decir, que cambien la dedicatoria. Ahora vuelvo.

A finales del 2019 Bea y yo estábamos en Ubud, Java. Allí pasamos las navidades, recién aterrizados desde Nueva Zelanda. El día 29 de diciembre alquilamos una moto para ir al templo hindú Pura Tirta Empul, el manantial sagrado, construido a mediados del siglo X en honor a Vishnu. Allí Indra, el rey de los dioses, perforó la tierra para crear un manantial de agua inmortal con que curar a sus ejércitos después de ser envenenados por el malvado rey Mayadanawa. Estábamos a finales de diciembre y el calor de Indonesia era insoportable. Pagamos las 15.000 rupias de entrada, y nos adentramos por los estanques y piscinas del inmenso santuario. Nosotros ya teníamos nuestros sarongs estampados, pero alquilamos unos verdes para poder purificarnos en las doce fuentes del estanque. Yo iba desnudo bajo el pareo, y al entrar en la piscina la tela se subía de modo inapropiado, dejando mis vergüenzas a la vista. Tuve que hacerme un pequeño nudo en la esquina de abajo, y vaciar las bolsas de aire que se formaban bajo el pareo dentro de la piscina. Recorrimos las fuentes, con tres inmersiones y tres abluciones en cada una de ellas. Una serpiente, pequeña pero inquietante, nos siguió durante todo el camino, fuente a fuente, y nos vigilaba desde las piedras de cada uno de los caños de las fuentes. Un sacerdote nos recomendó no bañarnos bajo las dos últimas, reservadas a los muertos. En el segundo estanque, con nuevas fuentes, me aconsejaron una en especial, la tercera empezando por la izquierda, porque podía curar la diabetes. No parece haber funcionado. Un año más tarde sigo teniendo hipoglucemias e hiperglucemias a diario. De allí nos fuimos a una plantación de café donde tomamos una degustación de 6 tipos de tés y cuatro de cafés, hasta llegar al café Kopi Luwak, que se extrae de las heces de las civetas, unos pequeños mamíferos carnívoros del tamaño de las ardillas. El precio de una taza de café Luwak allí viene a ser muy parecido que el café arábica aquí, un euro más o menos, aunque si aquí pidieras un café Luwak, como el de allí, te cobrarían 70 euros. Si lo encuentras, claro. Ese mismo día recorrimos las terrazas de arrozales cercanas a Ubud, y después comimos una ensalada Gado Gado, y arroz con pollo al curry Kary Ayam. Delicioso. Por la noche, bailes balineses en el palacio de Ubud, o teatro de sombras y marionetas en Wayang kulit. Un día cualquiera en Java. Queremos salir ya de viaje otra vez, el coronavirus nos tiene encarcelados. Queremos escapar, conocer, comer, viajar, seguir recorriendo esta road movie que nos ha tocado vivir.

 


(Continuará)


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