Los esqueletos (continuación)
Tercera parte: La memoria del abeto (de 083 a 087)
083
Yo soy Camilo, ahora lo tengo claro.
Aunque también soy Wálter y el flaco Vargas. Solo pude escribir ese microcuento
a condición de no saberlo, de no reconocerme en los personajes. Las palabras
salieron solas, como en el diván del psicoanalista, como en los sueños, como en
las borracheras rabiosas, y consiguieron decir, a través de las metáforas, lo
que no puede ser dicho, lo que está prohibido.
Ayer, en la sesión de rehabilitación de mi
hombro congelado, capsulitis adhesiva y desgarro en tendón supraespinoso para
aquellos que la terminología científica se la pone dura, mi fisioterapeuta me
preguntó si era distinta la escritura y lectura en los nuevos ereaders y
tablets. Le dije que no. “El Universo está hecho de historias, no de átomos”,
decía la poeta Muriel Rukeyser. El hardware que las contiene siempre cambia.
Hasta hace cinco siglos, con oralidad primaria, eran los abuelos y los juglares
los que contaban historias. Luego fueron los libros. En el siglo XX el teatro se
transformó en cine, y en el XXI el cine se convirtió en Netflix.
Los libros se mantienen, en papel o en
pantallas led de tinta electrónica, como narraciones interpretadas un único
instrumento, el hilo de palabras enlazadas. El teatro, cine y vídeo utilizan un
pentagrama de varios canales para narrar las historias: el guion, la voz, la
música, los actores, la iluminación, los movimientos de cámara, los efectos de
luz y sonido. El cine es una orquesta, y el libro un solista. No son
incompatibles. A veces el minimalismo del libro es más placentero que la
potencia orquestal del cine. Al final depende de la historia, y de quién la
cuente mejor.
Eso le dije. Pero luego, al día siguiente,
hoy mismo, pensé que había otro factor importante que diferencia el cine del
libro. En el libro, el lector hace la mitad del trabajo, y construye la
historia a medias con el autor, poniendo cara a los personajes, atrezzo,
decoración, música, luces, ritmo, caracterización, actuación y tonos del
diálogo: todo lo que el cine pone, y que no está en el libro. El espectador del
cine está desarmado, la obra está terminada en su totalidad, y él solo tiene
que disfrutarla o soportarla, sin poder intervenir en ella. En el libro el
lector es el coautor de la obra, y solo se representa y existe con su auxilio.
Los viajes en el tiempo no existen, pero
esto es un viaje en el tiempo. O una montaña rusa en el tiempo. En todo caso,
si pudiera fijar una fecha y viajar a ese momento, ¿le diría algo al otro yo
que aún está por vivir lo que yo ya he vivido? Estaba a punto de abrir la boca
para decir que sí, que le diría… y la he vuelto a cerrar. Viajar a los
diecisiete, por ejemplo. Lo más seguro es que me sorprendiera, por más que se
trate de mí mismo al ver cómo es, cómo habla, cómo piensa, qué hace, qué le
preocupa a ese niñato que fui yo con diecisiete años, un manojo de agonías y
cabreos.
—¿Ibas a decirme algo? ¿Un consejo? —me
preguntaría el adolescente de pelo rizado con la mirada arrogante.
—No. No hace falta. Ya te apañarás tú solo
—diría mi yo de ahora, después de una breve duda.
Y lo mismo haría con mi yo de siete,
veintisiete y cuarenta y siete años. Me miraría asombrado y divertido por el
ojo de la cerradura del tiempo, y lo dejaría todo intacto, tal y como está,
porque cualquier cambio del pasado, por pequeño que sea, podría provocar
cambios en mi futuro. “El batir de las alas de una mariposa puede provocar un
huracán en otra parte del mundo”, y yo no quiero quedarme sin los años vividos,
tal y como los he vivido, y no estar sentado junto a Bea, como estoy ahora
mismo, escribiendo las palabras que lees, o que nunca leerás.
No es verdad. Haría algunos cambios. Me
diría a principios de enero de este mismo año:
—Enrique, no bajes por esa pequeña cuesta
de tierra mojada, que te vas a resbalar, y la leche que te vas a dar te va a
dejar un hombro congelado y dolorido durante más de un año.
Y que no diera esa charla a los alumnos
del Instituto de Villanueva de la Cañada hace diez años, porque la paga no
compensaba los disgustos. Y me diría a mí mismo, el de hace treinta años, que
no intentara dar un salto en la última bajada con los esquíes en Andorra,
porque me rompería la bola del hombro. Y que no le diera una bofetada a Elías
con nueve años. Y que no le tomara el pelo a Leo en la Avenida del Manzanares
en el verano de 1967. Y que no fuera tan rápido con la moto a las afueras de
Phuket, en Tailandia, hace quince años, o me partiría tres costillas. Y que no
me guardara tan adentro la tensión de la separación final con Deme, o mi
páncreas reventaría en diabetes tipo 1. Pero si de todo se aprende, y yo
necesitaba pasar por esos trances para llegara donde estoy, me quedo con el
paquete entero, incluyendo las enfermedades crónicas físicas y psíquicas. Las
taras, vaya.
Tengo la sospecha sin fundamento de que
muchos sí tratarían de cambiar su historia y su vida. Pedirían una alteración,
otra oportunidad, por favor, como sea, por dios, aparta de mí este cáliz. Si yo
no fuera Enrique, sino Enrique metido en la piel de Tito, Javier, Coke, Nacho,
Jorge… cualquiera de mis hermanos, mis abuelos, mis tíos, mis cuñados y
cuñadas, y hasta mi hijo Elías, me apuntaría al cambio. Me desharía de algunas
cartas, como en el mus y el póker, y pediría otras al azar, que tal vez fueran
peores, nunca se sabe, pero que sean otras, joder, por lo menos intentarlo, que
la vida que les tocó vivir a mí me parece insoportable. A veces no, por
supuesto, muchas veces fueron felices, estoy seguro, y puede que aún lo sean a
ratitos, pero yo tiraba casi todas las cartas. Tabula rasa. Empezar de cero.
Dame los dados otra vez, que en esta tirada me ha salido una mierda, y necesito
una segunda oportunidad para ser feliz, como Enrique, diría Enrique trasmutado
en cualquiera de esos cuerpos.
Pero igual me miento, sé poco de los
demás, y tal vez ellos piensen de ellos mismos que han sido felices, que lo son
todavía, y que no cambiarían nada de sus vidas en el pasado, para así poder
llegar al presente luminoso en el que viven ahora. Es posible. Incluso el
consejo absurdo de “más vale malo conocido que bueno por conocer” se aplica
todavía, no es tan raro.
084
Si a los doce años quería ir al Congo, en
busca de la eternidad en el cielo a través del atajo en una tribu de caníbales
ateos que me meterían en una cazuela, a los quince con los curas comunistas del
país vasco, a los diecinueve me quería alistar con los tupamaros, la banda
Baader-Meinhof, al ejército rojo japonés o al Frente Polisario, ¿por qué ahora
no me apunto ni a una manifestación pacífica en apoyo a las ballenas, las
mujeres mapuches, la sanidad pública, la república? ¿He renunciado? ¿Me he
aburguesado? ¿Le he pasado el testigo a la siguiente generación? ¿He perdido la
fe? ¿Ya me importa un bledo todo eso? No lo sé, pero es así. Creo que he pagado
mi deuda de poner mi granito de arena por una sociedad mejor, y no un granito,
sino unos cuantos sacos de arena, y creo que la sociedad futura no será mejor.
Tampoco peor, como no lo es esta con respecto a la de hace un siglo, o diez
siglos. Nuestra presencia o ausencia suma cero. Nuestros actos acumulados
añaden y restan cero al total. No somos nadie. No somos nada. Nos creemos que
somos la leche, la última pepsicola del desierto. Vaya zarandaja.
Mi madre cosía. Cada tarde, al regresar
del colegio, yo me sentaba junto a la mesa camilla repleta de hilos,
cremalleras y botones, sacaba mi cartilla para hacer los deberes, y colocaba
junto al plumier y los cuadernos, mi bocadillo de pan con sobrasada o con tres
onzas de chocolate hundidas en su interior. Mi madre cosía y tarareaba canciones
de María Dolores Pradera mientras yo hacía garabatos en el cuaderno de dos
rayas, siempre pegado a su falda. Yo intentaba concentrarme en la tarea, pero
tenía muchas preguntas pendientes:
—Mamá, si Dios conoce el futuro de todos
los hombres, ¿Por qué deja nacer a los que van a ir al infierno, si ya sabe que
van a ser malos y se van a condenar?
Mi madre detenía en el aire la puntada
sobre el calcetín, y me decía:
—Porque nos quiere tanto que nos hizo
libres, incluso para ser malos y condenarnos.
Yo regresaba a la caligrafía y los
quebrados, sin tener claros los motivos de Dios. Luego lo olvidaba, ocupado en
recordar los afluentes del Tajo y buscando el mínimo común múltiplo entre
mordiscos de sobrasada.
—Anda, enhébrame este hilo, que yo no
atino con el ojo de la aguja.
Mi madre tenía una cinta blanca de tela
con los números del uno al diez bordados en rojo. Recortaba un ocho y me lo
cosía en todas las camisetas, calzoncillos y pantalones. Pero antes de que
acabara, yo volvía a preguntar:
—Mamá, si sólo los que están bautizados
pueden ir al cielo, ¿dónde van todos los demás?
—Al limbo, Quique. Van al limbo, como los
niños recién nacidos que mueren antes de ser bautizados —me respondía
impaciente.
Yo ya me había acabado el bocadillo, y
veía cómo mi madre se revolvía inquieta en la silla temiendo que, tal vez,
siguiera con el interrogatorio teológico. No quería enfadarla. Estaba llegando
al límite, lo sabía, y no deseaba que me expulsara, como a Adán y Eva, de aquel
paraíso en que mi madre, al menos por unos momentos, era sólo mía, y no de mis
hermanos mayores ni de mi padre. Recuerdo que yo trataba de frenar mis dudas
metiéndome en la boca unos cierres de goma rosa que años después supe que se
usaban para sujetar las medias con ligueros. Pero no podía dejar de preguntar:
—Y entonces, ¿allí están todos los chinos,
y los negros, y los árabes, y los esquimales? ¿No te parece que son muchos,
mamá? Y si ellos no tienen la culpa de no haber sido bautizados, ¿por qué nunca
van a poder ir al cielo?
Más de una vez acabó pinchándose en el
dedo, como la Bella Durmiente, a pesar de los dedales abollados con que cubría
su dedo corazón.
—¿Ya has acabado los deberes? Pues hala,
vete con tus hermanos al cuarto de juegos, que tu padre está a punto de llegar.
Años después recuerdo escenas similares
mientras comíamos cortezas de naranja recubiertas de chocolate junto a las
Torres del Silencio, en Caracas, o haciendo cola para la matrícula en decenas
de colegios, o merendando tortitas con nata en California 47.
Y yo entonces, no sin pesar, recogía mi
cartera, mis cuadernos y mis lápices, y regresaba a la selva de los hermanos,
de la que no he podido, no he sabido, o no he querido, salir todavía.
085
CUANDO LA CONOCÍ, Begoña era la novia
oficial de Elena, pero a pesar de ello a mí me gustaba mucho. Fue hace treinta
años, porque yo vivía en la calle Manuela Malasaña. Que dos chicas fueran
novias no era frecuente. En realidad era muy raro, pero no estaba mal visto
entre la gente del teatro y los cuentacuentos. Era exótico, y hasta un poco
morboso. Sobre todo porque Begoña no era el modelo clásico de lesbiana
marimacho, de pelo corto y pantalones militares. En absoluto. Begoña tenía las
tetas grandes, muy visibles debajo de las camisetas ajustadas que le gustaba
llevar, llevaba pendientes grandes, y se pintaba los ojos y los labios con
trazos finos. ¿Para qué más? Con 23 años, un cuerpo de modelo y una cara de
rasgos delicados no necesitaba otra cosa. Era guapa, muy guapa.
He dicho que se llamaba Begoña, pero quizá
no se llamaba así, sino Anabel. Joder, es que no me acuerdo. Manda huevos que
me acuerde del nombre de su novia, Elena, que era más sosa, y más fea, y no me
acuerde del nombre de Begoña. O de Anabel. Creo que tenía una “B” en el nombre.
Antes de acabar de contar esta historia seguro que me acuerdo.
El caso es que Elena, la novia, que sí que
era lesbiana, trabajaba de técnico de sonido en el Teatro Real. Era buena en su
trabajo, según decían, y me imagino que era también el elemento masculino de la
pareja. Un día Elena le regaló a Begoña una camiseta muy cachonda que ponía:
“Yo no soy lesbiana, pero mi novia sí”.
A mí Begoña me gustaba mucho, no lo podía
remediar, y se lo dije. Se lo conté en dos cartas. Quizá tres. Cartas anónimas,
deslizadas en el bolso después de los ensayos de teatro, para que se las leyera
de camino a casa. Cartas que no eran esta, pero que se le podrían parecer:
“Querida
Begoña (o Sofía, o Anabel, que no me acuerdo, joder): cuando leas esta carta te
preguntarás que quién coño te ha metido un sobre cerrado en el bolso, pero como
tampoco hay demasiados enfermos por la escritura en tus alrededores (me refiero
a amigos o amigas, y no es que los conozca a todos, simplemente es que los que
hacemos estas bobadas somos pocos, ya lo sabes), casi seguro que te estarás imaginando
que soy yo el que escribe esta carta inoportuna. Cualquier carta que no se
espera es inoportuna. Estoy pensando que más que una carta a ciegas, es un tiro
al aire. Es como cazar perdices con los ojos cerrados y sin tener ni idea de
cómo se dispara una escopeta. Será que tengo vocación de masoquista, o de
bocazas, o de hacer el ridículo. Sé que tú y yo nunca llegaremos a revolcarnos
en la cama (ahora, 30 años más tarde, me maravilla esa clarividencia de
entonces, no sé si se lo dije en la carta, probablemente no, pero me acuerdo de
que siempre lo supe con certeza). Nunca seremos novios, ni amantes. A fin de
cuentas yo tengo pareja, Carolina, ya la conoces, es estupenda; y tú también,
Elena, muy maja ella, qué envidia le tengo.”
“En
fin, que a estas alturas estarás poco menos que estrujando este papel, tratando
de leer muy deprisa por si hay algo revelador, fundamental, una especie de
anuncio radical, de esos que te cambian la vida. Puede ser una promesa o una
amenaza, o solo una torpe declaración de amor no correspondido, un perdigonazo
en la distancia. Por si acaso sigues leyendo, nerviosa, mirando de soslayo no
vaya a ser que alguien más esté descifrando las líneas por encima de tu hombro,
o que Elena se entere, no, no está aquí, pero si lo lee le da un ataque, y eso
que no es celosa. Bueno, a fin de cuentas, pensarás, tú no tienes la culpa, no
eres tú la que ha escrito esta carta, no eres tú la que se está exponiendo así
en público.”
“Bueno,
no tan en público, pero un poco sí, porque podrías enseñarle esta carta a
Carolina, o a Elena, o a Daniel y a Félix, y que empiece el cachondeo. Pero,
joder, ¿cómo coño se le ocurre escribir una carta así? A este tío se le ha ido
la olla a Camboya. Piensas, y estás en lo cierto, que no has dado pie a nada,
que no te has insinuado, que no has estado provocando, así que no eres culpable
de esta demencia, de esta declaración enfermiza que aún no sabes dónde termina,
ni lo que intenta. Mierda, qué difícil, ¿por qué me tienen que pasar estas
cosas a mí, con lo tranquilita que voy yo por la vida?”
La carta era un ejercicio de omnisciencia
narrativa, un truco de palabras enhebradas ideado para ablandar su posible
resistencia, y que me permitiera acercarme al barranco de sus tetas. Eso Begoña
lo supo siempre, porque tonta no era. Pero como yo no le caía mal, le parecía
buen chico, aunque era el novio de Carolina, que era amiga suya, o casi, siguió
leyendo.
—Veamos que quiere este capullo, aparte de
echarme un polvo, como todos, que en eso la cosa no cambia, diga lo que diga la
puta carta. Qué nervios.
Así que Sabrina, o Begoña, Sofía, Anabel,
continuó bebiendo las líneas de la carta hasta llegar a la propuesta: "Que
por qué no nos tomamos un café", decía el cabrón en la carta (ese soy yo).
Pensó que tenía que estar enfermo. Estaba segura de que ya se le asomaba (me
asomaba) la punta de la polla por los agujeritos de la bragueta, aunque en la
carta decía solo que quería tomar un café.
—Vale, pues venga, un café. Te vas a
enterar —dijo Anabel, quizá Sofía, o Begoña.
Y en el Café del Nuncio me contó que el verano anterior, estábamos ya en
octubre, aún con manga corta, había estado practicando intercambio de inglés
con un hombre mayor, un profesor retirado. Era un viudo de setenta años, un
profesor de Historia Antigua de la Universidad Complutense, ya jubilado, que
vivía cerca de Plaza Castilla. Un investigador que le contaba unas historias
preciosas de Grecia y de la India.
Begoña me dijo que no sabía por qué, pero
que el viejo le caía bien, y que siempre la recibía con unos piropos tan
graciosos, que de pronto se encontró con que los dos estaban jugando a la
seducción, a pesar de que ella tenía novia, y solo veintitrés años, y él
setenta cumplidos.
—Ponte minifalda, que hace mucho calor, y
seguro que tienes las piernas muy bonitas —le dijo él.
Y Anabel, o Sofía, quizá Begoña, al día
siguiente se puso minifalda, y él le acarició la rodilla mientras hablaban en
inglés. Nunca la forzó, que va, era todo un caballero, pero poco a poco, días
tras día, la mano subía muslo arriba.
—Pero vamos a ver, ¿tú no tienes novia?
¿Elena no es tu novia? ¿Tú no eres lesbiana? —le pregunté yo al borde del
infarto escupiendo en la taza del Café
del Nuncio. Y probablemente también se lo preguntó el viejo, al borde de
otro infarto con más posibilidades de ser mortal.
—Pues no, qué tontería —me dijo
Anabel/Sofía—. Yo estoy con Elena porque me gusta ella como persona; pero si
Elena se hubiese llamado Germán y fuese un chico, me habría enamorado de
Germán. Yo me enamoro de las personas, no de su sexo.
Y levantó la barbilla en un gesto de
orgullo.
Y a mí la picha se me puso a reventar.
Vamos, no me jodas.
El caso es que poco a poco, según me
contó, la mano del viejo llegó hasta las bragas, después se las quitó, y acabó
en la cama con él. Sí, sí, con el de setenta años. Y no una vez, sino dos veces
por semana, como poco. Begoña, o Anabel, me cago en dios, decía que esos días
él le daba una propina de dos mil pesetas por haberse portado bien.
—Venga ya. Eso se llama prostitución —le
dije enfermo de celos.
—Oye, no te pases. Yo lo hacía porque no
me importaba, y a él se le veía tan contento que no sabía cómo pararle —me dijo
Begoña, o como coño se llamase.
—Pero vamos a ver, ¿tú no estabas
contratada para hacer intercambio del idioma inglés? —le pregunté casi suplicando
para que rectificase la historia.
—Al final ya ni hablábamos en inglés ni
nada —me dijo pegando la espalda al respaldo de la silla—. Según entraba por la
puerta me empujaba hasta la cama, me desnudaba deprisa y me echaba un polvo.
Después, más tranquilo ya, nos tomábamos un té, y hablábamos del calor que
hacía en verano en Madrid. Antes de irme él me metía un billete de dos mil
pesetas en el bolso, o por dentro de las bragas, y nos despedíamos hasta la
próxima. ¡No sabes qué energía tenía el tío, con setenta años!
086
Yo casi ni me lo podía creer. Allí estaba
Sofía, o Begoña, tan tranquila, contándome cómo se lo montaba con un tío de
setenta años sin que Elena, su novia lesbiana, se enterara de nada.
—¿Y aún sigues yendo a su casa? —le
pregunté, sabiendo que no era posible.
—No, ya no. Al final me enfadé con él. Era
un cerdo —reconoció.
—¿Por qué? ¿Qué pasó? —yo estaba al borde
de un infarto sexual.
Anabel, o Sofía, dudó unos instantes. No
sabía si contármelo o no. Parecía que le daba vergüenza.
—Bueno, un día llegué y me encontré con
que estaba con un amigo un poco más joven que él, tendría unos sesenta y siete
años, pero se conservaba bien. Me dijeron que se conocían desde la mili en
Ceuta. Al principio me dio un poco de mal rollo, porque su amigo tenía la cara
salpicada de huellas de viruela y ojos de viciosillo.
—No sigas por ahí, que vamos mal —le dije
en un susurro, pero Begoña no me escuchó.
—El caso es que me dijo que era su
cumpleaños, el de su amigo —siguió contando Belén, quizá Francisca—, y que
había pensado que yo era un buen regalo. La verdad es que me sentó mal, porque
no había contado conmigo para nada.
—La madre que te parió —me quejé
resoplando.
—En fin, que como el tío siempre lograba
convencerme, me vendaron los ojos y jugamos a que yo tenía que adivinar quién
era quién.
—Quién era quién, ¿el qué? —empecé a
pensar que me tomaba el pelo.
—Bueno, ya sabes, los juegos típicos,
adivinar quién me tocaba el culo, o las tetas, o quién era el me la metía...
—¿El que te metía el qué? No me jodas. No
te creo —le dije sujetándome a la mesa.
—...escuché varias veces el ruido del
disparador una cámara de fotos, y notaba el flash a través de los ojos
vendados. Yo casi nunca pude adivinar quién era el que me tocaba, o quién me
penetraba, pero es que hacían trampa. Cuando me quitaron la venda allí no había
dos, sino tres tíos agotados y sonrientes. Ese día en lugar de dos mil, me
dieron cinco mil pesetas, y volví a casa con la vulva escocida.
Pensé que aquello era el colmo. La cabrona
de Inés, Paloma, Begoña o como cojones se llamara, ya me había hinchado las
pelotas. Joder, yo solo quería meterle la mano entre las tetas, no que me
contara una película de porno duro.
Me levanté de golpe. El bulto de mi polla
tropezó con la taza de café y me dejó una mancha en los pantalones que tendría
que lavar nada más llegar a casa, antes de que la descubriera Carolina. Antes
de marcharme miré a Begoña con miedo, o con asco, o con ganas, o con todo al
mismo tiempo:
—Mira, tú eres una hija de puta. Eso de
los viejos follando contigo es una historia que te has inventado solo para
joderme. Si no querías saber nada de mí, haberme dicho que me la cascara en el
baño. Haberme mandado a tomar por culo. Haberme puesto una denuncia. No me
jodas. Ahora ¿qué quieres que haga yo con esta historia?
—Tú sabrás —me dijo la hijaputa de Begoña,
o Bárbara, después de darle el último sorbo al café—. No te la va a creer
nadie, así que vas a tener que callarte.
Han pasado treinta años, quizá más, pero
no muchos más, y aún sigo sin saber si fue verdad o fue mentira. Lo que es
seguro es que yo nunca follé con Bernarda, Begoña, Esperanza, Sofía, cago en
dios, ¿cómo se llamaba?, Mercedes, Marta, Casandra, Clotilde, Carajota, Berta,
Sabrina. Si hasta me sabía el apellido, pero ahora ni eso. ¿Fornes? ¿Falcón?
¿Fasca? ¿Furcia? Su apellido tenía dos sílabas, y había una “F” dentro. Pero su
nombre era más fácil, joder, se llamaba Blanca, Viridiana, Mirena, Natacha,
Bámbola. Su puta madre, que no me acuerdo.
Dejé de verla. Poco a poco la fui
olvidando. Me volvió a llamar una vez hace seis o siete años, y me dijo que se
había casado con un ejecutivo de BMW y chalet en Majadahonda, y que estaba
embarazada. Ya no era novia de Elena, y había descubierto que eso de ser
lesbiana era una tontería.
La colgué. Manda cojones. Aún me acuerdo
de ella. Me soltó la historia y se marchó. Que conste que no envidio a su
marido: esa es capaz de cualquier cosa. A mí me dejó tiritando al borde del
abismo sin tocarme un dedo. Se llevó hasta su nombre, y ahora no sé ni cómo cabrearme
con ella.
Ringo y Pepa se han pasado casi toda la
noche ladrando alrededor de la casa. Bea escucha sin poder dormir.
—¿A quién le ladran? ¿Estará intentando
entrar alguien? —me pregunta cuando yo ya estoy roncando.
—No pasa nada —le digo—, están persiguiendo
a los topos y a los conejos del monte.
Poco a poco se tranquiliza, y cuando
estamos a punto de dormirnos, los mastines dejan de alborotar.
—Ya no ladran, ¿les habrá pasado algo? —me
pregunta sacudiéndome el hombro.
—Sí, claro que les ha pasado algo: que se
han dormido; y nosotros deberíamos hacer lo mismo —le contesto.
—Voy a ver —dice, levantándose de la cama.
A tientas la escucho moverse a oscuras
hacia la ventana. Descorre la cortina, abre, se asoma a la noche y los llama en
voz baja, para que los posibles intrusos no la oigan:
—¡Ringo, Pepa!
Casi al momento los perros responden con
ladridos secos, obedientes, y se sientan bajo la ventana.
—Están bien, no les pasa nada —me dice
regresando a la cama.
—Estupendo, le digo, ¿ya podemos dormir?
Bea me mira frunciendo el ceño:
—Bueno, vale, pero no sé cómo puedes estar
tan tranquilo, con la cantidad de bandas organizadas que hay asaltando casas
por la noche, los muertos en Kenia, las mujeres violadas en Ucrania, los niños
abandonados en Brasil, las lapidaciones en Somalia y los torturados en las
comisarías.
—Es verdad —le digo.
Al rato la escucho respirar profundamente
dormida. Y yo, con los ojos como platos.
087
TODOS MIS HERMANOS y hermanas, al menos de
Coke para abajo, han sido unos meones. Y yo, el que más. Medalla de oro.
Campeón mundial de enuresis nocturna. Hasta los trece años, bien cumplidos. Ahí
se cerró la fuente, al mismo tiempo que se abría otra, alimentada ya no por los
riñones, sino por las pelotas. Un mismo cañón para disparar municiones
diferentes.
Lo que yo no podía entender es por qué
razón me regañaban cada mañana, al levantarme y descubrir mi pijama y las
sábanas empapadas.
—¿Ya te has vuelto a mear? Eres un
cochino. Te vamos a tener que hacer un nudo en el pito. ¿Por qué no te levantas
y lo haces en el retrete, como la gente normal? —me decía mi madre.
—¿Y cómo me voy a levantar, si estoy
dormido, y ni siquiera después de mearme me despierto? —me defendía yo.
—Tu cuarto apesta. Nadie quiere dormir
contigo. ¿Cómo vas a ir de campamento? ¿Te compro unos pañales?
Afortunadamente no me compraron nunca
pañales, y Jaime aguantaba en la otra cama del cuarto por la sencilla razón de
que él también se meaba. Los hules de color azul bajo las sábanas fueron mis
compañeros de cama durante la larga infancia.
Luego supe que también los mayores, y
hasta las niñas, se meaban hasta bien avanzada edad. Yo no era una excepción.
Solo conseguí ser el más exagerado, el más longevo.
Recuerdo que muchas noches me acostaba
vestido, tirado sobre la cama, sin llegar a ponerme el pijama, porque llegaba
tan dormido a mi cuarto que solo caía sobre la cama y me quedaba dormido. A
nadie le preocupaba eso. A mí tampoco. Ni entonces, ni ahora. Diez hermanos
asilvestrados pueden con la paciencia de cualquiera, y ni mi madre ni Salud
podían aguantar tanto, así que el que yo me durmiera vestido, con la misma ropa
que había llevado durante el día, no tenía la menor importancia.
Pero yo me meaba, con pijama o sin pijama,
vestido o desnudo, así que amanecía vestido y mojado. No necesitaba vestirme
ya, porque ya lo estaba. En Caracas siempre hacía calor, así que cuando llegaba
a la cocina para tomar el desayuno, sin ducharme, mi ropa ya estaba seca. Todo
arreglado.
Alguna vez incluso me fui al colegio así,
tal cual. Mi olfato no notaba nada. Y alguna vez, tampoco puedo decir que
muchas, tal vez cuatro o cinco veces en total a lo largo de los años, algún
compañero de pupitre, nos sentábamos de dos en dos en los pupitres de madera de
los años sesenta, me dijo que olía mal, a pis.
—Qué tontería —decía yo—. Eso es
imposible. Tú tienes la nariz estropeada.
Yo sabía muy bien qué es lo que olía. No
era tan difícil de descubrir. Me reñía a mí mismo por no haberme cambiado de
pantalones, camisa y camiseta, y me aseguraba de que no volviera a pasar.
Normalmente Salud me ayudaba, me conocía bien, y me mandaba cambiarme de ropa
antes del desayuno. Pero alguna vez se le pasó, o yo me escapé.
Todos esos años me parecieron años de
injusticia, porque yo nunca me hice pis despierto, por pura pereza. Jamás
ocurrió, ni de niño ni de adulto. Como recuerdo, una vez al año, hasta ahora,
ya jubilado, sigo meándome en la cama. Y sigo sin despertare hasta que ya estoy
empapado.
Lo más curioso es que ahora si sé qué es
lo que lo provoca, y el sueño que tengo justo antes de mearme. Sé que es un
mecanismo de defensa para no despertarme. Mi cuerpo está tan cansado, tan
necesitado de dormir a pierna suelta, que mi subconsciente evita que me
despierte aunque tenga inmensas ganas de hacer pis. Y lo hace provocándome un
sueño en el cual yo me acerco a una taza de váter, me saco la picha, y meo
dentro. Y me da gusto y placer. Incluso noto que me salpica un poco. Pero
después de mear en el sueño, noto que aún sigo teniendo muchas ganas, que mi
vejiga está llena, y entonces meo con más fuerza, con más intensidad. Y
entonces sí, en ese momento noto el placer de la vejiga que se vacía, que el
chorro de pis es mucho más potente, y me despierto casi en seguida mojado,
porque ahora, a mis años, sí que me despierta la humedad entre las piernas. Me
he vuelto a mear en la cama, y lo más normal es que mi meada le alcance a la
que en ese momento duerme conmigo.
—Me has meado —me dice.
—Ya lo veo. Lo siento —contesto.
—Bueno, pues nada, cambiamos las sábanas y
ya está —me suele contestar mientras se levanta.
Menos mal que es solo una vez al año. A
veces en hoteles, de viaje, y otras veces en casa. No hay aviso previo. No hay
pautas. Es así, pero al menos ya nadie me regaña.
Todos los hermanos nos seguimos meando,
aunque ya no tanto en la cama, pero sí en todo los demás. Los esfínteres los
tenemos un poco descontrolados. Con frecuencia la cagamos. Tenemos hijos
incontinentes, aunque solo sea incontinencia verbal. Yo sigo meándome en todos
los libros, y Jaime en todos los bares. Meamos desde el trampolín de la
piscina, meamos a nuestros empleados, meamos a nuestras mujeres y a nuestros
hijos. Nos meamos en el trabajo, en la escuela, en el banco, y en las urnas de
votación; pero sobre todo nos meamos a nosotros mismos, nos bautizamos a diario
con nuestro propio caldo.
Si alguna vez me ascienden a Capitán
General, quiero que todos los soldados de mi regimiento hagan torres de
castellers y me saluden desde las alturas con una lluvia de pis fosforescente.
Testamento real. Así debería ser: Lego mis
traumas a mi hijo Elías, sobre todo los que desconozco. El dinero y las cosas
materiales le durarán poco, pero el legado inmaterial de las heridas le durará
siempre, hasta la tumba. Él no lo sabe, pero se los dejará en un testamento no
escrito a Kiros y a Maika. Son invisibles, nunca le he hablado a él de ellos. A
nadie. Casi que ni a mí mismo, pero asoman su cabecita ciega, como un topo,
cada vez que escribo más de cien palabras seguidas. Vienen disfrazadas, vestidas
de microcuentos, de personajes secundarios en cualquier relato, de obsesiones
repetidas en todas las novelas. Me gustaría llevármelos a la tumba, que
murieran conmigo, que se convirtieran en polvo inofensivo después del
crematorio, pero es imposible: los traumas, las taras, las heridas, las
debilidades, sobreviven a los muertos, se acoplan al ADN, y como en la película
La invasión de los ultracuerpos se
apoderan de los que están más cerca. Sin la menor duda se incrustan bajo la
piel de los hijos como un cáncer imparable. Metástasis generacional.
¿Yo lo he heredado de mis padres? Vaya, no
sé. ¿Acaso soy envidioso, arrogante, autista, obsesivo, lento y competitivo
como mi padre? Pues sí, claro que sí. No soy tan brillante como para haberme
inventado yo solito todas esas distorsiones a partir de la nada. La herencia es
importante. De tal palo tal astilla. Hay una pequeña parte que heredé y de la
que me he deshecho, maravillas del psicoanálisis, y otra parte que la he
amplificado. Incluso he incorporado novedades, quebrantos que antes no
existían, y que ahora puedo dar fe de que están ahí, fruto de mi habilidad para
empantanar lo que antes era una charca de agua clara. A veces.
También le lego a Elías, y a mis nietos a
través suyo, alguna habilidad que les será de provecho. La paciencia no, esa
Elías la debió heredar de su madre, o se la fabricó por su cuenta. La
creatividad, tal vez. La dificultad de someterse a los jefes y la autoridad
(para algunos eso es un defecto, para mí una virtud). Y algo más, eso creo. Eso
espero. Y esta confesión que nadie me ha pedido que hiciera.
Mi amigo Ángel Zapata, que sabe mucho,
porque al ser tartamudo tiene que pensarse bien qué es lo que va a decir antes
de abrir la boca, no vaya a desperdiciar palabras innecesarias, con lo difícil
que es arrancarlas de su garganta, me diría que lo que escribo no es para que
lo lean otros, porque esos otros, incluido mi hijo Elías, no tienen ninguna
necesidad de leer mis escritos. Que soy yo el que necesita decirlo, y dárselo.
Soy yo el que necesita que este mensaje llegue hasta él, hasta mi hijo, hasta
mis hermanos, hasta los lectores, y que lo hagan suyo, que me lean, para así
apropiarme de ellos, contaminarlos, instalarme dentro de su cuerpo, y hacerme
eterno a través suyo. No es su deseo, sino el mío. No es su necesidad, sino la
mía. No es un regalo, sino una petición. No es una herencia ni un legado, sino
la necesidad de que me lean, y me vean, y así sentir que me quieren, y que
nunca moriré. O al menos creérmelo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario