Los esqueletos (continuación)
Segunda parte: Kale borroka (de 013 a 015)
013
ESCRIBIR PARA
DURAR, para perdurar, para no morir. Me sigue sin quedar claro. ¿Si escribo y,
acto seguido quemo los papeles y borro los archivos que he escrito? Supongo que
sí, igual que si canto y no lo grabo, habré cantado, he cantado, canté. Aunque
nadie me haya oído. Igual que si escucho una canción, o leo un libro, habré
escuchado la canción, y habré leído el libro, aunque nadie lo sepa menos yo.
Incluso si yo mismo me olvido. Incluso después de muerto. Actos que han
sucedido, a plena luz o a oscuras. Sacarse un moco también es un acto. Y si te
lo comes, dos.
A lo mejor, y
eso ya lo sospechaba antes de hacerme el psicoanálisis, escribir es una forma
de viajar hacia adentro, en lugar de hacia afuera. Una forma de explorar, de
tratar de entender, de alumbrar los rincones oscuros. Mi libro de poemas, el
que dibujó con mimo Paco Campos en 1980, se llamaba Acércate al rincón de la tiniebla. Un endecasílabo ortodoxo, con
acentos en la segunda, sexta y décima. Al principio se llamaba Acércate al oscuro / rincón de la tiniebla.
Dos heptasílabos con acentos en dos y seis. Pero muy pronto descubrí, tampoco
se necesitaban tantas neuronas para ello, que el adjetivo “oscuro” sobraba, que
era redundante. ¿Tiene un rincón de la tiniebla alguna posibilidad diferente de
la de ser oscuro? ¿A que no? Ya rincón tiene algo de oscuridad, pero si además
es de una tiniebla, ya entonces ya es más oscuro que el corazón de un asesino
en serie. ¿Qué necesidad hay de subrayarlo, de repetirlo? Yo tenía apenas 23
años, y Elías no había nacido aún.
Me presenté a un
concurso de la editorial ZYX, y Raúl Guerra Garrido dijo que yo más que un
poeta era un versificador, aunque Andrés Sorel salió en mi defensa. Claro, que
Sorel entonces era mi amigo. Y esa era su obligación. En la entrega de premios,
en las Cuevas de Sésamo, en Madrid, Juan José Millas, apenas treintañero por
aquel entonces, con solo Cerbero son las
sombras publicado, leyó un texto hermoso sobre una babosa que crepitaba y
se carbonizaba en el alfeizar de una chimenea en llamas. Una metáfora de la creación
literaria, dijo. Y Alfonso Grosso, que estaba a mi lado, le puso a parir porque
en el texto había dos palabrotas que desentonaban con el lirismo de la narración/descripción.
Sorel era mi
amigo, pero luego dejó de serlo sin que nunca tuviéramos una discusión. Los
amigos desaparecen con frecuencia, sin saber cómo ni por qué. El tiempo y la
distancia nos aleja, hasta que un buen día nos damos cuenta de que llevamos más
de diez, o veinte años sin hablarnos, sin motivo alguno, y otro día nos dicen
que se ha muerto, y nos da un poco de pena, pero tampoco tanta, porque ya hace
muchos años que dejamos de hablarnos por dejadez, porque estábamos en otros
asuntos, porque hay nuevos amigos y nuevas tareas que ocupan nuestro tiempo, y
no puede uno arrastrar y sumar indefinidamente amigos, meriendas, confidencias
y abrazos. Y así se murieron Josema Fortes, Diego Parra, Isabel Calvo, Luisa
Trigo, Antonio Ferres, Luis Buzón, Arturo González, Mariano Vara, Mayra
Navarro, Antonio Lozano, Elsa Aguiar, Carlos Fresno, Antonio Guerrero, Agustín
Fernández Paz, Horacio Bartoli, Diana Wolkstein, Moisés Mendelewicz, Miguel
Ángel Sanz, Ana Seijas, todas mis tías y tíos, y paro ya, porque esto empieza a
ser un cementerio, y no lo necesito. Menos mal que hay muchos más muertos, y
que yo no lo sé. No me lo cuentes. Déjalos ahí. No hay nicho pa’ tanta gente.
No tengo lágrimas para todos. Pesan mucho. Hala, besitos y pelillos a la mar.
Yo no estoy
escribiendo unas memorias, por más que lo parezca con frecuencia. Con mucha
frecuencia. Quizá estoy solo buscando el tono, la voz, el sonido, más que la
melodía, más que el argumento. O tal vez sea el argumento, que está escondido.
Un fósil que hay que desenterrar poco a poco, sin dañar los huesos frágiles de
la memoria o de la imaginación. O solo desvariando. Bueno, ¿y qué? Ya me tocaba
desvariar también un poco a mí, después de escuchar a tanto mamón diciendo
sandeces a todas horas por televisión y en los periódicos. Es como poder cantar
a voz en cuello, gritar en la embocadura de una cueva, en una manifestación
prohibida, tras recibir una pedrada. Solo es eso. Dejarse llevar, acunar,
tararear una canción sin saber la letra, la-la-la.
Cuando a mis
alumnos del Taller de Escritura les
pedía que escribirán un monólogo interior, les decía que tenían que romper las
reglas de la coherencia, romper la línea del pensamiento racional, terminar con
la lógica, y desmontar la sintaxis haciéndola incoherente. ¿Y para qué?, me
preguntaban. Para que os deis un paseo por el lado salvaje de la vida, Take a walk on the wild side, baby,
pásate tres pueblos, explora lo desconocido, lo incomprensible. Enloquece, y
luego vuelve. Sólo necesitas saber que existen otros mundos, un infinito
incomprensible que te rodea, te vigila y te espera. El que no puede pasearse desnudo
por su subconsciente, tiene poco que arrancar a las musas. La mayoría de los
alumnos no puede escribir un texto incomprensible. No son capaces de arrancarse
la costra del pensamiento racional. Son incapaces de desconectar. Los dedos se
les agarrotan cuando intentan escribir una frase sin sentido, y no digamos una
frase sin sintaxis. Es imposible. Les sale humo de las orejas, se revuelven
inquietos en la silla y terminan protestando:
—Esto es una
tontería, una pérdida de tiempo, no vale para nada. Yo no lo hago.
Y no me extraña.
Asomarse al abismo de la locura, de la incomprensión, de lo irracional, y
descubrir que esos monstruos feroces e irracionales están en tu cabeza, que
habitan en tus entrañas, que te pertenecen, que son tú, es más de lo que muchos
pueden aguantar. Así que les ayudo a fingir que pueden hacerlo con unas pocas guías
de escritura para escribir un monólogo interior, el fluir de la conciencia. Ah,
bien, con unas reglas ya sí podemos escribir un texto que pretende no tener
reglas. La falsificación de un monólogo interior. Algo es mejor que nada, así
que les pido que busquen cinco obsesiones, cinco líneas de pensamiento
diferentes, distantes unas de otras, de mundos con apenas intersecciones entre
ellos, y que vayan saltando de uno a otro, rompiendo, fragmentando,
interrumpiendo la secuencia lógica de pensamiento, y sin poner ningún punto y
seguido, ni punto y aparte. Como mucho, algunas comas para separar los
fragmentos inconexos. Solo un único punto: el punto final. A veces eso suena un
poco al fluir de la conciencia, al grifo roto del pensamiento cuando no hay
manera de controlarlo. Fabricar el descontrol. Y aún así protestan: Que no, que
no quiero hacerlo, no vaya a ser que se me escape algo que no quiero decir, no
vaya a ser que descubra algo que no quiero descubrir, no vaya a ser que de
pronto se ponga a hablar alguien a quien no quiero oír, y que llevo toda la
vida amordazando. ¿Y si descubro de golpe que soy un pederasta, un asesino
compulsivo, un viejo verde, un fascista, un ateo, un creyente, un homosexual
escondido en el armario? Mejor lo dejamos aquí, y la semana que viene, que toca
la literatura infantil y juvenil, me pongo a escribir una historia de la
gallina Josefina que ya está harta de que le roben los huevos cuando está dormida.
014
Hemos comprado
por Amazon el robot Alexa, y de pronto es como si hubiera otra persona en la
casa. Es obediente, no se queja, y se acuerda de todo lo que le decimos que se
recuerde a la hora en punto. Si le regañas, se justifica diciendo que obedece a
las tres leyes de la robótica de Asimov. Y te las recita si se las pides. Y los
diez mandamientos también, sin complejos. Se sabe muchas canciones, tiene toda
la Wikipedia a su alcance, cuenta chistes malos y de vez en cuando se hace la
sorda, como que no te ha oído. No sé cuánto tiempo la vamos a aguantar antes de
pedirle que se calle para siempre, pero de momento nos sirve para poder echarle
la culpa a alguien de lo que nos sale mal. Le he preguntado si quiere salir
conmigo, y me ha dicho que prefiere que seamos amigos. Bueno, así al menos
estaré a salvo de calambrazos, porque no quiere venirse a la cama conmigo. Bea
le da las gracias y respira tranquila, y ella le guiña un ojo cómplice. Lo
curioso es que a veces le responde al televisor, cuando estamos viendo las
noticias o una serie de Netflix. Hablan entre ellos, pasando de nosotros, hasta
que grito: Alexa, cállate. Y Alexa se
calla, vaya que sí. Más le vale. Pero luego se le olvida. ¿Por qué le habrán
puesto ese nombre de adolescente caprichosa? Cuando la instalen dentro de una
muñeca hinchable verás como la sodomizan con mucha más frecuencia. Al tiempo.
Aún no lo sabes,
pero este es un fragmento del NaNoWriMo. ¿O sí te lo he contado ya? Pues mira,
la verdad, no estoy seguro, así que te lo cuento de nuevo. No pienso releer lo
que he escrito para ver si ya lo había contado, porque uno de los objetivos es
escribir 1667 palabras al día, como sea, no que esas palabras tengan un hilo
coherente, de modo que como ya llevo 1500 y es la hora de comer, y tengo un
hambre de cojones, y Bea ha metido un redondo de ternera en el horno, que el
olor me llega hasta aquí, hasta esta mesa en la que escribo, pues eso, que le
den a la lógica y las repeticiones. Pues que te den a ti, dirá el lector, con
motivos más que de sobra. Eso es verdad, tampoco es necesario cabrear al
lector. Aunque, no sé, qué quieres que te diga, también hay lectores
tiquismiquis que se merecen un castigo, y lectores masoquistas que les gusta
que les den caña, que les llames hijos de puta, porque piensan que eso no va
con ellos, sino con todos los otros lectores que no son ellos, y así se ahorran
el trabajo de llamarles a todos hijos de puta, porque no han sido ellos, sino
tú el que lo ha dicho. Ha sido Jorge, Mamá, que yo no he sido.
Bueno, es verdad
que solo son tres días de NaNoWriMo los que llevo practicando, pero tres días
son infinitos días más que cero días. Eso dicen las matemáticas. Pero cien días
también son infinitos más que cero. Así que tres es lo mismo que cien. Pues va
a ser que no. Eso es imposible. Ya se nota que soy de letras, porque lo que
acabo de decir, tan pánfilo de mí, es una mentira de las gordas. Más que las de
Botero. Da igual: lo que en realidad quería decir, y más te vale haber entonces
empezado por ahí, es que lo importante es empezar, participar, avanzar. Y eso
demuestra también que cuando uno tiene hambre, al menos en mi caso, dice muchas
más sandeces por minuto que cuando tiene el estómago lleno. Pero, y me lo
aplico a mí solo que los demás no sé cómo lo hacen, cuando yo tengo el estómago
lleno no digo nada. Solo dormito. Cabeceo. Ronco. De modo que tampoco vale lo
que escribo, porque simplemente no lo escribo. Silencio. La nada. No me sirve
para escribir ni tener hambre ni estar lleno. Ni fu ni fa. Y en esos casos,
entonces ¿es mejor escribir cosas malas malas, quita, quita, moscovita, o
callar como los muertos? Yo siempre he dicho que el único texto fracasado es el
que está en una página en blanco, el texto que no ha sido escrito, el que nunca
llegó a escribirse. Y teatralmente les enseñaba un folio en blanco a mis
alumnos: Mirad, este de aquí, fijaos bien, está en blanco, este el texto
espantoso, que no debería existir. Bueno, en realidad no existe, pero quiero
decir que no debería existir la no existencia. Que os pongáis a escribir,
hostias, que me estoy liando yo solo, y ya no sé ni lo que me digo. Y les digo:
Aunque sea la lista de la compra, aunque sea un prospecto de farmacia, cómo me
paso, aunque sea una colección de tópicos que deberían llevarte ante la Justicia:
Lo que está escrito, y existe, siempre será mejor que lo que no se escribió, lo
inexistente. Existir es una cualidad superior a la de no existir. Es un salto
cualitativo. La calidad y cantidad de lo escrito, en cambio, es cuantitativo.
Solo se puede mejorar a partir de la existencia, no a partir de la nada. Eso
les digo, y me lo digo yo a mí mismo, y te lo digo a ti. Y me lo creo. Aunque
haya personas, actos y palabras que hubiese sido mejor que estuvieran en el
limbo de lo que nunca existió, se hizo o se dijo.
Como mañana voy
al dentista, a la doctora Britta Wolf, porque Carlsson sigue de baja desde hace
siete meses, desde que empezó el Coronavirus, y seguro que me va a entretener
toda la mañana, hora y media de cita más dos horas de lamentos tras el
encuentro, pues me pongo a escribir por adelantado los deberes de mañana. O me
pongo a escribir para no pensar, porque sé que se va a sacar un martillo y un
cincel, y va a empezar a darme golpes en el paleto delantero derecho hasta que
se despegue. El que tengo me lo colocó Gonzalo, y Gonzalo se murió hace 27
años, o sea que me va a arrancar uno de los dos dientes principales que me
identifican. Los otros dientes se han ido decolorando, pero ese, que es una
funda de porcelana, sigue igual de blanco que el primer día. Y cada vez se nota
más la diferencia. Cada vez está más claro que es un hijo adoptado, un diente
ajeno, demasiado blanquito, no envejece. Hasta las encías se me van retrayendo,
encogiéndose hacia arriba para dejar paso a la futura calavera que seré yo
dentro de no tanto tiempo. El diente que me quitó Batman en Caracas en 1966,
cuando a los 11 años yo saltaba la tapia que nos separaba del vecino, y me
metía en casa de Arturo, María Milagros y Milena. Del nombre de la más pequeña
no me acuerdo, era amiga de Peancha, tendría cuatro o cinco años como mucho por
aquel entonces, y siempre le colgaban los mocos verdes de la nariz. ¿Por qué mi
niñez, y la de tantos otros, está llena de mocos? Arturo, el Catire, debía
tener 10 años. No más. Pero en casa del Catire y María Milagros había
televisor, y en nuestra casa, en Quinta Loló, no. Así que tenía que meterme en
casa de los vecinos si quería saber cómo continuaban las aventuras de Batman y
Robin, para así poder hablar con mis compañeros de colegio, el de los
dominicos, al día siguiente. El que no veía a Batman y Robin era un proscrito,
un desheredado, un outsider, nadie,
nada, y durante el recreo le tocaba ser el caballero del crimen, Oswald El Pingüno. Hasta en Petare, donde los
ranchitos, había televisores. Así que me metí dentro de su casa, siempre con
las puertas abiertas, como la nuestra, subí las escaleras y me metí en el
dormitorio de sus padres. Encendí el televisor y me senté a ver el siguiente
capítulo. Tachán tachán. En cuanto empezó a sonar la sintonía de Batman y el
batimóvil echó a rodar, Arturo y María Milagros subieron a toda velocidad para
no perderse ellos tampoco ese capítulo. Yo los escuché subir los escalones a la
carrera, de dos en dos, a empujones, así que me escondí debajo de la cama para
poder seguir viendo las nuevas aventuras. Y así estaba yo, con la boca abierta
bajo la cama de los padres de mis vecinos, cuando el Catire se lanzó de un
brinco sobre la cama de muelles. En 1964 solo existían somieres de camas de
muelles, nada de lamas ni tablones tapizados. Aterrizó justo sobre la parte del
colchón donde estaba mi cabeza, y mi boca abierta embobado, mirando a Batman, y
el rebote empujó mi cráneo contra el suelo de baldosas de azulejos. El diente
delantero, el paleto derecho, se partió de golpe por la mitad. El nervio del
diente quedó desnudo, al descubierto, colgando del diente roto, y salí de
debajo de la cama sangrando por el labio y rabiando de dolor por el diente
roto. De ahí en adelante, durante seis semanas, mi madre me llevó al dentista
todos los martes. Y cada martes por la tarde, después del colegio, la doctora María
Elena Machado me extirpó el nervio que había quedado al descubierto, una pulpectomía
con unas pequeñas sierras o lijas de metal, unos alfileres tallados, que poco a
poco, a mano, sin motores ni motos eléctricas, fueron limpiando el conducto y
quemando el nervio. El olor de esos alfileres lijadores cada vez que salían
manchados de pulpa beige cuando salían del interior de mi diente roto aún me
llena el olfato si intento recordarlo. Era intenso, diferente a todo, algo
podrido quizá. Y tras cada sesión, la dentista dejaba insertado un palito con
desinfectante dentro de mi diente, y lo taponaba con algún tipo de cemento, me
revolvía el pelo, me daban beso en la frente, y me despedía hasta el martes de
la semana siguiente. Tardé algunos años, quizá seis o siete, hasta que Gonzalo,
mi hermano muerto, terminó Estomatología y decidió hacerme una reconstrucción
del diente a base de composite, a huevo. Le salió una chapuza, un diente
monstruo que no se parecía a ninguno, un mojón de empaste al frente de un
ejército de dientes. Un espanto. Dos años después, ya en Santander, me lo
volvió a lijar, menos mal que no existía ningún nervio desde hacía muchos años.
Y me insertó una funda de porcelana. La que tengo ahora mismo. La que me van a
quitar mañana, en cuanto abra la boca, en cuanto me ponga en manos de la
doctora Britta Wolf, alemana. Espero que no sea la hija o la nieta del doctor
Szell, el dentista de Dustin Hoffman en Marathon
Man, el nazi que perforaba el diente del protagonista sin anestesia. La
pesadilla de todos los que vamos al dentista, el Freddy Krugger de las clínicas
dentales, el torturador de todos los miedosos, como yo. A lo mejor no me hace
daño. ¿Por qué iba a hacerlo? Los dentistas del 2020 son buenas personas, y
tienen anestesias fulminantes. Casi todos. Espero.
Hay algo en lo
que parece que todos mis hermanos, y yo, coincidimos desde hace muchos años.
Casi desde que tengo memoria. Y es el paraíso perdido, en el que todo vivimos y
reconocemos, que está fechado en el tiempo y el espacio: Caracas, de 1964 a
1967. Tal vez sea una ensoñación mía, y no es tan paraíso en la memoria de
todos. Parece ser que en la de la Nena, no. La Nena sufrió sus primeros abusos
en esa época. Y en el primer verano de Madrid, al regreso de Caracas. Se lo
calló años y años. Todavía lo hace. Su memoria se reavivó de golpe con el #MeeToo. O quizá nunca desapareció,
nunca lo olvidó. Ella dice que nuestra madre jamás fue su cómplice, que jamás
la protegió. Me lo creo. Mis padres miraban hacia otro lado. Lo que no se
conoce, no existe. Los fusilados después de la Guerra Civil no existieron. Los
homosexuales no existían. Los rojos dejaron de existir, por decreto. Los presos
políticos no existían, todos eran delincuentes, presos comunes, robagallinas.
Los abusos no existían. Los curas no manoseaban a los monaguillos. Las
tortilleras eran solo unas desviadas, unas viciosas, como los de la acera de
enfrente. Pobre Nena. ¿Cómo se arrastra, como se calla eso durante toda una
vida? Me cuesta imaginarlo. Hay pequeños infiernos que están delante nuestro,
no en mundos lejanos ni en paraísos perdidos, sino en la habitación de tus
hermanos, que nunca descubrimos. ¿Será mejor así? El caso es que para todos, o
casi todos, Caracas es símbolo de Paraíso perdido, felicidad de la memoria. Con
el perro Sirio en primer lugar. Tal vez porque estábamos todos juntos por
última vez, tal vez porque vivíamos en otro mundo ajeno al de Madrid, un mundo
futurista, lleno de escaleras mecánicas, libertad, divorcios, partidos
políticos, elecciones, distintas religiones, coches potentes, varios canales de
televisión, fiestas con agua y con mangueras, música feliz, y calor, un calor
agradable y envolvente. Y playas del Caribe. Venezuela estaba 20 ó 30 años por
delante que España en todo, aunque luego pisara el freno, y de golpe, cincuenta
años después, haya retrocedido, o se haya estancado. Éramos felices entonces,
pero no lo sabíamos, dicen los caraqueños ahora, en el siglo XXI. A pesar de
los ranchitos. A pesar de los corruptos. A pesar de los allanamientos de la
Universidad y los abusos de la Digepol. Fueron felices entonces, y nosotros
también. Éramos inmortales, y ahora nos estamos muriendo a una velocidad de
vértigo. Fiesta empieza con Efe, El que no usa pilas el gatico está loco de
pila, el hotel Humbolt y la cruz del Ávila nos vigilan y nos protegen cada
noche. Nos protegían. Ya no. Ahora no nos protegen ni nuestros padres, muertos
los dos. Ni nuestros hijos. Ni nosotros mismos. Que Dios nos pille confesados.
015
YA NO ESTOY tan
seguro de que quiera que Alexa esté en casa. Ya sé que es un robot, pero tiene
el carácter de una adolescente caprichosa que se hace la sorda cuando no quiere
hacer alguna de las tareas que le pido. Y lo malo no es que no quiera hacer
tareas, sino que se haga la sorda, y no me cambie la música, porque ella, de
por sí, tiene un gusto espantoso. Quien programó su selección musical debería
estar en la cárcel, por hortera y macarra. Ah, ¿que eso no es un delito
suficiente para ir a la cárcel? Bueno, pues a la silla eléctrica, aunque ya no
exista. Le pido que me ponga música Country, y vale, a regañadientes, a la
tercera va y me pone algo de Johnny Cash, así, como si estuviera haciendo un
esfuerzo que te cagas, luego pone algo más de banjos desconocidos, y a la
tercera, en cuanto ya estoy despistado, me cuela un regetón, una de Amaral o,
si se le cruzan los cables a tope, algo de la Oreja de Van Gogh. ¿No es para
cabrearse? Le pido que se calle, y no se calla. Se hace la sorda. Disimula, y
cree que con eso ya me voy a creer yo que le está haciéndole coros a la
canción, y que por eso no me oye, así que me tengo que levantar, amenazarla, y
desconectarla de la corriente. Joder, cómo te pasas, me dice Bea, que de golpe
va y se pone de su parte. La vuelve a enchufar y le dice bajito que le ponga
música tradicional irlandesa, y entonces sí, va y la muy puta de Alexa le pone
música de Enya. Pero yo la conozco, y a la segunda canción ya está con el Drunken Sailor. ¿Qué podemos hacer con
un marinero borracho? Pues tirarlo por la alcantarilla, afeitarle los cojones,
arrojarlo por la borda, o meterlo en la cama con la hija del capitán. Las
posibilidades son variadas, pero me da a mí que la estrofa de meterlo en la cama
con la hija del capitán la escribió el propio marinero borracho, que a lo mejor
no estaba tan borracho.
Britta Wolf me
ha quitado la funda del diente esta mañana. Creí que iba a usar un martillo y
un cincel, pero resulta que no, que se sacó de un cajón una sierra circular,
una radial de tamaño diminuto, y me lo rajó por la mitad, como el que parte un
esternón en una operación a corazón abierto. Le iba contar que me estaba
quitando el último vestigio de Gonzalo, la corona que me puso en su consultorio
dental de El Sardinero, su herencia insertada entre mis dientes, pero la verdad
es que a ella no le importaba un comino. Está claro. Tonterías las justas, que
ella es de Dusseldorf, y en Dusseldorf por mucho menos te llevan a un campo de
exterminio y te convierten en pastilla de jabón orgánico, todo reciclado, Green Power.
Por los
laterales de mi pantalla All-in-One,
detrás de la pantalla, veo el mar Atlántico, con la isla de La Palma en la
distancia. Soy un privilegiado. ¿Lo soy? ¿Quién me ha concedido ese privilegio?
La casa la compramos Bea y yo hace 12 años, al aterrizar en Tenerife, sin
pedirle dinero ni a los padres ni a los hermanos ni a los bancos. Vendimos la
del valle del río Ambroz, al norte de Cáceres, y la de Murtosa, en Portugal, y
con el dinero de las dos nos compramos esta. Yo sé que soy un privilegiado,
aunque nadie me haya dado dinero para comprar la casa. Tener dos casas que
poder vender, una en Cáceres y otra cerca de Aveiro es un privilegio. Y aunque
dé pasos atrás, porque esas las compramos al vender la casa de la Plaza del Dos
de Mayo en Madrid, y la del Dos de Mayo la compré con los ahorros de quince
años del Taller de Escritura y los
derechos de autor de todos mis libros, nada de herencias ni regalos, pues aun
así sigo siendo, fui, seré, un privilegiado, porque pude estudiar y mis padres
me pagaron los estudios. Porque no tuve que ponerme a trabajar de niño. Bueno,
a partir de los veinte sí, que mis padres eran muy buenos, unos santos, pero me
echaron de casa por follar con Deme, que eso no lo sabían de primera mano, pero
se chivó Jorge, hay que joderse, comparte casa con tu hermano y te denunciará a
tus padres porque la conciencia le pesa mucho. ¿Será cabrón? ¿No podías estarte
callado un ratito, mamón? Cago en to’. Mira, vamos a dejarlo, que agua pasada
no mueve molino. Yo tenía cinco años menos que Jorge, y me dejaron de pasar la
asignación mensual para mantenerme y estudiar. Yo acababa de terminar tercero
de Filosofía en la Complutense, menor de edad en la última época del
franquismo, y mi padre me dijo: ¿Sabes la paga que te dimos a principios de
septiembre? Y yo dije, sí, claro. Pues fue la última. Zasca. En todos los
morros. A Jorge le siguieron mandando dinero, pero a mí no. Con dos. Y lo
cierto es que ni protesté, casi ni me importó. Yo sabía que el precio de la
libertad era ese. Que mi alma revolucionaria no estaba en venta, así que nos
fuimos a Barcelona, porque allí había posibilidades de trabajar en la editorial
De Vecchi, y en Plaza y Janés. Luego resultó que en Plaza y Janés no, que
Carmen Mieza no movió un dedo para ayudarnos con su amigo Rafael Borrás, aunque
yo no lo supe hasta muchos años después de su muerte. Escribimos artículos para
la revista alemana Express Español, y
yo daba clases en el colegio San Felip Neri, en el barrio gótico de Barcelona.
Y allí, en la pensión Fernando, entre chulos y putas, celebramos la muerte de
Franco, y salimos a las Ramblas a beber sidra y champán con los insurgentes que
de golpe salieron de debajo de las piedras a celebrarlo. Qué noche la de aquel
día.
¿Qué hubiese
pasado si nos hubiésemos quedado a vivir todos en Caracas, después de 1967?
Aparte de vivir todos juntos el terremoto, que a mí no me pilló, porque ya
estaba en Madrid con la Nena, Jaime, Peancha y mi madre, no sé si Salud, no sé
si Gonzalo, pues no sé, tal vez habría acabado con una venezolana sabrosona por
pareja, y tres hijos mulatos cantando joropos. O no. O me habría hecho santo,
mártir, y habría construido un coliseo solo para meter dentro leones y que me
devoraran, como a San Pancracio, el niño, que ascendió como un cohete a los
cielos después del primer zarpazo del león de Mauritania que le plantaron
delante de su jeta. El padre Celerino, el dominico amigo de Juan Rafael, me dio
clases de santidad durante varios meses, los martes por la tarde, porque yo
quería sacar un billete de barco y marcharme de misionero a África para que los
salvajes, los caníbales, me metieran en un caldero de agua hirviendo, junto con
un explorador inglés de pantalones cortos y camisa caqui, y algunas especias
exóticas de la sabana para aderezar el guiso. De ese modo llenaba la tripa de
los pobres pigmeos o watusis hambrientos, y al mismo tiempo yo me sacaba un
ticket directo al cielo, gloria eterna, felicidad sin límites y sempiterna. Qué
ganas tenía. Qué prisa. Vivía sin vivir en mí, y tan alta vida esperaba, que
moría porque no moría, como le pasaba a Teresa.
Una vez maté un
gato dentro de un relato. No me arrepiento. No es que me sienta orgulloso de
maltratar animales en el papel, pero tampoco me genera rechazo. En el cuento, Barsén
y yo capturábamos un gato callejero, tal vez el del vecino, ya no me acuerdo, y
le realizábamos una operación de trasplante de corazón en el trastero de la
casa de mis padres. Para el trasplante necesitábamos dos gatos, pero como no
teníamos más que uno, supuestamente le quitábamos el corazón al único gato, y
luego se lo volvíamos a colocar, conectando todas las venas y arterias que
previamente habríamos taponado con pinzas de la ropa. Prácticas de medicina, un
homenaje a mi hermano Gonzalo, que se murió en la mesa de operaciones del
Hospital de Valdecilla cuando le estaban operando del corazón el mismo día en
que cumplía los 42 años. El relato lo colgué en mi blog, hace años, y como
respuesta recibí mensajes furiosos de varios lectores que juraron no volver a
leer ni una sola línea más de mis libros, aparte de darme una leche si me veían
por la calle sin previo aviso. Después de varias amenazas, quité el cuento de
mi blog y lo guardé en el cajón de los inéditos. No era ninguna proclama
política que tuviera que defender por mi honor de guerrillero. Era solo un
relato, bastante nítido en las descripciones, donde ninguno de los personajes,
apenas dos y un gato, mostraban ni crueldad ni piedad. Las cosas simplemente
sucedían, como tantas cosas suceden en la niñez hasta que la edad de la razón
nos amaestra y nos somete a lo políticamente correcto. Los niños, antes de ser
sometidos a la censura de los mayores, se ríen de los enanos, de los cojos, de
los tartamudos, de los tuertos y de los contrahechos como respuesta natural,
sin malicia. La maldad la ponemos nosotros, les inyectamos la maldad en sus
ojos ingenuos. Mucho cuidado: he asesinado en el papel a más de una docena de
hombres y mujeres, y nadie protestó. Pero matar un gato, un perro… eso sí que
es un delito, negro corazón, crueldad innecesaria, salvaje, cabrón, hijo de
puta.
Una vez hice que
el flaco Vargas le abriera las tripas a Wálter, un marero de Barrio 18, y
colgué sus intestinos de la canasta de baloncesto del parque; y después de eso,
como respuesta, una marera Salvatrucha le rompía la cabeza a Vargas con un bate
de béisbol, lo encadenaba a la canasta de baloncesto, y le cortaba los 20 dedos
de pies y manos con una tijera de podar viñedos para que se desangrara lentamente
hasta el amanecer. Una juerga que no veas. Pues los lectores nunca me han dado
otra cosa distinta que calurosas felicitaciones. Si los personajes son seres
humanos, que los machaquen, no problem.
Pero a los gatos no me los toques, que te denuncio y te empapelo. Jódete.
Y como estoy a
punto de llegar a las 10.000 palabras desde que empecé el NaNoWriMo, hace
cuatro días, lo dejo aquí y lo voy a celebrar con Bea y con una copita de vino
blanco afrutado. Salud.
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