Los esqueletos (continuación)
Tercera parte: La memoria del abeto (de 070 a 073)
070
Frank MacCourt cuenta en Las cenizas de Ángela toda una infancia
detallada gracias a una memoria más que envidiable. El libro es magnífico,
desde luego, pero no me creo que se acuerde de todo eso. Así que el libro es
mentira. Pero es mejor. No tiene por qué ser verdad, sino ser creíble,
consistente. ¿Es una autobiografía falsa? Ja. Como si las otras no lo fueran.
Como si existiera, en realidad, una autobiografía verdadera. Ni aun citando a
Karl Ove Knausgärd, Annie Ernaux y Charles Bukowski. Ni aun queriendo, vaya.
Así pues, si renuncio de antemano a la posibilidad de escribir una
autobiografía fiel a la realidad, que por cierto, es tan múltiple y simultánea
como ojos que la observan. Podría empezar a reconstruir mi infancia con
mentiras. La verdad de las mentiras,
que decía Vargas Llosa.
En la terraza de cemento y ladrillo que
daba al gigantesco patio de nuestra casa, en Goya 118, sobrevolando el techo a
dos aguas de un aparcamiento que llegaba hasta las orillas del edificio de
enfrente, de la calle Povedilla, había un tragabolas, con una trampilla de
madera pintada de verde oscuro. Salud, o cualquiera, podía levantar la
trampilla, y tirar por ella la basura, o lo que sea. Los restos de comida, sin
bolsa de plástico que lo contenga, se tiraban directamente por ese desagüe de
sólidos. El olor a podrido y descomposición era intenso en al menos dos metros
alrededor. En la pared de enfrente, al otro lado del patio gigante, en el otro
edificio, había una mancha gris en la pared blanca de tres pisos de altura, y
su forma recordaba a un pulpo gigantesco que me amenazaba las noches de
insomnio.
Con las páginas satinadas del ABC
dominical hacíamos flotas de barcos, armadas invencibles que navegaban por el
pasillo rumbo a la cocina. A la cabeza iba la nave del almirante, la portada
del ABC, a todo color. Al fondo del pasillo esperaba Jorge con su almacén, una
santa Bárbara de sandalias y zapatillas. Al grito suicida de “¡Medina
Sidonia!”, Jorge entraba en furia, y empezaba a descargar su arsenal de zapatos
sobre la valiente flota de barcos. Una escabechina.
El doctor Blanco, mi psicoanalista,
durante los primeros tres años, tres sesiones por semana, me escuchaba desde
atrás, desde la pequeña butaca de pana verde que colocaba en la penumbra, junto
a la cabecera del diván donde me tumbaba. Yo no lo veía, solo oía de vez en
cuando su voz, que provenía de un mundo oscuro un poco más allá del hipotálamo.
—¿Qué cree usted que significa ese sueño
que acaba de contarme? —me preguntaba.
Y yo trataba de desmontar las imágenes
oníricas, interpretarlas. Así aprendí a leer por segunda vez: La m con la a,
ma. El desnudo en plena calle, la vulnerabilidad.
Fue mi amigo Alfonso Fernández Burgos el
que me dijo que hay que leer las equis del discurso del diván, del monólogo,
casi fluir de la conciencia, que uno deja escapar tumbado en el diván del
psicoanalista.
—Se leen las equis. Tú vas hablando y
hablando, soltando un hilo de palabras que no se interrumpe apenas. Vas
contando sueños, anécdotas, ideas que te asaltan, recuerdos, quejas, deseos,
discusiones. Y no importa lo que digas, sino las equis que se repiten, el ruido
de fondo, lo que no dices de modo directo, pero que se te escapa, los actos
fallidos, que se repiten en el discurso: l k j x a s d j x o i q u w e
q n x j k l s o l k x l o i u o a s d j x r t.
No es una repetición literal, sino
analogías. Son actos metafóricos que desnudan la realidad, la verdad oculta.
Como en aquel chiste viejo y malo:
—Caramba, Follardo, cuánto tiempo sin
verte.
—Me llamo Gerardo.
—Uy, perdón. No sé en qué estaría
pensando.
Mi infancia anterior a los ocho años son
mitad recuerdos reales, y mitad visiones de fotos y películas de ocho
milímetros en blanco y negro, comentadas por mis padres y hermanos en reuniones
de salón, con los álbumes de fotos y el proyector de cine mudo frente a la
pantalla con trípode. La manada se reunía después de cenar, con la tripa llena,
y se jaleaba en las fotos a los gloriosos soldados que montaban bicicleta sin
manos, hacían piruetas, se colgaban de los árboles, y le sacaban la lengua a la
cámara. Éramos la flor y nata de la juventud sana, que cantaba Montañas nevadas,/ banderas al viento,/ el
alma tranquila./ Yo sabré vencer.
En el cuarto de baño de Goya 118, en el
costado inferior de la bañera, pegando al suelo, había una baldosa suelta, que
acabó siendo una baldosa ausente. Detrás de la baldosa había una llave de paso,
y un agujero negro que recorría el subsuelo de la bañera. Un nido de monstruos,
el origen de las manos que te podían agarrar por los tobillos y arrastrarte a
lo más oscuro si te pillaba desprevenido. Si me castigaban encerrado en el
cuarto de baño, solo podía quedarme mirando fijamente el origen oscuro del
miedo, la baldosa rota, el agujero abismal detrás del cual solo podía haber
oscuridad, arañas, gusanos, terror y silencio. El sótano húmedo del
subconsciente.
071
HABLO CON JAIME
por teléfono. Está hecho un lío. Lleva nueve meses separado de Rosa, incluso
han firmado el divorcio, pero sigue dudando de si ha hecho bien o no al
separarse.
—Yo tenía una familia estupenda —me dice—.
Una mujer que me quería, cuatro hijos, una casa que diseñé yo mismo, y ahora no
tengo nada.
Le digo que la madre de Bea también es
estupenda, que se quieren mucho, pero que no podrían vivir juntas. Son
incompatibles.
—Pero me siento responsable del dolor que
le provoco a Rosa —me dice Jaime—. Si yo volviera, ella sería feliz, como
antes.
—Y tú no, como antes.
—Ya. Bueno, yo tampoco era infeliz
—reconoce—. Solo a veces necesitaba un poco de aire —y empieza a reescribir la
historia del pasado sin darse cuenta.
Le digo que es como si un león hambriento
quisiera comerle, y él se sintiera responsable por matarle de hambre al no
dejarse comer.
—No es así. Rosa no me quiere comer
entero. Solo un brazo —dice.
—Rosa tiene muchas cebras en la sabana
para saciar el hambre —le digo—. No tiene por qué comerte un brazo, aunque sea
tu brazo lo que más le gusta para desayunar. Si se muere de hambre, tú no serás
el responsable. No te culpabilices.
—¿Y todo lo que he perdido? La mujer, los
hijos, la casa, la tranquilidad… —se queja.
—Siempre se pierde algo, y se gana algo
—le digo—. Es una transacción, no un embargo. Hay un canon que tienes que
pagar. Es un toma y daca, tit for tat.
Tienes que aceptar que hay que dar algo, perder algo, para conseguir otra cosa
que necesitas.
Refunfuña, e insiste en que lo pasa mal,
sobre todo porque Rosa llora. No le consuela saber que la manipulación domina
todos sus movimientos.
Creo que debería ahondar en el asunto de
los hermanos espejo, los otros yo que no son sino versiones posibles en otras
vidas. Lo que me molesta en ellos es casi seguro que es porque lo tengo dentro,
oculto, disimulado, y me da miedo que se vea, que me descubran. Y las casas,
que reflejan a sus habitantes, pero que quizá no han sido hechas por ellos,
sino que son las casas las que tienen domesticados a sus dueños. Son las casas,
las viviendas construidas con el tiempo, largamente vividas, las que en
realidad han hecho prisioneros a sus habitantes. Son sirenas que cantan con
melodías seductoras, sibilinas, hechiceras, hasta que caemos como moscas en la
tela de la araña. Una casa-prisión hecha a la medida, ajustada a nuestras
necesidades y gustos, para que no podamos escaparnos, no queramos escaparnos, y
pensemos que no tienen cerrojos ni paredes, sino que somos libres dentro de
ellas, síndrome de Estocolmo, y que podemos escaparnos siempre que queramos.
¿No dicen eso los yonquis, los que están enganchados a las drogas, que ellos lo
dejan cuando quieran, que son libres, que no están pillados ni enganchados?
Pues claro.
También se dice de la pareja, de la
familia, del pueblo en el que vivimos, de la patria, del idioma, de nuestra
religión y nuestras creencias. Somos los mejores a la hora de fabricarnos
cárceles invisibles, dependencias, nudos, servidumbres. Me voy a la piscina, a
ver si me aclaro con cloro.
Me siento delante del teclado del
ordenador, y pasan dos y tres horas en las que no consigo escribir, como si
tuviera un atasco, un estreñimiento feroz. Sigo sentado, esperando, porque no
sé si este estreñimiento sintáctico es porque estoy a punto de decir algo
oscuro, o si solo estoy seco, y ya no tengo nada más que decir. Sé que no tengo
por qué escribir, por qué decir nada, añadir nada a lo que ya he dicho. A nadie
le importa, nadie lo necesita, nadie me lo pide, nada va a cambiar ni en el
mundo ni en sus habitantes diga lo que diga, o calle lo que calle. Y sin
embargo siento la necesidad, que no es de otros sino solo mía, de hablar, de
escribir, de decir, de explicar, de pontificar. Agua en un cesto, ya lo sé. Es
posible que no me sirva ni a mí mismo, que lo único que esté haciendo sea
levantar costras, arañar heridas, y no para curarlas, sino solo por puro
masoquismo.
Haz un esfuerzo: acuérdate de lo todo lo
malo que has vivido. Rescátalo del olvido en que tu inconsciente lo ha
enterrado, y revívelo, recuérdalo. Etimología de recordar: re-cordis, volver a pasar por el corazón, que es donde antiguamente
se pensaba que se almacenaban los recuerdos. ¿Y para qué, en concreto? ¿Es
necesario, sirve de algo recordar la paliza que me dio aquel compañero de clase
a los nueve años? ¿Me ayuda en algo revivir en la mente el dolor de las
infidelidades? ¿Saco algo de provecho si resucito las discusiones familiares,
las del trabajo, las políticas? ¿No será simple masoquismo el volver a tragar
sapos y culebras?
Tengo que rebuscar, será que aún me mimo,
para encontrar episodios del pasado en los que yo pueda decir: me equivoqué. No
consigo ni uno. Y está claro que es imposible que no los haya, en buen número,
además. No es que sean más abundantes los errores que los aciertos, puede que
no, pero la idea de que no existan errores se me hace impensable. Será más
fácil preguntarles a los otros, que no me tienen tanta ley como yo a mí mismo,
para descubrirlos, o reconstruirlos. Y de nuevo pregunto: ¿Para qué? ¿Para
quién?
Normalmente Bea y yo no nos molestamos al
escribir. Podemos estar varias horas por la mañana, comer a toda prisa, ver un capítulo
de alguna serie de Netflix, y luego regresar a la escritura sin apenas
dirigirnos la palabra, excepto alguna duda gramatical, o geográfica. Casi
siempre. Pero a veces no. Ahora, por ejemplo, a las 14:20 horas, yo me levanto
de la silla y me voy a la cocina a preparar la comida. Alcachofas rehogadas con
ajo y un huevo frito. De acuerdo.
—¿Quieres que añada también cebolla al
sofrito? —le pregunto a Bea.
Sé que a veces no le gusta la cebolla. O
le gusta menos que a mí, en todo caso.
—Sí, claro, no hay problema —me dice.
Y empiezo a hacer la comida. Recuerdo que
hay cebollas blancas en algún sitio, que aún no hemos usado. Encuentro una,
pequeña. Perfecta. Pelo un ajo grande y lo hago láminas. Pongo la sartén
grande, la blanca, al fuego, con un poco de aceite de los tomates que estaban
rehidratándose y ya nos hemos terminado, y otro poco de aceite nuevo. Después
pelo la capa exterior de la cebolla, la parto por la mitad y empiezo a
trocearla.
Llega Bea, que estaba enfrascada en su
escritura, y me regaña por usar la cebolla blanca, porque según ella esa era
una cebolla especial para ensaladas. Arrugo la frente, empiezo a enfadarme. Me
molesta que me interrumpan el proceso de hacer la comida, casi tanto como el de
la escritura. No me importa hacerla, pero sí me importa que me compliquen e
intervengan en el proceso. Yo usaré lo que quiera para hacer la comida. La
cebolla blanca no tenía ninguna advertencia de uso, y la cocina es muy pequeña.
¿Cebolla para la ensalada? Hace meses, o años, que no echamos cebolla a las
ensaladas. Incluso cuando vamos a la cafetería Samoga y pedimos una ensalada,
le decimos:
—Sin cebolla y sin atún, por favor.
Salgo de la cocina y dejo a dentro a Bea.
—Haz tú la comida, si no te gusta cómo la
hago yo.
Y me voy a mi mesa, enciendo el ordenador,
y empiezo a escribir lo que estás leyendo.
¿Cuándo la pelea alrededor de media
cebolla blanca al cocinar se convierte en un conflicto de pareja? ¿Cuántas
cebollas hacen un divorcio? ¿Son las peleas minúsculas las que van desgastando
una relación de pareja, o es la superación de una minicrisis la que hace que la
relación sea más estable? ¿Nos peleamos porque nos aburrimos, y necesitamos un
poco de vértigo en la relación, o es porque la vida entera sigue siendo una
lucha de poder y despotismo hasta la muerte?
072
Le pregunto a Raquel, mi editora de Malas Artes, si se han vendido muchos
ejemplares de En otra piel. Me dice
que la primera edición, de 150 ejemplares, está casi agotada. Cuarenta
ejemplares los he regalado yo (aún me quedan 12), cuarenta se vendieron en la
presentación de La Casa del Libro en
Madrid, hace dos semanas, y pongamos que aún les sobren veinte. Eso querría
decir que hay cincuenta que los han comprado por ahí, cincuenta tiros al aire,
cincuenta desconocidos que tienen el libro. Sé que uno lo compró Itziar, mi
prima; otro Javier, el primo de Bea; y otro más José R. Cortes, un lector
especializado. Los demás son anónimos, al menos para mí.
No deja de sorprenderme que mi novela Abdel haya vendido trescientos mil ejemplares
en los últimos treinta años. La semana pasada me enviaron un correo desde la
editorial SM para decirme que sacaban la edición 49, con otros 6.600 ejemplares
más. Lo hacen una o dos veces al año, todos los años, desde 1993. También
recibí ejemplares de cortesía de la tercera edición en Alemania. No me pregunto
quién lee Abdel, sus lectores son mil
veces más numerosos que los de En otra
piel, que están contados, numerados, controlados. Abdel es un buen libro, me alegro por él, y por mí que cobro derechos
de autor desde hace treinta años, pero creo que En otra piel es mejor. Me da pena que no tenga la difusión que
tiene Abdel, y no por el dinero, las
regalías, sino por el mensaje que encierra, las vergüenzas que destapa.
Tres o cuatro veces cada noche me tengo
que levantar para ir al baño, haga frío o calor, y no importa si estoy cansado
o no. Es la vejez, me dice el cuerpo. Otra señal de alerta. Incontinencia
urinaria. Quizá la próstata. Hiperglucemia. Casi añoro la época de los cero a
los trece años, en la que me meaba todas las noches en la cama sin llegar a
despertarme nunca. Solo me daba cuenta por la mañana, cuando descubría mi
pijama y las sábanas aún mojadas, y un olor intenso a amoniaco flotando en el
cuarto. Jaime, que dormía en la cama de al lado, nunca se quejó del olor,
porque él también se meaba, aunque menos que yo, y además era más pequeño, dos
años y medio menos, así que no le convenía enfrentarse a su hermano mayor, el
mayor meón de la familia, si no quería llevarse un guantazo.
A lo mejor por eso escribo desde que dejé
de hacerme pis en la cama. Antes escribía, protestaba, con el pito. Hasta
llegar la adolescencia y descubrir que las palabras son líquidas. A partir de
los trece años empecé a escribir y a eyacular, y dejé de mearme en la cama. No
lo necesitaba. Ya podía hacerlo en otros lugares, en otros papeles, y hasta
podía sentirme orgulloso de mis meadas, de mis escritos. Incluso me dieron
premios, y pagaron dinero por lo que escribía, por lo que expulsaba de mi
cuerpo, por mis fluidos corporales.
Hay donantes de sangre, donantes de semen,
y donantes de tinta. Yo ya no tengo pis, ni lágrimas, ni pus, ni sangre, ni
semen: solo tinta, y en esa tinta de bolígrafo, de pluma, de impresora, mezclo
todos mis líquidos orgánicos que he ido vertiendo desde la cuna hasta la tumba:
lágrimas, pis, sangre, pus y semen. Solo me falta el líquido amniótico, pero de
ese no tengo nada, tendré que pedirlo prestado. Solo me falta quedarme preñado,
y empezar a parir hijos en lugar de libros. No, gracias.
En 1990 ya tenía treinta y cinco años, y
vivía solo en la calle Limonero de Madrid, un piso diminuto, pero con cuatro
balcones a la calle y suelos de madera. Siempre he necesitado luz, he buscado
la luz en las casas en las que he vivido.
En la calle Manuela Malasaña 33, en Madrid, tenía cuatro balcones, y en
la de la plaza del Dos de Mayo de Madrid tenía cinco balcones, toda la esquina
en el cuarto piso del edificio. Ahora, en Tenerife, en El Sauzal, dicen que
nuestra casa es una pecera, con grandes ventanales del techo al suelo hacia los
cuatro puntos cardinales: el mar al frente, y a la izquierda el Teide. Todas
las tardes me siento a ver cómo muere el sol, ahogado en el horizonte del mar,
y sé que algún día, más pronto que tarde, yo moriré con él, y el amanecer no
volverá a iluminar la casa. No para mí.
Cuando vivía en el barrio de Tetuán, en la
calle Limonero, estrenando vida de divorciado, después de separarme de Deme, un
día vi unas señales de metro abandonadas en las vías. Eran señales de la parada
de Sol, metálicas y romboides. Preciosas. Estaban cambiando todas las señales
de las estaciones de metro, y sustituyéndolas por unas nuevas rectangulares, de
madera prensada, con fondo azul. Las antiguas, las de toda la vida, irían a un
vertedero municipal. Decidí llevarme una. Esperé hasta el casi cierre del
metro, a la una de la noche, y regresé con una tela grande, india, de color
azafrán con dibujos de árboles, y un cartón grande, del tamaño de la señal de
metro, para ocultar dentro la señal del metro Sol. Cuando pasó un tren, bajé a
la vía, recorrí los apenas diez metros que me separaban de las señales, y cogí
una. Regresé al andén, pero vi como un pasajero del andén de enfrente hacía
gestos de que me había visto, que no estaba de acuerdo, y se dirigió a la
caseta que aún existía donde estaba el jefe de la estación. Salí corriendo, y
busqué otro anden, otra línea. Supe que me perseguían, que me buscaban, y casi
logré escaparme, llegué a estar dentro de un vagón que me alejaría de allí,
pero detuvieron el convoy, y me obligaron a salir.
—¿Qué hace usted con esto? ¿Por qué se lo
lleva? ¿Quién le ha dado permiso?
El jefe de estación era un hombre gordo,
con bigote, de unos 55 años de edad. Estaba cansado, era el final del turno de
tarde. No sabía si regañarme o denunciarme.
—Estaba tirado en el suelo. Me lo llevo
para colgarlo en el salón de mi casa. Me gusta mucho —le dije.
—No es suyo. Esto es propiedad de Metro.
No se lo puede llevar. Eso es un robo.
—La van a tirar, estaba en el suelo. Iba a
ir a la basura. Ustedes ya no lo necesitan. Yo lo colgaré como una obra de arte
en mi casa.
—Le repito que esto no es suyo. Es de la
compañía Metro. A usted no le importa lo que vayan a hacer con la señal. Quizá
la fundirán y será un fragmento de una nueva vía del tren.
—No lo harán. Va a ir a la basura, usted
lo sabe –insistí, sabiendo que ya no iba a poder recuperarlo. Me habían pillado
infraganti.
—Enséñeme su carnet de identidad —exigió
el jefe de estación.
Otros dos guardias del Metro, mucho más
jóvenes, los que me habían sacado del vagón de Metro, nos miraban intrigados,
sin saber cómo iba a terminar aquello.
Por aquel entonces, finales de los 80, en
el carné de identidad de todos los españoles se reflejaba no solo el nombre,
dirección, nombre de los padres y estado civil, sino también la profesión. En
mi carné ponía: “Escritor”. En mi carnet anterior ponía “Estudiante”, pero ya
había terminado la carrera de Filología, y estaba decidido a ser escritor, así
que desde entonces como profesión siempre he puesto “Escritor”, aunque
trabajara de profesor, astrólogo, librero, editor o contable.
—En lugar de robar la señal de metro,
escriba un cuento sobre eso, y deje las señales en paz —dijo el jefe de
estación.
—¿No puedo llevármela? —dije, en un último
intento desesperado.
—Claro que no. Váyase, si no quiere que
llame a la policía.
Era ya más de la una y media, su turno
había terminado, y todos estábamos cansados. A fin de cuentas, el delito no era
tan grave. ¿Qué me iban a hacer, ponerme una multa? Aquel hombre tenía ganas de
acabar ya de una vez su jornada laboral y meterse en la cama, así que me dejó
ir. ¿Para qué perder más tiempo? ¿Acaso era yo un tipo peligroso? Me dejó
marchar, con las manos vacías y sin denunciarme, pero aún echo de menos aquella
señal del metro. Todavía la tendría colgada en mi salón, habría vivido conmigo
el resto de la vida, y mi hijo Elías la habría heredado con gusto. Qué pena.
Nunca escribí esa historia, hasta ahora, pero preferiría no tener las palabras
que acabo de escribir, y sí la señal.
Regresé a casa, y dudé no solo de mis
habilidades como ladrón de señales de metro, sino incluso de mi habilidad para
escribir. Había publicado con otros seis poetas la 7x7 Antología en Bilbao,
un par de cuentos que quedaron finalistas en algunos concursos, un libro de
poemas autoeditado, Acércate al rincón de
la tiniebla, con dibujos de Paco Campos y una edición de cien ejemplares,
de los que aún conservo dos, y nada más. Pero era escritor. Me consideraba
escritor. Lo ponía en mi carnet de identidad. ¿Dónde estaban mis libros, mis
novelas?
Esa noche me forcé a escoger profesión: Si
era escritor, tenía que tener al menos una novela escrita, no digo ya
publicada. Y si no era capaz de escribirla, tenía que dejar de soñar, de
fantasear, de fanfarronear con eso de que era escritor. Lo quitaría hasta de mi
carné de identidad. A tomar por culo. Era un ultimátum.
En los tres meses siguientes escribí mi
primera novela: Devuélveme el anillo,
perlo cepillo. Han pasado más de treinta años, se han vendido doscientos
mil ejemplares y sigue en las librerías y en los colegios como lectura
obligada. Lo conseguí, llevo más de un millón de libros vendidos y treinta
libros escritos, pero aún dudo de si soy escritor. Creo que todos lo hacemos.
¿Me ayudó aquel jefe de estación a
convertirme en escritor? Es posible. Nunca se sabe a ciencia cierta el porqué
de los caminos que recorremos.
073
JAIME ESTÁ CABREADO con Gonzalo, y eso que
Gonzalo está muerto desde hace 28 años. Me enteré durante el último crucero que
hicimos Jaime, Rosa, Coke, Lucía, Bea y yo desde Barcelona hasta Sint Marteen,
en las Antillas holandesas. Qué bonitas las Antillas, qué bonito el barco, MSC
Seaview, cinco mil pasajeros de los que no íbamos más que mil quinientos por
las restricciones y el miedo al coronavirus, más mil setecientos tripulantes.
En el viaje, una noche Jaime me contó que
Gonzalo era un cabrón, un hijo puta, una mala persona. Y que además la tenía
tomada con él, con Jaime, que le puteaba, que le hacía la vida imposible. Que
le intentaba robar las novias, los amigos, lo que fuera.
—Dime una chica que te guste, pero que no
hayas hecho nada con ella, y yo me la follo. Venga, dime un nombre. ¿Qué nos
apostamos? —decía Gonzalo.
Y a Jaime se le llevaban los demonios. Y
repetía:
—Que te digo que Gonzalo era un hijo de
puta, y punto.
Un día, en casa de mis padres, en el salón
de Luis Martínez, hace cuarenta años, Gonzalo le dijo a Emilia, que entonces
aún estaba viva y casada con Tito:
—Tito se está follando a tu hermana Noemí,
que lo sepas.
Eso
era poco menos que imposible. Yo no me lo creo. ¿Tito enrollado con Noemí? No
sé, no me encaja. Lo más probable es que Emilia tampoco se lo creyese del todo.
Emilia tenía los huevos más grandes que los de Tito, y aquello trajo cola. Hubo
movida. Faltó muy poco para que Tito no le partiera la cara a Gonzalo.
Le pregunté a Jaime:
—¿Te alegraste cuando murió Gonzalo?
Y no quiso, o no pudo, responder. No se
puede desear la muerte de un hermano, está prohibido en cualquier moral de
cualquier época, es Caín y Abel, es impensable, pero de un modo no tan opaco,
casi manifiesto, Jaime lo deseaba.
¿Y cómo se mueve uno por la vida deseando
que tu hermano se muera? ¿Y cómo se sigue uno moviendo cuando ya está muerto,
de modo prematuro? ¿Cómo se aguanta uno con la mala conciencia de haberle
deseado la muerte, y de modo mágico haberlo conseguido, haber acabado con él,
meterle en una tumba en el cementerio de Santander?
Quince años después hubo que sacar a
Gonzalo de la tumba, porque la tierra del cementerio se movía bajo sus pies, y
los féretros empezaban a emerger y quedar al descubierto. Gonzalo dando por
culo después de muerto, como el Cid en Valencia luchando contra los moros. Así que
lo incineraron, y su hijo Gonzalito, el marqués, fue el encargado de tirar al
mar las cenizas por la borda del barco en la bahía de Santander. Fue un día de
frío y viento, al atardecer, con el cielo de color casi obispal. Marta dejó
rodar una lágrima por el padre al que apenas recordaba a través de las
fotografías que le mostraba su madre. Coke dijo unas palabras de despedida
respetuosa. Jaime pronunció un apenas audible “hasta la vista, Zalo”.
Y fue entonces cuando Gonzalo, desde el
más allá, cambió el rumbo de la ventisca, en el último momento, para que todos
los que estaban asomados a la borda en el estribor del barco: sus tres hijos,
además de Jaime, Rosa, Coke, Tito, Lucía, Sonia, Marimé y Salud, se tragaran
sus cenizas nada más abrir la caja de Pandora, la urna con sus cenizas, y se
les encharcara la vista con los restos calcinados de su cuerpo. ¿Qué esperabais
de él? ¿Que dibujara en el aire la sonrisa del gato de Cheshire con sus
cenizas? Pues va a ser que no, claro que no.
Hay amigos que un día dejan de ser tus
amigos, y ya no los quieres, como si fueran pompas de jabón desintegradas. A
veces hay motivos: Te traicionaron sin venir a cuento, quisieron follarse a tu
novia, dejaron de hacerte gracia sus chistes malos, hablaron mal de ti a tus
espaldas, su forma de pensar te parecía cavernícola, su monotonía te empezó a
resultar insoportable, y ya nunca pudiste dejar de bostezar a su lado. Tal vez
no los abandonamos nosotros a ellos, sino que fuimos nosotros los abandonados,
y aún no nos hemos dado cuenta, aún nos preguntamos qué pasó, por qué dejamos
de vernos. Desaparecen sin más, sin motivo aparente. Solo se van de nuestro
lado, como si fueran un sombrero que un golpe de viento nos arranca de la
cabeza y se lo lleva demasiado lejos, mar adentro, donde habita el olvido.
Los amigos desaparecen sin darnos cuenta,
con la misma rutina con la que se cierran y se curan las heridas. Pero siempre
nos queda la cicatriz, nos queda el recuerdo. ¿Qué habrá sido de Montse y
Alfredo, seguirán juntos todavía? ¿Y Barsén, habrá sido feliz, estará vivo,
tendrá hijos, nietos? ¿Le seguirá gustando la música de Allman Brothers,
Chicago y el flamenco? ¿Seguirá fumando porros? ¿Y qué pasó con Roberto, el
argentino, y Karmele, Bedir, Eduardo, Toti, Carmen la de BUP, Andrés, Sole?
Las plantas se mueren, aunque hay dragos
que viven mil años. Los perros y los gatos también se mueren, y nos da tanta
pena. No tenemos que hacer nada, solo sentarnos a esperar y ver cómo mueren
nuestros abuelos, nuestros tíos, nuestros padres, y a veces hasta los hermanos,
la pareja, y los hijos. Aquí no se salva nadie. A no ser que trabajemos en una
maternidad, a lo largo de la vida veremos más gente que muere que gente que
nace. Da lo mismo que arranquemos a vivir dando gritos, y dejemos de respirar
en silencio.
Julián, teniente coronel del Ejército de
Aire, era cuarenta años mayor que Leire. Calvo, seco, feo, piel arrugada, voz
ronca, ceño fruncido y pocas palabras. Las justas, decía él. Pero Leire se
enamoró de él. Nadie se explicó el porqué de ese capricho absurdo. Ni la propia
Leire. Ni Julián, desde luego. Parecía como si Leire hubiese descubierto un
paraíso escondido tras la espalda de Julián, un jardín botánico que sólo ella
era capaz de ver y disfrutar. Y Julián era feliz con ese regalo que el capricho
de los dioses le habían regalado. Cada día, en el mismo momento que Julián veía
acercarse a Leire, una sonrisa asombrada se le dibujada en los labios, y Leire
abría los brazos de par en par como si quisiera abrazar el mundo. Desde fuera,
los observadores ajenos solo veían a un viejo y una adolescente en un juego
perverso.
Julián y Leire se fabricaron dos corazas
para aislarse del resto del mundo. Apenas necesitaban hablarse: con solo
rozarse, con sentir la cercanía, ambos temblaban, y todos los poros de sus
cuerpos comenzaban a expulsar cualquier líquido que pudieran contener: sudor,
lágrimas, saliva, orines, mucosidades, sangre y, finalmente, líquidos
seminales. Un aquelarre de amor y sexo.
Amor prohibido. Tuvieron que escapar, y
durante nueve meses lograron esconderse de todo y todos. Una tarde de agosto,
la más caliente en los últimos cien años, fueron arrestados y juzgados por un
tribunal militar convocado con urgencia. Julián fue ejecutado al amanecer,
mientras Leire moría desangrada en un parto prematuro.
Nació una niña. Aunque las autoridades lo
intentaron, nunca pudieron someterla. Se escapó del cuartel antes de cumplir
los trece años. Unos dicen que es la primera de una nueva especie. Otros dicen
que no existe. Yo creo que solo se esconde. Está esperando.
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