lunes, 24 de junio de 2024

Los esqueletos (continuación) - Tercera parte: La memoria del abeto (de 083 a 087)

 Los esqueletos  (continuación)  

Tercera parte: La memoria del abeto (de 083 a 087)



083

Yo soy Camilo, ahora lo tengo claro. Aunque también soy Wálter y el flaco Vargas. Solo pude escribir ese microcuento a condición de no saberlo, de no reconocerme en los personajes. Las palabras salieron solas, como en el diván del psicoanalista, como en los sueños, como en las borracheras rabiosas, y consiguieron decir, a través de las metáforas, lo que no puede ser dicho, lo que está prohibido.

 

Ayer, en la sesión de rehabilitación de mi hombro congelado, capsulitis adhesiva y desgarro en tendón supraespinoso para aquellos que la terminología científica se la pone dura, mi fisioterapeuta me preguntó si era distinta la escritura y lectura en los nuevos ereaders y tablets. Le dije que no. “El Universo está hecho de historias, no de átomos”, decía la poeta Muriel Rukeyser. El hardware que las contiene siempre cambia. Hasta hace cinco siglos, con oralidad primaria, eran los abuelos y los juglares los que contaban historias. Luego fueron los libros. En el siglo XX el teatro se transformó en cine, y en el XXI el cine se convirtió en Netflix.

Los libros se mantienen, en papel o en pantallas led de tinta electrónica, como narraciones interpretadas un único instrumento, el hilo de palabras enlazadas. El teatro, cine y vídeo utilizan un pentagrama de varios canales para narrar las historias: el guion, la voz, la música, los actores, la iluminación, los movimientos de cámara, los efectos de luz y sonido. El cine es una orquesta, y el libro un solista. No son incompatibles. A veces el minimalismo del libro es más placentero que la potencia orquestal del cine. Al final depende de la historia, y de quién la cuente mejor.

Eso le dije. Pero luego, al día siguiente, hoy mismo, pensé que había otro factor importante que diferencia el cine del libro. En el libro, el lector hace la mitad del trabajo, y construye la historia a medias con el autor, poniendo cara a los personajes, atrezzo, decoración, música, luces, ritmo, caracterización, actuación y tonos del diálogo: todo lo que el cine pone, y que no está en el libro. El espectador del cine está desarmado, la obra está terminada en su totalidad, y él solo tiene que disfrutarla o soportarla, sin poder intervenir en ella. En el libro el lector es el coautor de la obra, y solo se representa y existe con su auxilio.

 

Los viajes en el tiempo no existen, pero esto es un viaje en el tiempo. O una montaña rusa en el tiempo. En todo caso, si pudiera fijar una fecha y viajar a ese momento, ¿le diría algo al otro yo que aún está por vivir lo que yo ya he vivido? Estaba a punto de abrir la boca para decir que sí, que le diría… y la he vuelto a cerrar. Viajar a los diecisiete, por ejemplo. Lo más seguro es que me sorprendiera, por más que se trate de mí mismo al ver cómo es, cómo habla, cómo piensa, qué hace, qué le preocupa a ese niñato que fui yo con diecisiete años, un manojo de agonías y cabreos.

—¿Ibas a decirme algo? ¿Un consejo? —me preguntaría el adolescente de pelo rizado con la mirada arrogante.

—No. No hace falta. Ya te apañarás tú solo —diría mi yo de ahora, después de una breve duda.

Y lo mismo haría con mi yo de siete, veintisiete y cuarenta y siete años. Me miraría asombrado y divertido por el ojo de la cerradura del tiempo, y lo dejaría todo intacto, tal y como está, porque cualquier cambio del pasado, por pequeño que sea, podría provocar cambios en mi futuro. “El batir de las alas de una mariposa puede provocar un huracán en otra parte del mundo”, y yo no quiero quedarme sin los años vividos, tal y como los he vivido, y no estar sentado junto a Bea, como estoy ahora mismo, escribiendo las palabras que lees, o que nunca leerás.

No es verdad. Haría algunos cambios. Me diría a principios de enero de este mismo año:

—Enrique, no bajes por esa pequeña cuesta de tierra mojada, que te vas a resbalar, y la leche que te vas a dar te va a dejar un hombro congelado y dolorido durante más de un año.

Y que no diera esa charla a los alumnos del Instituto de Villanueva de la Cañada hace diez años, porque la paga no compensaba los disgustos. Y me diría a mí mismo, el de hace treinta años, que no intentara dar un salto en la última bajada con los esquíes en Andorra, porque me rompería la bola del hombro. Y que no le diera una bofetada a Elías con nueve años. Y que no le tomara el pelo a Leo en la Avenida del Manzanares en el verano de 1967. Y que no fuera tan rápido con la moto a las afueras de Phuket, en Tailandia, hace quince años, o me partiría tres costillas. Y que no me guardara tan adentro la tensión de la separación final con Deme, o mi páncreas reventaría en diabetes tipo 1. Pero si de todo se aprende, y yo necesitaba pasar por esos trances para llegara donde estoy, me quedo con el paquete entero, incluyendo las enfermedades crónicas físicas y psíquicas. Las taras, vaya.

Tengo la sospecha sin fundamento de que muchos sí tratarían de cambiar su historia y su vida. Pedirían una alteración, otra oportunidad, por favor, como sea, por dios, aparta de mí este cáliz. Si yo no fuera Enrique, sino Enrique metido en la piel de Tito, Javier, Coke, Nacho, Jorge… cualquiera de mis hermanos, mis abuelos, mis tíos, mis cuñados y cuñadas, y hasta mi hijo Elías, me apuntaría al cambio. Me desharía de algunas cartas, como en el mus y el póker, y pediría otras al azar, que tal vez fueran peores, nunca se sabe, pero que sean otras, joder, por lo menos intentarlo, que la vida que les tocó vivir a mí me parece insoportable. A veces no, por supuesto, muchas veces fueron felices, estoy seguro, y puede que aún lo sean a ratitos, pero yo tiraba casi todas las cartas. Tabula rasa. Empezar de cero. Dame los dados otra vez, que en esta tirada me ha salido una mierda, y necesito una segunda oportunidad para ser feliz, como Enrique, diría Enrique trasmutado en cualquiera de esos cuerpos.

Pero igual me miento, sé poco de los demás, y tal vez ellos piensen de ellos mismos que han sido felices, que lo son todavía, y que no cambiarían nada de sus vidas en el pasado, para así poder llegar al presente luminoso en el que viven ahora. Es posible. Incluso el consejo absurdo de “más vale malo conocido que bueno por conocer” se aplica todavía, no es tan raro.

 


 


084

Si a los doce años quería ir al Congo, en busca de la eternidad en el cielo a través del atajo en una tribu de caníbales ateos que me meterían en una cazuela, a los quince con los curas comunistas del país vasco, a los diecinueve me quería alistar con los tupamaros, la banda Baader-Meinhof, al ejército rojo japonés o al Frente Polisario, ¿por qué ahora no me apunto ni a una manifestación pacífica en apoyo a las ballenas, las mujeres mapuches, la sanidad pública, la república? ¿He renunciado? ¿Me he aburguesado? ¿Le he pasado el testigo a la siguiente generación? ¿He perdido la fe? ¿Ya me importa un bledo todo eso? No lo sé, pero es así. Creo que he pagado mi deuda de poner mi granito de arena por una sociedad mejor, y no un granito, sino unos cuantos sacos de arena, y creo que la sociedad futura no será mejor. Tampoco peor, como no lo es esta con respecto a la de hace un siglo, o diez siglos. Nuestra presencia o ausencia suma cero. Nuestros actos acumulados añaden y restan cero al total. No somos nadie. No somos nada. Nos creemos que somos la leche, la última pepsicola del desierto. Vaya zarandaja.

 

Mi madre cosía. Cada tarde, al regresar del colegio, yo me sentaba junto a la mesa camilla repleta de hilos, cremalleras y botones, sacaba mi cartilla para hacer los deberes, y colocaba junto al plumier y los cuadernos, mi bocadillo de pan con sobrasada o con tres onzas de chocolate hundidas en su interior. Mi madre cosía y tarareaba canciones de María Dolores Pradera mientras yo hacía garabatos en el cuaderno de dos rayas, siempre pegado a su falda. Yo intentaba concentrarme en la tarea, pero tenía muchas preguntas pendientes:

—Mamá, si Dios conoce el futuro de todos los hombres, ¿Por qué deja nacer a los que van a ir al infierno, si ya sabe que van a ser malos y se van a condenar?

Mi madre detenía en el aire la puntada sobre el calcetín, y me decía:

—Porque nos quiere tanto que nos hizo libres, incluso para ser malos y condenarnos.

Yo regresaba a la caligrafía y los quebrados, sin tener claros los motivos de Dios. Luego lo olvidaba, ocupado en recordar los afluentes del Tajo y buscando el mínimo común múltiplo entre mordiscos de sobrasada.

—Anda, enhébrame este hilo, que yo no atino con el ojo de la aguja.

Mi madre tenía una cinta blanca de tela con los números del uno al diez bordados en rojo. Recortaba un ocho y me lo cosía en todas las camisetas, calzoncillos y pantalones. Pero antes de que acabara, yo volvía a preguntar:

—Mamá, si sólo los que están bautizados pueden ir al cielo, ¿dónde van todos los demás?

—Al limbo, Quique. Van al limbo, como los niños recién nacidos que mueren antes de ser bautizados —me respondía impaciente.

Yo ya me había acabado el bocadillo, y veía cómo mi madre se revolvía inquieta en la silla temiendo que, tal vez, siguiera con el interrogatorio teológico. No quería enfadarla. Estaba llegando al límite, lo sabía, y no deseaba que me expulsara, como a Adán y Eva, de aquel paraíso en que mi madre, al menos por unos momentos, era sólo mía, y no de mis hermanos mayores ni de mi padre. Recuerdo que yo trataba de frenar mis dudas metiéndome en la boca unos cierres de goma rosa que años después supe que se usaban para sujetar las medias con ligueros. Pero no podía dejar de preguntar:

—Y entonces, ¿allí están todos los chinos, y los negros, y los árabes, y los esquimales? ¿No te parece que son muchos, mamá? Y si ellos no tienen la culpa de no haber sido bautizados, ¿por qué nunca van a poder ir al cielo?

Más de una vez acabó pinchándose en el dedo, como la Bella Durmiente, a pesar de los dedales abollados con que cubría su dedo corazón.

—¿Ya has acabado los deberes? Pues hala, vete con tus hermanos al cuarto de juegos, que tu padre está a punto de llegar.

Años después recuerdo escenas similares mientras comíamos cortezas de naranja recubiertas de chocolate junto a las Torres del Silencio, en Caracas, o haciendo cola para la matrícula en decenas de colegios, o merendando tortitas con nata en California 47.

Y yo entonces, no sin pesar, recogía mi cartera, mis cuadernos y mis lápices, y regresaba a la selva de los hermanos, de la que no he podido, no he sabido, o no he querido, salir todavía.

 

 


085

CUANDO LA CONOCÍ, Begoña era la novia oficial de Elena, pero a pesar de ello a mí me gustaba mucho. Fue hace treinta años, porque yo vivía en la calle Manuela Malasaña. Que dos chicas fueran novias no era frecuente. En realidad era muy raro, pero no estaba mal visto entre la gente del teatro y los cuentacuentos. Era exótico, y hasta un poco morboso. Sobre todo porque Begoña no era el modelo clásico de lesbiana marimacho, de pelo corto y pantalones militares. En absoluto. Begoña tenía las tetas grandes, muy visibles debajo de las camisetas ajustadas que le gustaba llevar, llevaba pendientes grandes, y se pintaba los ojos y los labios con trazos finos. ¿Para qué más? Con 23 años, un cuerpo de modelo y una cara de rasgos delicados no necesitaba otra cosa. Era guapa, muy guapa.

He dicho que se llamaba Begoña, pero quizá no se llamaba así, sino Anabel. Joder, es que no me acuerdo. Manda huevos que me acuerde del nombre de su novia, Elena, que era más sosa, y más fea, y no me acuerde del nombre de Begoña. O de Anabel. Creo que tenía una “B” en el nombre. Antes de acabar de contar esta historia seguro que me acuerdo.

El caso es que Elena, la novia, que sí que era lesbiana, trabajaba de técnico de sonido en el Teatro Real. Era buena en su trabajo, según decían, y me imagino que era también el elemento masculino de la pareja. Un día Elena le regaló a Begoña una camiseta muy cachonda que ponía: “Yo no soy lesbiana, pero mi novia sí”.

A mí Begoña me gustaba mucho, no lo podía remediar, y se lo dije. Se lo conté en dos cartas. Quizá tres. Cartas anónimas, deslizadas en el bolso después de los ensayos de teatro, para que se las leyera de camino a casa. Cartas que no eran esta, pero que se le podrían parecer:

 

“Querida Begoña (o Sofía, o Anabel, que no me acuerdo, joder): cuando leas esta carta te preguntarás que quién coño te ha metido un sobre cerrado en el bolso, pero como tampoco hay demasiados enfermos por la escritura en tus alrededores (me refiero a amigos o amigas, y no es que los conozca a todos, simplemente es que los que hacemos estas bobadas somos pocos, ya lo sabes), casi seguro que te estarás imaginando que soy yo el que escribe esta carta inoportuna. Cualquier carta que no se espera es inoportuna. Estoy pensando que más que una carta a ciegas, es un tiro al aire. Es como cazar perdices con los ojos cerrados y sin tener ni idea de cómo se dispara una escopeta. Será que tengo vocación de masoquista, o de bocazas, o de hacer el ridículo. Sé que tú y yo nunca llegaremos a revolcarnos en la cama (ahora, 30 años más tarde, me maravilla esa clarividencia de entonces, no sé si se lo dije en la carta, probablemente no, pero me acuerdo de que siempre lo supe con certeza). Nunca seremos novios, ni amantes. A fin de cuentas yo tengo pareja, Carolina, ya la conoces, es estupenda; y tú también, Elena, muy maja ella, qué envidia le tengo.”

“En fin, que a estas alturas estarás poco menos que estrujando este papel, tratando de leer muy deprisa por si hay algo revelador, fundamental, una especie de anuncio radical, de esos que te cambian la vida. Puede ser una promesa o una amenaza, o solo una torpe declaración de amor no correspondido, un perdigonazo en la distancia. Por si acaso sigues leyendo, nerviosa, mirando de soslayo no vaya a ser que alguien más esté descifrando las líneas por encima de tu hombro, o que Elena se entere, no, no está aquí, pero si lo lee le da un ataque, y eso que no es celosa. Bueno, a fin de cuentas, pensarás, tú no tienes la culpa, no eres tú la que ha escrito esta carta, no eres tú la que se está exponiendo así en público.”

“Bueno, no tan en público, pero un poco sí, porque podrías enseñarle esta carta a Carolina, o a Elena, o a Daniel y a Félix, y que empiece el cachondeo. Pero, joder, ¿cómo coño se le ocurre escribir una carta así? A este tío se le ha ido la olla a Camboya. Piensas, y estás en lo cierto, que no has dado pie a nada, que no te has insinuado, que no has estado provocando, así que no eres culpable de esta demencia, de esta declaración enfermiza que aún no sabes dónde termina, ni lo que intenta. Mierda, qué difícil, ¿por qué me tienen que pasar estas cosas a mí, con lo tranquilita que voy yo por la vida?”

 

La carta era un ejercicio de omnisciencia narrativa, un truco de palabras enhebradas ideado para ablandar su posible resistencia, y que me permitiera acercarme al barranco de sus tetas. Eso Begoña lo supo siempre, porque tonta no era. Pero como yo no le caía mal, le parecía buen chico, aunque era el novio de Carolina, que era amiga suya, o casi, siguió leyendo.

—Veamos que quiere este capullo, aparte de echarme un polvo, como todos, que en eso la cosa no cambia, diga lo que diga la puta carta. Qué nervios.

Así que Sabrina, o Begoña, Sofía, Anabel, continuó bebiendo las líneas de la carta hasta llegar a la propuesta: "Que por qué no nos tomamos un café", decía el cabrón en la carta (ese soy yo). Pensó que tenía que estar enfermo. Estaba segura de que ya se le asomaba (me asomaba) la punta de la polla por los agujeritos de la bragueta, aunque en la carta decía solo que quería tomar un café.

—Vale, pues venga, un café. Te vas a enterar —dijo Anabel, quizá Sofía, o Begoña.

Y en el Café del Nuncio me contó que el verano anterior, estábamos ya en octubre, aún con manga corta, había estado practicando intercambio de inglés con un hombre mayor, un profesor retirado. Era un viudo de setenta años, un profesor de Historia Antigua de la Universidad Complutense, ya jubilado, que vivía cerca de Plaza Castilla. Un investigador que le contaba unas historias preciosas de Grecia y de la India.

Begoña me dijo que no sabía por qué, pero que el viejo le caía bien, y que siempre la recibía con unos piropos tan graciosos, que de pronto se encontró con que los dos estaban jugando a la seducción, a pesar de que ella tenía novia, y solo veintitrés años, y él setenta cumplidos.

—Ponte minifalda, que hace mucho calor, y seguro que tienes las piernas muy bonitas —le dijo él.

Y Anabel, o Sofía, quizá Begoña, al día siguiente se puso minifalda, y él le acarició la rodilla mientras hablaban en inglés. Nunca la forzó, que va, era todo un caballero, pero poco a poco, días tras día, la mano subía muslo arriba.

—Pero vamos a ver, ¿tú no tienes novia? ¿Elena no es tu novia? ¿Tú no eres lesbiana? —le pregunté yo al borde del infarto escupiendo en la taza del Café del Nuncio. Y probablemente también se lo preguntó el viejo, al borde de otro infarto con más posibilidades de ser mortal.

—Pues no, qué tontería —me dijo Anabel/Sofía—. Yo estoy con Elena porque me gusta ella como persona; pero si Elena se hubiese llamado Germán y fuese un chico, me habría enamorado de Germán. Yo me enamoro de las personas, no de su sexo.

Y levantó la barbilla en un gesto de orgullo.

Y a mí la picha se me puso a reventar. Vamos, no me jodas.

El caso es que poco a poco, según me contó, la mano del viejo llegó hasta las bragas, después se las quitó, y acabó en la cama con él. Sí, sí, con el de setenta años. Y no una vez, sino dos veces por semana, como poco. Begoña, o Anabel, me cago en dios, decía que esos días él le daba una propina de dos mil pesetas por haberse portado bien.

—Venga ya. Eso se llama prostitución —le dije enfermo de celos.

—Oye, no te pases. Yo lo hacía porque no me importaba, y a él se le veía tan contento que no sabía cómo pararle —me dijo Begoña, o como coño se llamase.

—Pero vamos a ver, ¿tú no estabas contratada para hacer intercambio del idioma inglés? —le pregunté casi suplicando para que rectificase la historia.

—Al final ya ni hablábamos en inglés ni nada —me dijo pegando la espalda al respaldo de la silla—. Según entraba por la puerta me empujaba hasta la cama, me desnudaba deprisa y me echaba un polvo. Después, más tranquilo ya, nos tomábamos un té, y hablábamos del calor que hacía en verano en Madrid. Antes de irme él me metía un billete de dos mil pesetas en el bolso, o por dentro de las bragas, y nos despedíamos hasta la próxima. ¡No sabes qué energía tenía el tío, con setenta años!


 


086

Yo casi ni me lo podía creer. Allí estaba Sofía, o Begoña, tan tranquila, contándome cómo se lo montaba con un tío de setenta años sin que Elena, su novia lesbiana, se enterara de nada.

—¿Y aún sigues yendo a su casa? —le pregunté, sabiendo que no era posible.

—No, ya no. Al final me enfadé con él. Era un cerdo —reconoció.

—¿Por qué? ¿Qué pasó? —yo estaba al borde de un infarto sexual.

Anabel, o Sofía, dudó unos instantes. No sabía si contármelo o no. Parecía que le daba vergüenza.

—Bueno, un día llegué y me encontré con que estaba con un amigo un poco más joven que él, tendría unos sesenta y siete años, pero se conservaba bien. Me dijeron que se conocían desde la mili en Ceuta. Al principio me dio un poco de mal rollo, porque su amigo tenía la cara salpicada de huellas de viruela y ojos de viciosillo.

—No sigas por ahí, que vamos mal —le dije en un susurro, pero Begoña no me escuchó.

—El caso es que me dijo que era su cumpleaños, el de su amigo —siguió contando Belén, quizá Francisca—, y que había pensado que yo era un buen regalo. La verdad es que me sentó mal, porque no había contado conmigo para nada.

—La madre que te parió —me quejé resoplando.

—En fin, que como el tío siempre lograba convencerme, me vendaron los ojos y jugamos a que yo tenía que adivinar quién era quién.

—Quién era quién, ¿el qué? —empecé a pensar que me tomaba el pelo.

—Bueno, ya sabes, los juegos típicos, adivinar quién me tocaba el culo, o las tetas, o quién era el me la metía...

—¿El que te metía el qué? No me jodas. No te creo —le dije sujetándome a la mesa.

—...escuché varias veces el ruido del disparador una cámara de fotos, y notaba el flash a través de los ojos vendados. Yo casi nunca pude adivinar quién era el que me tocaba, o quién me penetraba, pero es que hacían trampa. Cuando me quitaron la venda allí no había dos, sino tres tíos agotados y sonrientes. Ese día en lugar de dos mil, me dieron cinco mil pesetas, y volví a casa con la vulva escocida.

Pensé que aquello era el colmo. La cabrona de Inés, Paloma, Begoña o como cojones se llamara, ya me había hinchado las pelotas. Joder, yo solo quería meterle la mano entre las tetas, no que me contara una película de porno duro.

Me levanté de golpe. El bulto de mi polla tropezó con la taza de café y me dejó una mancha en los pantalones que tendría que lavar nada más llegar a casa, antes de que la descubriera Carolina. Antes de marcharme miré a Begoña con miedo, o con asco, o con ganas, o con todo al mismo tiempo:

—Mira, tú eres una hija de puta. Eso de los viejos follando contigo es una historia que te has inventado solo para joderme. Si no querías saber nada de mí, haberme dicho que me la cascara en el baño. Haberme mandado a tomar por culo. Haberme puesto una denuncia. No me jodas. Ahora ¿qué quieres que haga yo con esta historia?

—Tú sabrás —me dijo la hijaputa de Begoña, o Bárbara, después de darle el último sorbo al café—. No te la va a creer nadie, así que vas a tener que callarte.

Han pasado treinta años, quizá más, pero no muchos más, y aún sigo sin saber si fue verdad o fue mentira. Lo que es seguro es que yo nunca follé con Bernarda, Begoña, Esperanza, Sofía, cago en dios, ¿cómo se llamaba?, Mercedes, Marta, Casandra, Clotilde, Carajota, Berta, Sabrina. Si hasta me sabía el apellido, pero ahora ni eso. ¿Fornes? ¿Falcón? ¿Fasca? ¿Furcia? Su apellido tenía dos sílabas, y había una “F” dentro. Pero su nombre era más fácil, joder, se llamaba Blanca, Viridiana, Mirena, Natacha, Bámbola. Su puta madre, que no me acuerdo.

Dejé de verla. Poco a poco la fui olvidando. Me volvió a llamar una vez hace seis o siete años, y me dijo que se había casado con un ejecutivo de BMW y chalet en Majadahonda, y que estaba embarazada. Ya no era novia de Elena, y había descubierto que eso de ser lesbiana era una tontería.

La colgué. Manda cojones. Aún me acuerdo de ella. Me soltó la historia y se marchó. Que conste que no envidio a su marido: esa es capaz de cualquier cosa. A mí me dejó tiritando al borde del abismo sin tocarme un dedo. Se llevó hasta su nombre, y ahora no sé ni cómo cabrearme con ella.

 

Ringo y Pepa se han pasado casi toda la noche ladrando alrededor de la casa. Bea escucha sin poder dormir.

—¿A quién le ladran? ¿Estará intentando entrar alguien? —me pregunta cuando yo ya estoy roncando.

—No pasa nada —le digo—, están persiguiendo a los topos y a los conejos del monte.

Poco a poco se tranquiliza, y cuando estamos a punto de dormirnos, los mastines dejan de alborotar.

—Ya no ladran, ¿les habrá pasado algo? —me pregunta sacudiéndome el hombro.

—Sí, claro que les ha pasado algo: que se han dormido; y nosotros deberíamos hacer lo mismo —le contesto.

—Voy a ver —dice, levantándose de la cama.

A tientas la escucho moverse a oscuras hacia la ventana. Descorre la cortina, abre, se asoma a la noche y los llama en voz baja, para que los posibles intrusos no la oigan:

—¡Ringo, Pepa!

Casi al momento los perros responden con ladridos secos, obedientes, y se sientan bajo la ventana.

—Están bien, no les pasa nada —me dice regresando a la cama.

—Estupendo, le digo, ¿ya podemos dormir?

Bea me mira frunciendo el ceño:

—Bueno, vale, pero no sé cómo puedes estar tan tranquilo, con la cantidad de bandas organizadas que hay asaltando casas por la noche, los muertos en Kenia, las mujeres violadas en Ucrania, los niños abandonados en Brasil, las lapidaciones en Somalia y los torturados en las comisarías.

—Es verdad —le digo.

Al rato la escucho respirar profundamente dormida. Y yo, con los ojos como platos.

 

 


087

TODOS MIS HERMANOS y hermanas, al menos de Coke para abajo, han sido unos meones. Y yo, el que más. Medalla de oro. Campeón mundial de enuresis nocturna. Hasta los trece años, bien cumplidos. Ahí se cerró la fuente, al mismo tiempo que se abría otra, alimentada ya no por los riñones, sino por las pelotas. Un mismo cañón para disparar municiones diferentes.

Lo que yo no podía entender es por qué razón me regañaban cada mañana, al levantarme y descubrir mi pijama y las sábanas empapadas.

—¿Ya te has vuelto a mear? Eres un cochino. Te vamos a tener que hacer un nudo en el pito. ¿Por qué no te levantas y lo haces en el retrete, como la gente normal? —me decía mi madre.

—¿Y cómo me voy a levantar, si estoy dormido, y ni siquiera después de mearme me despierto? —me defendía yo.

—Tu cuarto apesta. Nadie quiere dormir contigo. ¿Cómo vas a ir de campamento? ¿Te compro unos pañales?

Afortunadamente no me compraron nunca pañales, y Jaime aguantaba en la otra cama del cuarto por la sencilla razón de que él también se meaba. Los hules de color azul bajo las sábanas fueron mis compañeros de cama durante la larga infancia.

Luego supe que también los mayores, y hasta las niñas, se meaban hasta bien avanzada edad. Yo no era una excepción. Solo conseguí ser el más exagerado, el más longevo.

Recuerdo que muchas noches me acostaba vestido, tirado sobre la cama, sin llegar a ponerme el pijama, porque llegaba tan dormido a mi cuarto que solo caía sobre la cama y me quedaba dormido. A nadie le preocupaba eso. A mí tampoco. Ni entonces, ni ahora. Diez hermanos asilvestrados pueden con la paciencia de cualquiera, y ni mi madre ni Salud podían aguantar tanto, así que el que yo me durmiera vestido, con la misma ropa que había llevado durante el día, no tenía la menor importancia.

Pero yo me meaba, con pijama o sin pijama, vestido o desnudo, así que amanecía vestido y mojado. No necesitaba vestirme ya, porque ya lo estaba. En Caracas siempre hacía calor, así que cuando llegaba a la cocina para tomar el desayuno, sin ducharme, mi ropa ya estaba seca. Todo arreglado.

Alguna vez incluso me fui al colegio así, tal cual. Mi olfato no notaba nada. Y alguna vez, tampoco puedo decir que muchas, tal vez cuatro o cinco veces en total a lo largo de los años, algún compañero de pupitre, nos sentábamos de dos en dos en los pupitres de madera de los años sesenta, me dijo que olía mal, a pis.

—Qué tontería —decía yo—. Eso es imposible. Tú tienes la nariz estropeada.

Yo sabía muy bien qué es lo que olía. No era tan difícil de descubrir. Me reñía a mí mismo por no haberme cambiado de pantalones, camisa y camiseta, y me aseguraba de que no volviera a pasar. Normalmente Salud me ayudaba, me conocía bien, y me mandaba cambiarme de ropa antes del desayuno. Pero alguna vez se le pasó, o yo me escapé.

Todos esos años me parecieron años de injusticia, porque yo nunca me hice pis despierto, por pura pereza. Jamás ocurrió, ni de niño ni de adulto. Como recuerdo, una vez al año, hasta ahora, ya jubilado, sigo meándome en la cama. Y sigo sin despertare hasta que ya estoy empapado.

Lo más curioso es que ahora si sé qué es lo que lo provoca, y el sueño que tengo justo antes de mearme. Sé que es un mecanismo de defensa para no despertarme. Mi cuerpo está tan cansado, tan necesitado de dormir a pierna suelta, que mi subconsciente evita que me despierte aunque tenga inmensas ganas de hacer pis. Y lo hace provocándome un sueño en el cual yo me acerco a una taza de váter, me saco la picha, y meo dentro. Y me da gusto y placer. Incluso noto que me salpica un poco. Pero después de mear en el sueño, noto que aún sigo teniendo muchas ganas, que mi vejiga está llena, y entonces meo con más fuerza, con más intensidad. Y entonces sí, en ese momento noto el placer de la vejiga que se vacía, que el chorro de pis es mucho más potente, y me despierto casi en seguida mojado, porque ahora, a mis años, sí que me despierta la humedad entre las piernas. Me he vuelto a mear en la cama, y lo más normal es que mi meada le alcance a la que en ese momento duerme conmigo.

—Me has meado —me dice.

—Ya lo veo. Lo siento —contesto.

—Bueno, pues nada, cambiamos las sábanas y ya está —me suele contestar mientras se levanta.

Menos mal que es solo una vez al año. A veces en hoteles, de viaje, y otras veces en casa. No hay aviso previo. No hay pautas. Es así, pero al menos ya nadie me regaña.

 

Todos los hermanos nos seguimos meando, aunque ya no tanto en la cama, pero sí en todo los demás. Los esfínteres los tenemos un poco descontrolados. Con frecuencia la cagamos. Tenemos hijos incontinentes, aunque solo sea incontinencia verbal. Yo sigo meándome en todos los libros, y Jaime en todos los bares. Meamos desde el trampolín de la piscina, meamos a nuestros empleados, meamos a nuestras mujeres y a nuestros hijos. Nos meamos en el trabajo, en la escuela, en el banco, y en las urnas de votación; pero sobre todo nos meamos a nosotros mismos, nos bautizamos a diario con nuestro propio caldo.

Si alguna vez me ascienden a Capitán General, quiero que todos los soldados de mi regimiento hagan torres de castellers y me saluden desde las alturas con una lluvia de pis fosforescente.

 

Testamento real. Así debería ser: Lego mis traumas a mi hijo Elías, sobre todo los que desconozco. El dinero y las cosas materiales le durarán poco, pero el legado inmaterial de las heridas le durará siempre, hasta la tumba. Él no lo sabe, pero se los dejará en un testamento no escrito a Kiros y a Maika. Son invisibles, nunca le he hablado a él de ellos. A nadie. Casi que ni a mí mismo, pero asoman su cabecita ciega, como un topo, cada vez que escribo más de cien palabras seguidas. Vienen disfrazadas, vestidas de microcuentos, de personajes secundarios en cualquier relato, de obsesiones repetidas en todas las novelas. Me gustaría llevármelos a la tumba, que murieran conmigo, que se convirtieran en polvo inofensivo después del crematorio, pero es imposible: los traumas, las taras, las heridas, las debilidades, sobreviven a los muertos, se acoplan al ADN, y como en la película La invasión de los ultracuerpos se apoderan de los que están más cerca. Sin la menor duda se incrustan bajo la piel de los hijos como un cáncer imparable. Metástasis generacional.

¿Yo lo he heredado de mis padres? Vaya, no sé. ¿Acaso soy envidioso, arrogante, autista, obsesivo, lento y competitivo como mi padre? Pues sí, claro que sí. No soy tan brillante como para haberme inventado yo solito todas esas distorsiones a partir de la nada. La herencia es importante. De tal palo tal astilla. Hay una pequeña parte que heredé y de la que me he deshecho, maravillas del psicoanálisis, y otra parte que la he amplificado. Incluso he incorporado novedades, quebrantos que antes no existían, y que ahora puedo dar fe de que están ahí, fruto de mi habilidad para empantanar lo que antes era una charca de agua clara. A veces.

También le lego a Elías, y a mis nietos a través suyo, alguna habilidad que les será de provecho. La paciencia no, esa Elías la debió heredar de su madre, o se la fabricó por su cuenta. La creatividad, tal vez. La dificultad de someterse a los jefes y la autoridad (para algunos eso es un defecto, para mí una virtud). Y algo más, eso creo. Eso espero. Y esta confesión que nadie me ha pedido que hiciera.

Mi amigo Ángel Zapata, que sabe mucho, porque al ser tartamudo tiene que pensarse bien qué es lo que va a decir antes de abrir la boca, no vaya a desperdiciar palabras innecesarias, con lo difícil que es arrancarlas de su garganta, me diría que lo que escribo no es para que lo lean otros, porque esos otros, incluido mi hijo Elías, no tienen ninguna necesidad de leer mis escritos. Que soy yo el que necesita decirlo, y dárselo. Soy yo el que necesita que este mensaje llegue hasta él, hasta mi hijo, hasta mis hermanos, hasta los lectores, y que lo hagan suyo, que me lean, para así apropiarme de ellos, contaminarlos, instalarme dentro de su cuerpo, y hacerme eterno a través suyo. No es su deseo, sino el mío. No es su necesidad, sino la mía. No es un regalo, sino una petición. No es una herencia ni un legado, sino la necesidad de que me lean, y me vean, y así sentir que me quieren, y que nunca moriré. O al menos creérmelo.

 

(Continuará)

 


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