Los esqueletos (continuación)
Segunda parte: Kale borroka (de 043 a 046)
043
Me
llama Elías por teléfono. Menos mal que me llama. Si fuera por mí, apenas
sabríamos el uno del otro. Yo sé que hace un esfuerzo, que no soy el padre
cercano y confidencial que le hubiera gustado tener. He tratado de ser padre,
pero no estoy seguro de haberlo conseguido. Me siento torpe, incluso con los
abrazos de saludo y despedida. Síndrome de Asperger suavizado, pero ahí está.
Autismo. Alexitimia. No puedo decir que sea frialdad, porque no es frío, ni
distancia. Es más bien dificultad para expresar emociones, de manifestarlas, de
declararlas. Hay una coraza, una mordaza, unos grilletes que me dificultan las
palabras y el movimiento. Quizá por eso aprendí a escribir: para desatascar la
voz, las emociones.
Me
cuenta que va de camino a recoger a Maika, mi nieta. La mayor. No sé si es la Bárbara
en el relato, creo que no, pero un poco sí, sin yo saberlo, sin pretenderlo. A
fin de cuentas Maika protege a Kiros, su hermano pequeño, mi otro nieto. El
ausente soy yo. El muerto. El fantasma. Las asociaciones e identificaciones no
son literales, pasa como en los sueños, yo soy el padre, pero también es Elías,
claro, y hasta mi padre, esto es un axis generacional, una espada que nos
taladra y nos comunica a todos, de padres a hijos, como un pincho moruno. Yo
nunca he pegado a nadie, al menos con los puños. Una vez sí, estuve a punto de
darle una patada a Elías, tendría él siete u ocho años, como Gato en el cuento,
y por lo que sea me sacó de quicio, la única vez que yo recuerdo, así tan
exagerado. Estábamos en la calle Limonero, donde viví dos años después de
separarme de Deme. Sería un miércoles, o un fin de semana de los alternos que
me tocaba estar con Elías, tras la separación. Me encabroné, ni idea de por
qué, y fui a darle una patada. Y fallé. Le di a la pata de la mesa. Yo estaba
descalzo, quizá con calcetines, y el dedo gordo de mi pie derecho sufrió el
impacto. Bien hecho. Por tonto. A los niños no se les pega. Me entró un ataque
de risa al tiempo que me retorcía de dolor por el dedo machacado. No me lo
llegué a romper, la patada no era tan exagerada, pero se me hinchó durante tres
o cuatro días. No se lo pude decir a nadie, eso era una vergüenza. ¿Quién se
habría solidarizado conmigo? ¿Cómo? ¿Qué te torciste el dedo gordo intentando
darle una patada a tu hijo de siete años? Pues bien merecido lo tienes, cabrón.
Tendrían que denunciarte, hijo puta. Te tendrían que quitar la custodia. Tú y
yo no tenemos nada más que hablar. Adiós. Que te den. Y ten cuidado, que te voy
a estar vigilando.
Maika
ha estado varios años con apoyo de educación especial. Decían que era un poco
lenta. Que no tenía las habilidades de lenguaje desarrolladas. Que su
desarrollo cognitivo estaba por debajo de la media, y necesitaba refuerzo. A
Elías se lo llevaban los demonios. Decía que no, que era un problema de
abandono, que Maika había estado demasiado aislada, sin amigos, sin
socialización, desde que nació hasta que empezó el colegio, y el lenguaje
estaba poco desarrollado. No era un problema de retraso mental. Y empezó a
darle clase de refuerzo él mismo, a motivarla, a ir a la biblioteca con ella, a
leerle libros, a jugar con matemáticas, con historias, con aventuras de reinos
olvidados. Y fue mejorando, hasta que por fin consiguió, después de mucho
pelear, que le hicieran una segunda evaluación, y de golpe, oh, milagro, ya no
tenía retraso lingüístico, y resulta que incluso estaba por encima del nivel de
sus compañeros de clase. Todos esos sesudos estudios que la relegaron a ser la
tonta de la clase, la retrasada, resultaron ser falsos, mal interpretados,
deformados, leídos con el objetivo de conseguir unas ayudas, unas subvenciones,
un profesor extra de apoyo a cargo de los presupuestos del Ministerio de
Educación. A veces son cabrones, y otras solo malos profesionales, pero los
resultados finales son los mismos. Que su incompetencia profesional, la de los
psicólogos escolares, provoque sufrimiento no es una defensa. Uy, perdona, se
me escapó provocarte un infierno en tu infancia, es que ese tema no lo había
estudiado bien. Hijo puta, ¿por qué no te dedicas a la noble tarea de cazar
osos con tirachinas?
Elías,
por fortuna, no me hace mucho caso. No sigue mis consejos. Yo se lo agradezco.
Sé que no soy el mejor dándole consejos. Soy muy bruto. No sé negociar. Lo
mando todo a tomar por culo enseguida, y le doy consejos como si yo fuera
Atila, y las únicas armas de negociación que tuviera a mi alcance fueran un
elefante y un hacha de doble filo.
Cuando
iba a nacer Maika, y él ya se había separado de Natalia, la madre de Maika, le
dije:
—Huye.
Vete lejos, muy lejos. ¿No quieres aprender inglés? Pues vete a Edimburgo,
busca trabajo en Glasgow, solo necesitas el pasaporte. Yo te pago el viaje y la
estancia. No le digas a nadie dónde estás. Desaparece. Hazte invisible. Y no
vuelvas nunca. Cámbiate de nombre, si es necesario. Testigo protegido. Cásate
con una escocesa. Niégalo todo.
No
me hizo caso. Menos mal. Lo supo hacer mucho mejor de lo que yo nunca habría
sabido hacerlo. Consiguió separarse sin morir en el intento, consiguió mantener
el contacto con Maika, con muchas dificultades al principio, Natalia era un
poco cafre en eso. Consiguió que el juez decretara días de visita y vacaciones
repartidas. Consiguió casarse con Raquel, y que Natalia no pusiera una bomba en
los juzgados el día de su boda. Consiguió tener otro hijo, y que Maika y Kiros
se conocieran, convivieran, se llevaran bien, y se apoyaran. Lo consiguió todo,
joder, gracias a que no le hizo caso al descerebrado de su padre, rey de los
Hunos, vecino de Puerto Hurraco. Gracias, Elías. Eres mucho más sensato que tu
padre. Menos mal.
044
BEA
ME PIDE que la acompañe a hacer unas compras a Santa Cruz. No quiero salir sin
al menos haber rescrito una línea, y es lo que hago. Por reforzar el hábito.
Dice NaNoWriMo que al haber escrito 14 días seguidos, ya me dan la medalla del
hábito. Una medalla virtual, claro. Un beso de mamá, hale, que sí, que lo estás
haciendo bien, vuelve a jugar, súbete a la bici, pero ten cuidado, no te
caigas. Yo tenía entendido que los hábitos son hábitos cuando se repiten 21
días seguidos. El tiempo cada vez es más corto. En el siglo XIX no te daban el
certificado de tener un hábito hasta que no lo repetías todos los días durante
tres meses seguidos. Estoy seguro. Me lo acabo de inventar, por supuesto, pero
si lo repito muchas veces, y con autoridad, dando un golpe en la mesa si fuera
necesario, se convierte en una verdad irrefutable. Que se lo pregunten a Trump.
Esto era solo un ensayo de legislar el mundo, a ver cómo me sale.
Recuerdo,
hace años, cuando estaba escribiendo Escribir,
tal vez en el 2001, que le dije a Elsa Aguiar, mi editora de SM, que a veces me
daba la sensación de que estaba aleccionando a los lectores, especialmente a
los profesores, que les decía lo que tenían que hacer, como si fueran niños
pequeños. Elsa, que era más joven que yo, incluso había sido mi alumna durante
un año en la calle Fuencarral, me dijo que por supuesto. Que eso era lo que
tenía que hacer. Que yo era el que tenía la verdad, el que sabía, el que daba
las lecciones a los profesores, incluso a ella misma, y que siguiera adelante,
hablando urbi et orbi, que por eso
iban a publicar el libro, y por eso los lectores lo iban a comprar y disfrutar.
Elsa fue mi mejor editora, y mi amiga. Estuve varias veces en su casa, César,
su marido, también fue alumno mío, en la misma aula que Elsa, aún solo eran
novios, y con Paloma Jover, y Cristina Cerrada, y Chema Gómez de Lora, Joaquín
Bernal, Emilio de Miguel, Elisa Agudo, Gabriela Llanos. Un grupo genial, las
mañanas de los sábados. Luego nos tomábamos una caña en la cervecería
Gambrinus, Fuencarral esquina San Mateo, que ya no existe. Elsa y César
tuvieron tres hijos, la triple A, trillizos, las dos niñas fueron monocigotos,
de un solo óvulo duplicado. Elsa murió hace cuatro años, apenas cuarenta y
tantos años, una de las mejores sonrisas abiertas que he conocido, era muy
guapa, y más que lista. No me acostumbro a no saber más de ella, a no hablar
con ella, a no recibir sus regañinas por no escribir, por no seguir, por no
darle más libros para publicar.
Elsa
me hizo perder el miedo a sermonear. Esta es mi verdad, esto es lo que sé, esto
es lo que cuento, lo que escribo. Si te parece bien, pues bien. Si no te gusta,
pues búscate otro párroco, que hay muchos. No puedo decir otra cosa más que lo
que creo. También puedo decir en qué dudo, en qué no estoy seguro, aunque eso
no vaya a ayudar a aclarar tus ideas. Tal vez hay cosas que no conviene
aclarar, que no están claras. No soy verdades universales, siempre hay que
ponerlas en duda. Como todo lo que escribo.
Mi
otra gran editora fue Trini Marull, ahora jubilada. Igual que Isabel Carril,
que la sucedió en Bruño. Trini fue la primera que me contrató un libro, Devuélveme el anillo, pelo cepillo.
Recuerdo que cuando fui a negociar el contrato, ella me ofreció el 6 % de los
derechos de autor.
—El
seis por ciento es muy poco —le dije.
Yo
sabía que lo normal, para los escritores conocidos, era el 10 %. Eso decían. Yo
jamás había visto siquiera un contrato de edición en mi vida. Era el año 1991,
yo tenía 35 años, vivía con Marisa y Elías en Moratalaz, en una calle de la que
he olvidado su nombre, después de un verano terrible durmiendo en el suelo del
salón de la casa de Viví, en el barrio de Prosperidad, y una boda con Marisa en
El Escorial, y un debut repentino en la Diabetes Mellitus I. Perdí 15 kilos en
un mes. Menos mal que Viví me acogió en su casa, nunca se lo agradeceré
bastante. Habría firmado el contrato de edición por nada, sin derechos de
autor, con tal de que se publicara.
—A
los autores nuevos, desconocidos, siempre les ofrecemos el 6 %, porque la
editorial apuesta y arriesga mucho con ellos.
—Sí
—le dije—, pero yo voy a seguir escribiendo, y lo voy a hacer muy bien, así que
dejaré de ser desconocido, y la editorial venderá muchos libros míos.
—Vale.
Te ofrezco el 7 %. No puedo ofrecerte más. Espero que sigas escribiendo, tal y
como dices —dijo Trini con una sonrisa.
—De
acuerdo. El 7 % en los primeros 30.000 ejemplares. Los siguientes, al 10 % —respondí.
—De
acuerdo —cedió—. Después de los primeros 30.000 ejemplares vendidos, te
subiremos al 10 % en los derechos de autor de los siguientes.
Imagino
que le pareció un sueño demasiado bueno para ser real. ¿Más de 30.000 ejemplares?
Ni los Premios Nadal hacían esas ventas, así que ¿cómo iba a vender un autor
desconocido con un libro de título tan extraño como Devuélveme el anillo, pelo cepillo, vender tantos libros?
Ya
no sé bien cuántas ediciones lleva desde entonces, creo que 45. Se han vendido
más de 200.000 ejemplares desde hace casi 30 años, y se tradujo a cuatro
lenguas. Aún sigue en las librerías, cuando los libros tienen una edad media de
tres meses en el stock de una librería. Trini tenía buen ojo, y yo cumplí mi promesa.
Me volvió a contratar la segunda novela dos años más tarde, El club del Camaleón, más de 100.00
ejemplares vendidos ya, aún en activo. Y Cuatro
muertes para Lidia, antes de jubilarse, en el 2012, veinte años después. A
Trini le debo mis comienzas en el mundo de los libros publicados.
Y
más tarde, en Panamericana, Bogotá, Colombia, la editora amiga de Alekos, Adriana
Tovar, me publicó La olimpiada de los
animales. Una belleza de ilustración de Alekos. Nuestro segundo libro
juntos, después de Renata y el mago
Pintón, de SM.
Y
luego Rossana Mont’Alverne me publicó en Brasil dos novelas, Me Chamo Susana, e Voçê? y Esther, Juan e Bia em: O secuestro, en
su editorial Aletria, con su hija Juliana Flores al mando de la edición, y la
traducción magnífica de Jihrane Prisca Duarte Santos.
Pero
antes de Elsa Aguiar, en SM, mi primera editora fue Marinella Terzi. Con ella
publiqué Abdel, Un secuestro de Película, y Renata
y el mago Pintón, todos dentro de El barco de vapor. Casi medio millón de
libros en total. Marinella era y es estupenda. Un beso y vuelta al ruedo para
Marinella.
Y
mis últimas editoras fueron Marisa Núñez y Eva Mejuto, en OQO, con Mucho cuento. Nueve editoras en total.
Se ve que el mundo de la edición está controlado por mujeres, al menos en la
edición infantil y juvenil que yo conozco. Me alegro. Creo que lo hacen mucho
mejor que ellos, para qué voy a mentir. Me fío mucho más de su criterio que del
de ellos, en general. Y a mí me han tratado bien. Muy bien. Las quiero mucho, a
todas ellas. Son las madres de mis hijos libros, si es que yo soy el padre. Un
padre polígamo, ahora que me doy cuenta. Espero que no se lo tomen a mal. Yo sé
que ellas tampoco me han sido fieles. Han publicado a cientos de autores y
autoras, así que estamos a pachas.
¿Publicar
es como tener hijos? Bueno, es algo así. No tiene la misma intensidad, desde
luego. Ni de lejos. No te dan tantas alegrías, ni tantos disgustos. Se
independizan rápido, y a veces crecen y se multiplican y se traducen a otras
lenguas y visitan otros países. Eso es genial. Yo lo disfruto mucho, y casi me
parece que es éxito conseguido por ellos mismos, los libros, aunque sé que
tiene que ver con el trabajo de difusión y venta de los editores. Y en parte
con que el libro esté bien escrito, supongo, o sea comercial, o interese a
lectores y editores lejanos. Se hacen grandes, y yo estoy muy orgulloso de
ellos, de sus vidas incrustadas en otras vidas de lectores que desconozco.
045
ME
ENTRAN REMORDIMIENTOS por lo que tal vez haya escrito, que no me acuerdo bien.
Por si Elías, o Jorge, o alguno de mis hermanos de golpe se siente herido por
lo que he escrito. Por si se sienten insultados, maltratados. Ya somos viejos
todos, y no necesitamos más dolores añadidos. Elías es joven, y sus hijos
niños. En el futuro no será tan joven, ni los niños niños. Yo no estaré, no lo
veré, pero no quiero dejarles de herencia un trozo de estiércol, una memoria
emponzoñada. No lo necesitan, ni yo tampoco.
Ya
no necesito vengarme de nadie. No me siento maltratado. He vivido feliz, y
cuando no lo he sido no ha sido por culpa de los demás, sino de mí mismo, el
peor de mis verdugos. He aprendido no a olvidar, y a ignorar. ¿Para qué
prolongar una pelea? No perdono, al contrario, mi memoria en ese punto es
letal. A los imbéciles que me han traicionado, que me han insultado a mis
espaldas, los ignoro, los veto y los ninguneo de por vida. Y en las próximas
reencarnaciones también. Jamás los olvido. Jamás perdono. Lo siento, no tengo
tiempo para mamonadas. El mundo es grande, demasiada gente, y la vida demasiado
corta como para perder el tiempo peleando por la propiedad de un cactus. Así
que dejaré esos nombres aquí, innombrados, enterrados en el vacío. El peor
castigo es la inexistencia.
A
los 13 años tenía mi libreta con la lista de ofensas recibidos por cada uno de
mis hermanos. Así podía odiarlos con sustento, documentados. A los 14 años dejé
de hablar a Viví, mi mejor amiga de entonces, durante un año entero porque en
un guateque, en casa de Josema, la saqué a bailar un lento, una canción de
Donovan, y me dijo que no.
—¿Cómo
que no? —le dije. No podía ni creérmelo.
—Pues
no. Que no me apetece, vaya —dijo, y María Ángeles, a su lado, soltó una
risita.
—Vale,
pues muy bien —dije, y esas fueron las últimas palabras que le dirigí en un año
entero.
Yo
no soy rencoroso ahora. Ni la sombra de lo que fui. Creo que no. Algo queda, me
imagino, de esa dificultad de soportar la frustración, dice Bea, y seguro que
tiene razón. He hecho lo que he podido, de verdad. Lo he intentado. Puedo gastar
bromas acerca de esa lesión cerebral que me incapacita perdonar, de esa pedrada
que nunca me ha ayudado, que nunca me ha hecho feliz, que ha hecho que perdiera
contacto con muchas personas a las que he rechazado, y que en realidad eran
buenas personas pasando una mala época. Es posible. Seguro que sí. Pero
también, estoy seguro de que me he librado de unos cuantos hijos de puta,
egoístas, maltratadores, cabronazos. Esos también existen. Nadie consigue
esquivarlos durante una vida entera, a no ser que su vida dure un suspiro. ¿Es
importante enfrentarse a los cabrones, a los tiranos, a los fascistas, por el
bien de la raza humana y de las generaciones futuras? Sí, claro que sí. Yo me
he llevado porrazos de la policía por manifestarme contra Franco, cuando aún
vivía. Y he perdido dinero por no agachar la cabeza y ceder ante el abuso. No
me arrepiento.
Pero
tampoco quiero dar mi vida entera por defender los derechos pisoteados del
pueblo saharaui, o de los indios mapuche, y las ballenas, los elefantes, los
del colectivo LGTBI, los parados de larga duración, los inmigrantes ilegales,
los ancianos abandonados, los que quieren morir con dignidad, las lenguas en
extinción, el patrimonio inmaterial. De verdad, no estoy bromeando, no hago
mofa, creo que todos esos, y muchos, muchísimos más, necesitan valedores y
protección. No pueden ser olvidados. Hay que luchar por los derechos de los que
no tienen armas para pelear, los indefensos y sometidos del mundo. Eso nos hace
humanos. Eso y la crueldad innecesaria, a partes iguales. Yo doy parte de mi
vida, de mis energías, de mi comida, de mi dinero, de mis esfuerzos, por causas
que no redundan directamente en mi beneficio. Solo de modo tangencial, como
medallitas que me pongo de buena persona, para no sentirme integrante del grupo
de los abusadores, de los privilegiados, de los que han nacido con una estrella
en el bolsillo. Lo soy, claro que soy de los agraciados. De los muy
beneficiados, y de lejos, en el reparto de la suerte y la felicidad. Por varias
razones incontestables: por raza, familia, nacionalidad, salud, posibilidad de
estudiar, cociente intelectual, siglo y año de nacimiento, ausencia de guerras
y enemigos personales, economía, aspecto físico, aprendizaje de empatía,
amistades, amor y suerte. Cualquiera de los factores anteriores, torcidos,
habrían hecho de mi vida un infierno. Estoy en el uno por diez mil, y me quedo
muy corto, de la población mundial beneficiada por la suerte, bendecida por los
dioses. ¿Cómo no voy a estar agradecido? Hay que ser muy hijo de puta, muy
ciego y muy egoísta para no estarlo.
La
web de NaNoWriMo me ha dado un certificado que dice que ha conseguido el
objetivo del National Novel Writing Month:
escribir una novela de 50.000 palabras. Aquí nadie mide la calidad, sino la
cantidad. Un reto. Como caminar 10.000 pasos al día. No importa si esos pasos
han sido sobre asfalto, sobre plumas de ganso o sobre caca de vaca: lo que
importa es la cantidad. Aquí, lo mismo. Y tal y como pronosticaba Borges, en
esas cincuenta mil palabras se descuelgan elementos de autobiografía. Puf, ni
siquiera lo he intentado ocultar. ¿Para qué? Soy como un pavo real, y mi tema
de conversación preferido soy yo mismo, no necesito irme más lejos.
Y
podría, lo de irme lejos. Hace unos días calculábamos Bea y yo los países que
hemos conocido. Más de cincuenta, de los cinco continentes. Algunos los hemos
visitado media docena de veces, y en estancias largas, de más de un mes.
México, Malasia, Brasil, Italia, Vietnam, Birmania, Laos, Indonesia, Colombia,
Argentina, Estados Unidos, Alemania, Marruecos, Costa Rica, Venezuela, Perú,
Chile, Cuba, Irán, Portugal. Nos reímos pensando en que nos hemos convertidos
en los abuelos cebolleta, dispuestos a contar sus batallitas navegando por el
Amazonas, en el desierto de Atacama, bajando el río Mekong, en los fiordos de
Nueva Zelanda, o en los templos de Bagan. El tiempo y el dinero que nos hemos
gastado en los hijos que no tenemos, y en las casas que no nos hemos comprado,
lo hemos invertido en viajes. Que nos quiten lo bailado. No ha habido ni un
segundo en que nos hayamos arrepentido. Es verdad que hemos tenido el tiempo,
el dinero y la compañía mutua para poder hacerlo, pero es que también eso se
construye, se fabrica. No es casual que ninguno de los dos tenga trabajos que
no dependen de un horario ni una presencia física obligatoria en un lugar y una
fecha. Pero eso se busca, y no suele ser la opción más rentable, la que más
dinero genera, pero sí la que da mayor libertad de tiempo. No hay deudas. No
hay nadie a nuestro cargo. Eso también se fabrica, se construye, nada es por
azar. Y por último, te tiene que gustar viajar, y aguantar no solo los placeres
del viaje, sino también los inconvenientes. Una de cal y otra de arena, tú
sabrás con qué te quedas.
046
Estamos
a finales de noviembre, y hace un sol de carajo. El Teide está despejado,
apenas nubes en el cielo, y puedo ver hasta la isla de La Palma, en el
horizonte. Dos veleros, perdidos entre las olas, lanzan sus cañas para pescar sargos,
congrios y morenas. Domingo de coronavirus, con la emisora Addictive Fifties en TuneIn. El árbol de Navidad ya está junto a la
ventana, un poco pronto, quizá, pero es que a Bea le fascina la Navidad. Si por
ella fuera empezaría a ponerlo en septiembre, y no lo quitaba hasta marzo. Aún
no hemos empezado con las canciones de Bing Crosby y Frank Sinatra, pero le
falta un telediario.
Abro
Facebook, y publico esta nota en mi perfil: “Este año, aunque lo conocía desde
hace años, he decidido participar en el NaNoWriMo, National Novel Writing Month, que se celebra siempre en el mes de
noviembre de cada año. El objetivo para los participantes es escribir una
novela en un mes, sin espejo retrovisor, sin preocuparse de las correcciones, y
que el texto tenga al menos 50.000 palabras. Yo ya lo he conseguido, hoy mismo,
y tengo mis cincuenta mil palabras en el disco duro. Y me sobran 100 para este
post. Abrazos para todos. Yo ya me he felicitado a mí mismo. Lo estoy haciendo.
Lo estás leyendo.”
Estoy
orgulloso de mi hazaña. Mi madre y mis dos abuelas están muertas, así que tengo
que mimarme yo a mí mismo. ¿Y por qué no?
Sigo
dándole vueltas a las peleas, a las distancias, a los distanciamientos. Con las
novias y esposas es normal. El amor y la guerra, a un solo paso. ¿Pero con los
amigos, con los hermanos, con los padres y los hijos? ¿Es necesario? ¿Se puede
evitar? ¿Se puede aliviar? ¿Incluso para alguien tan rencoroso como yo?
Es
difícil. Mira con Peancha. Los dos solos en Tenerife, unidos desde pequeños en
la mesa de la cocina, con Jaime y la Nena compartiendo desayunos, comidas,
meriendas y cenas. Los cuatro pequeños. Y de pronto, con más de 55 años encima,
dejamos casi de hablarnos, sin llegar a discutir por nada. Así suceden las
cosas graves, como el cáncer, como la vejez. Por chorradas. Ahora te tocaba venir
a mi casa a comer, y no a la tuya. Pues no me has avisado. No me has invitado.
No necesito invitarte, idiota, eres mi hermana desde que naciste, ¿O es que no
te acuerdas? Pues mira, casi que mejor lo dejamos, no es necesario que quedemos
todos los domingos a comer, ¿verdad? No tenemos que sentirnos obligados, ¿a que
no? Pues no, la verdad. Yo estoy muy liado, no tengo mucho tiempo. Yo también.
Pues si eso, ya nos llamamos, ¿vale? Venga, hale, dame un beso, hasta luego,
cuídate, dale un beso a tus hijos de mi parte, hasta luego. Y después de eso
pasaron meses, y descubrirnos de pronto por la calle era un susto, un
desencuentro en directo. Las peores divergencias suceden por pasividad. “Para que
el mal triunfe, solo se necesita que los hombres buenos no hagan nada”,
decía Edmund Burke.
Sé
que Peancha lo pasó mal. No solo por mí, por el abismo que se abrió de golpe
entre nosotros, sino antes de eso, incluso. Se sintió abandonada, traicionada
por sus hermanos. Por todos sus hermanos, incluyendo a su única hermana, la
Nena. Ella es más autista que yo, y también más sentida, y más llorona. Y más
manipuladora. Pero como mi psicoanálisis desnudó los mecanismos de la
manipulación, para que yo no la sufriera más, para protegerme, pues ahora
resulta que no es tan fácil pillarme en esas zancadillas emocionales. No es que
no me importe su sufrimiento, sino que sé que acompañarla en ese dolor,
compartirlo, ni le ayuda ni me ayuda. A pesar de todo, me hizo sufrir, no ella
a mí, sino yo a mí mismo a costa de ella. Bea trató de protegerme, y me decía:
—Imagínate
que está viviendo en Alicante. Ella y Basilio. Ya está. No hay problema. Nacho
está en Brasil y no discute con ella, ¿verdad? ¿Por qué, porque está lejos?
Pues envíala mentalmente a Alicante, y tú vive tu vida feliz aquí, en Tenerife.
Hay
pequeñas obligaciones que me amargan la vida. Bueno, sin exagerar, pero me la
dificultan. Bueno, vale, pues que no me gustan, que las odio y me enfurecen. Diré
algunas: Los impuestos (no el pagarlos, en realidad, sino el papeleo). Las
facturas (exactamente lo mismo). La apertura o cancelación de cuentas
bancarias, renovación del DNI o el pasaporte (seguimos en lo mismo). Pedir
permisos al ayuntamiento para hacer obras en casa. Dar de alta la luz, el
teléfono, ADSL, pedir una cédula de habitabilidad, hacer la declaración del
IVA, empadronarme, acudir al médico de la Seguridad Social, presentar un
proyecto de lo que sea a un organismo oficial, pedir una subvención. No sé por
qué, son cosas que tienen que ver siempre con la autoridad con que otro tenga
el poder de decidir sobre cosas mías, sobre mi vida, sobre mi muerte.
De
ahora hasta el día 30 de este mismo mes de noviembre quedan 8 días. Según el
ritmo de escritura desatada que llevo encima, si no falto a la cita, y no es mi
intención faltar, que quedan unas 18.000 palabras por escribir y cerrar el mes
del NaNoWriMo. Un total de 70.000 palabras, casi un 40 % más del objetivo
inicial. El objetivo en realidad no era hacer cuanto más mejor, sino hacer como
mínimo 50.000 y escribir 30 días. La primera parte, la de la cantidad de
palabras, ya está cumplida. Falta la segunda, la de escribir 30 días. No puedo
adelantar el tiempo, el futuro llegará, no le queda otra, y habré cumplido mi
propio reto. Que me ponga tan contento por cumplir un reto autoimpuesto, debe
de ser porque no siempre lo cumplo. Soy un procrastinador profesional. Con la
gimnasia, el deporte, jamás lo he conseguido. Media hora de gimnasia al día. Ni
loco. Pago tres meses de gimnasio y voy tres días. Me compro unas zapatillas de
deporte, y me crecen los pies antes de usarlas. No lo consigo. No me importa.
No me interesa. Me la pela. Ya sé que incluso es bueno para escribir, porque
fluye la sangre, regenera las células, despeja la mente, abre las ventanas de
la nariz y del cerebro. Lo sé. Me lo creo. Pero aunque me duela la espalda y
tenga calambres en las piernas, aunque tenga hiperglucemias que me gritan por
favor, un poco de deporte, la bicicleta estática se oxida y llora por el
abandono, del salón en el ángulo oscuro,
de su dueña tal vez olvidada, silenciosa y cubierta de polvo. No está en mi
naturaleza. Heredé de mi padre la aversión a la gimnasia.
—El
único deporte que yo practico es el viril deporte del ajedrez —decía.
—Ese
es mi padre —lo apoyaba yo, orgulloso.
(Continuará)
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