Los esqueletos (continuación)
Segunda parte: Kale borroka (de 054 a 056)
054
SIEMPRE
ME LLAMÓ la atención la famosa foto en blanco y negro de Stefan Zweig y su
esposa Lotte, abrazada a él, muertos en la cama, tras suicidarse con una
sobredosis de Veronal. Sucedió en Petrópolis, Brasil, el 22 de febrero de 1942.
Stefan Zweig tenía 60 años recién cumplidos. Lotte era su segunda mujer. Según
la autopsia se suicidaron a las seis de la mañana, primero él, y luego ella. No
descubrieron sus cuerpos hasta tirar la puerta debajo de su dormitorio a las cuatro
de la tarde. Singapur acabada de rendirse a los japoneses, y tanto Zweig como
su mujer estaban convencidos de que Hitler y el tercer Reich iban a conquistar
el mundo entero. Ellos eran judíos, y no estaban interesados en vivir ese mundo
que se les abría a sus pies. En la nota de despedida, Zweig decía que estaba
cansado, que 60 años eran muchos años, y ya no quería seguir reconstruyendo su
vida, huyendo siempre, ni quería ver en qué se convertía el mundo dirigido por
Hitler. No es de extrañar. Si eres judío, tienes sesenta años, estás exiliado,
y ves que los nazis se apoderan del planeta, lo mejor es hacer una pedorreta y
tomarse una sobredosis de Veronal. Los libros que he leído de Stefan Zweig me
han mostrado a un escritor con una capacidad de empatía y profundización
increíbles. Sus personajes, muchas veces torturados mentalmente, inseguros,
llenos de remordimientos, son espejos de los momentos más tensos o intensos de
nuestras propias vidas. Le acusaron de no ser suficientemente explícito en su
denuncia contra el nazismo. Los demás siempre deciden lo que cada cual tiene
que pensar y decir. Zweig buceaba en la mente de sus personajes, y les daba una
profundidad que ni la mitad de las personas reales tiene. Zweig era capaz de
psicoanalizar la derrota, las pasiones, las frustraciones y el desamor. Carta a una desconocida. Solo los rusos,
Toltoi, Chéjov, han sido capaces de profundizar tanto, y con tanta sinceridad,
en los personajes, en las personas. Estoy convencido de que igual que Zweig son
muchas las parejas que mueren juntas, que se suicidan en una misma ceremonia.
No sale en los periódicos, no se cuenta, ni siquiera los familiares lo dicen,
porque suicidarse siempre es un pecado, una mancha en la familia, en el
recuerdo, en la religión. Un atentado contra Dios, que ha sido desposeído de una
de sus mejores prerrogativas, la de quitarle la vida a todos y cada uno de sus
vasallos cuando y como a Él le dé la gana. Los hay rebeldes, insumisos,
insurgentes, que deciden quedarse con ese poder, arrebatárselo a Dios, un
deicidio, y poner fin a sus vidas cuando ellos deciden, haciendo uso de su
libertad, que para eso la tienen.
Yugos os quieren
poner
gentes de la hierba
mala,
yugos que habéis de
dejar
rotos sobre sus
espaldas.
Crepúsculo de los
bueyes
está despuntando el
alba.
Bea
ha comprado una botella de vino Glögg en Ikea. Se toma caliente. Después de
macerarlo con almendras, higos turcos, ciruelas, jengibre, canela, pimienta,
anís, clavo y azúcar. Un rato a calentar en la olla, y un trago por la garganta.
Qué rico. Al tercer trago hemos empezado a cantar villancicos, y de pronto se
han levantado en medio del salón cinco mercadillos navideños de Centroeuropa,
todos a orillas del Rin. Con el resto haremos mermelada, y así podremos empezar
a cantar desde por la mañana.
Dentro
de tres días acaba noviembre, y acaba el NaNoWriMo. Se supone que el reto de
escribir un libro en un mes habrá sido cumplido. Las bases hablan de 50.000
palabras, pero a estas alturas yo ya llevo 63.000, así que me he pasado tres
pueblos y cinco pedanías. Puede que llegue a las 66.666 pasado mañana, cuando
termine noviembre, y eso es cien veces el número de la bestia. Lo que no sé es
qué voy a seguir haciendo, escribiendo, a partir de ese momento, en diciembre.
Ya he cogido la costumbre, velocidad, vicio, y me gustaría seguir avanzando
hacia ese no lugar al que me lleva la escritura. A lo mejor encuentro algo. No
lo creo, la verdad, pero sí que me creo que por el camino recogeré algunas
setas, caracoles, castañas, moras y margaritas silvestres. No quiero más. No
busco más. Sé que para encontrar algo, muchas veces hay que dejar de buscarlo,
abrir los ojos, y dejarse sorprender. Ya sé que esto es demasiado abstracto,
demasiado intangible. Creo que en algún momento me aburriré de dar vueltas y
vagabundear entre las líneas de estas páginas virtuales, y en ese momento me
sentaré a la sombra de una palabra esdrújula, junto a un punto y coma, bajaré
la vista al suelo, y entre mis zapatos, casi confundida con la tierra, me
encontraré una llave. La llave. Miraré a uno y otro lado, por si hubiera
alguien cerca que pudiera haber perdido esa llave, que no piensen que si me la
cojo del suelo es porque quiero quedarme con algo que no es mío. Sé que no
habrá nadie, porque después de sesenta mil palabras ya le he dado el esquinazo
a todos los policías ceñudos que habitan en la comisaría que se aloja en mi
interior, entre el bazo y la cola del páncreas.
Esto
es el sprint final, y aunque cayera fulminado por un rayo en este instante,
hace días que mi objetivo ha sido cumplido. He escrito cada día durante un mes,
y el total rebasa las cincuenta mil palabras. Punto. No existen más
condiciones. Solo me queda cerrarlo, y que el cierre no sea lo peor del texto.
Tampoco busco fuegos artificiales ni redoble de tambores, como en las sinfonías
clásicas. Ya me conoces, yo soy más de Chéjov, aunque sin exagerar eso de los
finales abiertos. Una cosa es que la vida continúe, que no se acabe el relato
como los cuentos de Poe, con un golpe seco de la tapa del ataúd que se cierra,
y otra cosa es que el lector, que no es ninguno, sino yo mismo, al menos de
momento, piense que se le ha perdido una página del manuscrito, la que hace que
se dispare la pistola que aparecía colgada de un clavo en la pared en el primer
párrafo de esta historia. Ya sé que no había ninguna pistola, no la busques, es
solo una pistola imaginaria, un consejo de escritura de Chéjov. Es raro porque
el consejo parece más de Poe, cuando aconseja que la pistola que aparece en el
primer párrafo debe dispararse y matar al protagonista en el último. El
universo del relato es cerrado, incluso para los rusos. El lector tiene que
decir FIN antes de llegar a leerlo. Y no por aburrimiento, sino por saciedad,
porque comprende que la historia está completa, ha terminado, y ya puede
regresar a su vida monótona, con la sonrisa triste del que vuelve a casa
después de una infidelidad que nunca debería confesar.
Al
empezar este proyecto, este escrito, tenía que darle un título provisional al
manuscrito. Lo titulé Kale borroka,
revuelta callejera en euskera, terrorismo de baja intensidad. Así es como el
doctor Blanco llamaba a mis hermanos. Él no conoció a ninguno de ellos, excepto
por referencias, las mías. Así que, con los datos que yo le daba, él decidió
que los momentos en que nos juntábamos, en vacaciones o en navidades, más que
una reunión de hermanos era una kale borroka.
El doctor Blanco no era especialmente bromista, y en los siete años que duró el
psicoanálisis siempre nos llamamos de usted, él a mí y yo a él. Nunca nos
sentimos incómodos llamándonos de usted. Nos respetábamos el uno al otro lo
suficiente como para no importarnos el tratamiento, y sí la autopsia de mis
sueños, deseos y frustraciones. Yo le dije que necesitaba esnifar una raya de
cocaína antes de cada reunión con mis hermanos, para poder soportar la
intensidad, para anestesiarme. No era porque los odiara, ni mucho menos, sino
porque las reuniones siempre fueron una competición de testosterona, a ver
quién mea más lejos, a ver quién la tiene más grande, a ver quién es el último
en llorar, en derrumbarse. No queríamos hacernos daño, al menos de manera
consciente. Solo queríamos sobrevivir, mostrar a los demás que éramos guerreros
curtidos, que nada ni nadie nos podría dañar. Ni siquiera los unos a los otros.
Patéticos huérfanos, llorica manteles, aunque nuestros padres estuvieran
delante, sentados en el sofá, o presidiendo la mesa del comedor.
La
cocaína me anestesiaba la conciencia, me inmunizaba, me añadía una capa de piel
gruesa a mi esqueleto desnudo. Los latigazos, los puñetazos, las cuchilladas no
me llegaban hasta debajo de la piel, por fin. Yo no sangraba. Tras el
psicoanálisis, con una piel nueva, construida con palabras y deconstrucción de
sueños, pude dejar la cocaína. Fue hace 20 años. A mediados del 2000. No fue
fácil, tuve que pasar casi una semana en la cama aguantando el mono, pero no
fue tan terrible como las curas de desintoxicación que tenían que soportar los
que de verdad estaban enganchados a la heroína. Yo jamás probé la heroína, ni
el LSD. No lo echo de menos. Incluso, al dejar de consumir cocaína, me sobraron
tres o cuatro gramos, yo compraba casi al por mayor, me abastecía para varios
meses, y le devolví el resto a Ismael, mi camello. No quise que me devolviera
el dinero, ni que lo consumiera él, sino que lo tirara, o lo vendiera a otro,
eso me daba lo mismo. Yo no lo quería, y ahí terminaba mi necesidad.
055
EN
EL RASTRO de Madrid, a mediados de los 90, me compré un pequeño depósito de
metacrilato transparente, al que la gente del oficio, del oficio de esnifar
coca, quiero decir, lo llamaba Arturito. Era una broma friqui, porque el
aparatito se parecía en miniatura al robot R2D2, de la Guerra de las Galaxias. Ar-tu-di-tu, en inglés. De ahí la broma. Se
le giraba una canilla de la parte superior, se le daba la vuelta a Arturito, y con
ello se recargaba para un tiro de coca, menos que una raya, quizá una cuarta
parte, y al girarlo de nuevo podías meterlo en la nariz, con disimulo, delante
de 50 personas. Aspirabas, y nadie se daba cuenta. Solo te habías rascado la
nariz con discreción. Hasta podías estar hablando delante de un micrófono y 300
personas, y solo los dueños de otros arturitos se darían cuenta de la
operación. Yo nunca conocí a nadie que lo tuviera. Tampoco es que lo fuera enseñando,
ni preguntando. Nunca fui un drogadicto social, de los que usan la coca o los
porros para socializar, para las fiestas, para compartir la felicidad. Nunca.
Yo era de los egoístas, de los que consumían en secreto, sin que nadie lo
supiera, sin jamás ofrecer a nadie. A veces lo usaba para escribir, después de
echarme una siesta, a media tarde, me despejaba con un tiro de coca. Otras
veces para anestesiarme en reuniones familiares, ya lo he dicho. Y algunas
también en las clases de la tarde, para no dormirme, para estar más espabilado.
Y por último, en las noches de karaoke, cuando salía con los alumnos a cantar y
beber en el karaoke del parking de la plaza de Los Mostenses, después de cenar
en el Da Nicola. Yo ya sabía que mi máximo eran tres whiskies con hielo, o a
veces con cocacola. Pero nunca más de tres. Sabía que el cuarto me podía tumbar
en el suelo, cogorza total, cantos a la amistad y al buen rollito, así que
nunca pasaba del tercero, y cortaba el comienzo de la borrachera con un tirito
de coca. A veces dos. Y si la noche se alargaba, hasta tres. No seguidos,
claro, sino espaciados, uno por hora. Como los cubatas. En una ocasión una
alumna me lo detectó, no a Arturito, sino la coca. Ella consumía, y conocía
bien los efectos.
—Tú
tienes coca. Te lo noto. Podías invitar, ¿no?
—¿Coca
yo? Tú alucinas. Ni de coña —mentí.
No
sé si la convencí o no, pero lo que sí sabía es que no estaba interesado en
entrar en el circuito de los consumidores sociales, en los que pasaban la noche
buscando su dosis, invitaciones, fiestas, yo conozco a uno que… Me aburría ese
mundo antes de conocerlo. Historias del
Kronen, de José Ángel Mañas. Pasando. No lo critico, allá cada cual, pero
no tengo por qué ser un consumidor como los que otros dicen que debes ser. Como
si bebes solo o en pandilla. Allá penas. Cada uno que beba, fume o esnife como
le dé la gana. Yo sabía bien lo que quería, y lo que no quería. Así que mi paso
por el mundo de las drogas ha sido más bien efímero y utilitarista. Los porros
de hachís me mareaban, los de marihuana no me hacían efecto, el LSD ni lo probé.
Las pastillas para dormir jamás, las anfetaminas sí, para estudiar, la mitad de
las asignaturas de la carrera de Filosofía se las debo a la Centramina, que se compraba en farmacias
sin receta. Era muy barata. Baratísima. La Dexedrina
no me gustaba, me parecía demasiado suave, me quedaba dormido igual aunque me
la tomara. No me hacía efecto. Después del examen, y de la noche en vela
estudiando, tenía que acostarme con una especie de bajón, de resaca sin
alcohol. Y por la tarde, como nuevo. Eran los años 70. Las anfetaminas se
compraban sin receta, pero las píldoras anticonceptivas no. Para eso
necesitabas un médico, y de los privados, porque los de la Seguridad Social ni
de coña iban a recetar anticonceptivos. ¿Tú estás loco?
Supongo
que debería matar a todos mis hermanos, como prometí. La pistola de Chéjov,
recuerda. Matarlos en papel, que de verdad ya se ocuparán ellos mismos, o los
médicos, aquí no se salva nadie. Ellos sé que no lo harán, nunca han tenido ni
el más mínimo interés en el suicidio. Javier, como mucho, dice que si tuviera
un botón rojo para desconectarse, junto a la cama, un botón que con solo
pulsarlo, de modo automático, sin dolor ni agonía, se quedara muerto al
instante, igual que se apaga una bombilla, que entonces sí, que entonces lo
apretaría más de una vez. ¿Pero cómo lo vas a apretar más de una vez? ¿Es que
acaso uno se puede morir varias veces? No, ¿verdad? Eso solo nos pasa a los
diabéticos, con las hipoglucemias. Al resto no. El resto tiene un muerte y
punto. Se acabó la fiesta.
Recuerdo
que ya los maté a todos un par de veces. En Pacto
de sangre, desde luego. Si es un antojo, pues vale, se acercan las
navidades con Coronavirus, así que es un buen momento para las orgías de sangre.
A
Tito le podía haber estrellado en su avioneta, un día de bruma, dándole
golpecitos con el dedo al altímetro que de pronto no funciona, y así, de golpe,
saliendo de la nada, aparece la tapia del abrevadero del tío Honorio. Catapún.
A Tito le hubiera gustado, y poder contarlo, exagerando. Pero no se puede estar
en misa y repicando. No puedes morirte de risa y contar el chiste tú mismo.
Bueno, eso sí, pero lo de la tapia no. Pero ahora Tito ya no vuela. No creo que
se acuerde siquiera de dónde tiene aparcada la avioneta, ninguna de las dos. Pero
lo podemos tirar por un acantilado con su BMW. O pedirle prestada la tapia al
tío Honorio otra vez. Pero no. Tito murió cayendo por las escaleras del
Auditorio de Santander, como el cochecito del niño de El acorazado Potenkin,
después de escuchar la mejor interpretación de la Novena Sinfonía, qué
barbaridad, con la Orquesta Filarmónica de Berlín dirigida por Herbert von
Karajan, aunque esté muerto hace más de 30 años. Un esfuerzo, qué más te da,
Herbert, sacude la batuta, acuérdate de que Tito es mi padrino, es el que me
tiene que defender y proteger cuando mis padres se mueran, y ya se han muerto,
mecachis. Si no puede ser, pues nada, que se atragante con el hueso de una
aceituna. Qué cosa más tonta, morirse así. Uf. No quiero ni pensarlo. Si es que
no somos nada, no somos nadie.
A
Javier, en escena. Ja, eso quisiera él. O atropellado por un autobús al caerse
de la bicicleta. O con el cáncer de próstata inundándole todo el cuerpo. Qué
pena, así no. Eso no mola nada. Mejor como Macuquilla, que se quede dormido y
no se despierte. Así de fácil.
Coke
también hace teatro ahora. Herencia de nuestra madre, que era muy teatrera,
ella, de lágrima fácil y manipulación emocional bien aprendida. Sus dos hijas
aprendieron bien. Los hijos menos, los hijos aprendimos a no mostrar nada, a
callar, a anestesiarnos. Coke se caerá de un árbol, o un árbol se caerá encima
de Coke. Las dos valen. También puede recibir un golpe de azadón de un paisano
pasiego cabreado porque nunca le dio permiso para construir una choza en el
monte.
Nacho
morirá por mordedura de una serpiente a las afueras de la Pousada do Taxo,
cerca de la playa de Siriú. O de un sartenazo en la cabeza que le dará Vania,
por tener la boca cerrada durante tres semanas seguidas. O, lo más probable,
que yo he viajado como copiloto en su coche, estrellado contra otro, un
kamikaze gemelo a él, pero que venía en dirección contraria, entre
Florianópolis y Garopaba, o entre Buenos Aires y Bariloche, aunque él no
esquía, pero sus hijos y nietas sí.
Jorge
de un infarto. Se lo está ganando. No necesita más que ver una buena pelea de
boxeo en televisión, o que su hija le diga que se ha quedado embarazada y no
sabe de quién, o que Ana le confiese que tiene un amante que trabaja como
auditor de empresas farmacéuticas, o policía de proximidad. También puede
ahogarse en el Nilo, pero eso ya lo ha hecho, y desde entonces tiene pesadillas
una vez a la semana.
A
Gonzalo lo resucito. Y que se case, en terceras nupcias, con una trigueña venezolana
de metro ochenta. Zalo era bajito, así que con eso se compensa. ¿Qué otra cosa
puedo hacer, si ya está muerto? En la cama del hospital de Valdecilla, el día
anterior a que le operaran de corazón abierto, la víspera de su muerte sobre la
mesa del quirófano, me pidió que le llevara al hospital una papelina de
cocaína. Para entonarse antes de la operación, o para después. No sé. Años
antes, cuando vivía en la plaza de la República Dominicana, de vez en cuando él
me traía unos gramos de cocaína, él no consumía, ni yo tampoco, pero algunos
pacientes o clientes le pagaban con papelinas. Manda huevos. Y yo se las vendía
a Hilario Camacho. Se las llevaba a su casa de Chamberí. Hilario decía que era
buena. No sé, yo no la probé. Hilario murió en el 2006, Zalo en 1993.
La
Nena morirá de cáncer, aunque sé que no quiere. Prefiere otra muerte. Lo sé.
Querría morirse como Macuquilla, dormida en su cama, con el desayuno preparado
para el día siguiente y la casa recogida. Pero creo que no. Me da que nos va a
enterrar a todos, que será la última. Ya sé que tampoco lo quiere. Tal vez se
caiga de la moto y se rompa la crisma contra el asfalto. O quizá se tome el
cianuro que le preparó su amigo químico catalán, harta ya de las migrañas y de
sus hijos garrapatas.
Enrique,
ese soy yo, lo tiene más claro que el agua: 25 gramos de Nitrito de sodio, con
un poco de metoclopramida y diazepam un poco antes. Si no, Fentanil, Valium,
Amitriptilina, aunque por encima de todos ellos en pentobarbital, ya lo he
dicho. Y si no, como último recurso, helio, nitrógeno, tubos de escape, y night night. No tengo vidas suficientes
para probarlos todos. Ninguno me parece genial, pero bueno, morirse nunca es
fácil. El que diga que quiere la píldora mágica, que sepa que no existe. Se
necesita mucho investigación y recursos mentales, económicos y hasta físicos
para llegar a una buena muerte. Hay que trabajársela. ¿Por qué crees que soy
miembro de Derecho a Morir Dignamente
y del foro de Sanctioned Suicide
desde hace años?
A
Jaime, angelito, medio metro, tan necesitado siempre de compañía, tan a
disgusto consigo mismo, el otro miembro de la sociedad en comandita que
fundamos en Caracas, cuando compartíamos cuarto, morirá de viejo, aunque no tan
viejo. Pongamos que con 83 años. ¿Ochenta y tres años, y no tan viejo? Bueno,
ya se sabe, los viejos nunca dicen que son viejos. De muerte natural, parada
cardiorespiratoria. Pues estaba hecho un claval, dirán de él. Yo no lo diré,
vive Dios, porque yo ya habré muerto diez años antes. De viejo, con perdón. Mi
tía Pilar, con noventa años, cuando la llamaban “señora”, ella, muy ofendida,
respondía siempre.
—Señorita,
oiga. Que aún estoy soltera.
Y
Peancha, la última, no sé bien. Quizá de dolor. De tristeza por sentirse
abandonada. Quizá viva mucho, y ojalá que sea feliz. A los nietos los verá
poco, y Basilio estará siempre a su lado, aún después de muerto. Puede que
Peancha se muera atragantada con una espina de pescado, pobre, con lo cuidadosa
que es ella siempre con las cosas de la comida. O un cáncer de cerebro. No son
migrañas, pero tantos años enganchada a la codeína le provocaron daños
irreversibles.
Para
todos ellos, y como resumen, parada cardiorrespiratoria. Nos ha jodido. A ver
quién sigue vivo después de que se le pare el corazón y deje de respirar. Los
médicos son estupendos, buscan palabrotas cojonudas para decir simplezas y
obviedades. Todas las simplezas son obvias, y las obviedades simples. Lo anoto
para ahorrarte la crítica del texto, al menos en estas dos líneas.
Bueno,
todos muertos no, que a Zalo lo resucito para que pueda escribir la historia.
La pena es que no sabía escribir, ya lo he dicho antes, pero era el más alegre,
el único que sabía cocinar, y el que le sacaba más placer a la vida. Era
nuestro condenado a muerte, y él lo sabía, así que tuvo que darse prisa en
vivir, en dar la vuelta al mundo, en desobedecer. Y en morirse pronto, qué
remedio, lo tenía escrito en la frente desde el momento de nacer, con ese
corazón desvencijado.
Y
ahora me voy a cenar, que me lo he ganado.
056
Y
COMO ES el último día de noviembre, el último día del NaNoWriMo, se supone que
debería hacer una fiesta, un guateque. Ya he matado a todos mis hermanos, y a
mí mismo. Tendría que matar a mi hijo Elías y a mis nietos, para dejar así todo
bien recogido, pero es que me da un poco de pereza. Les queda mucho tiempo por
delante, y espero que lo hagan mejor que yo. Bueno, si no lo hacen mejor, que
eso siempre es subjetivo, que lo hagan distinto y que sean felices. Y que me
perdonen si no les hice mucho caso cuando me tocaba. Soy de una generación
antigua, de dinosaurios, que daba un empujón a los hijos para que se
independizaran en el momento que les empezaba a salir pelo en los huevos. He
creído, y seguro que hay tantos que piensan como yo como gente que piensa lo
contrario, que a los hijos se les educa con el ejemplo, más que con las
palabras. Y no solo a los hijos. Cuando daba clase a los niños de EGB, y había
momentos en que se quedaban milagrosamente todos en silencio, dibujando, o
haciendo alguna tarea que les hubiera mandado, con movimientos lentos, para no
sobresaltarlos ni despistarlos, sacaba de debajo de la mesa un libro, el que
estuviera leyendo en esos momentos, y me ponía a leer, sin disimulo. A veces,
si el libro tenía toques de humor, se me escapaba una risita ahogada. Y no
pasaban nunca más de cinco minutos antes de que alguno de mis alumnos o alumnas
reptara hasta mi mesa, y que se quedara mirando con ojos grandes, asombrados.
Yo hacía como que no lo veía. Al final me preguntaba:
—¿Qué
estás leyendo?
—Ah,
nada. Un libro. Una novela.
—¿Es
divertido?
—Sí.
A veces es divertido. ¿Ya has terminado la tarea?
—¿Luego
me lo prestas?
—Vale.
Ahora vuelve a tu sitio, anda.
El
libro desaparecía de mi mesa poco después. Yo ya lo sabía. Lo suponía. Pasaba
siempre. Después lo encontraba encima de algún pupitre de mis alumnos. No
querían llevárselo a casa, solo querían curiosear, así que yo aprovechaba para
leer libros que a ellos les podían interesar, igual que a mí. Ese era uno de
mis métodos preferidos de animación a la lectura. Y cada vez que he dado un
curso a profesores o maestros sobre métodos de animación a la lectura, mi
primer consejo es lee. El profesor que no lee, el padre que no lee, muy
difícilmente va a convencer o conseguir que sus hijos o alumnos lean. El placer
de la lectura se trasmite por contagio, no por imposiciones. Como casi todo. El
placer de cocinar, de dibujar, de escribir, de cantar, de viajar, de vivir. No
es que no se pueda hacer sin tener modelos previos en la escuela, en la
familia, o al menos en el barrio, pero es más difícil.
Así
que, regresando a lo que estaba diciendo (vaya dos gerundios seguidos
horrorosos), intenté inculcar la libertad siendo libre, la independencia
independizándome, la lectura leyendo, y el valor combatiendo (no con armas de
metal, claro, sino con las de papel). Es lo que he querido hacer, es lo que he hecho,
para bien y para mal. Pero hay tantas cosas que no he sabido hacer, que
alucino. Elías aprendió de muchas fuentes, menos mal, y mis nietos beberán de
muchas otras, eso espero.
Yo
que me quedo aquí, con Bea, planeando los próximos viajes para finales del
2021, porque ahora no nos dejan salir. Encerrados por el coronavirus, como
todos, aunque yo me escapo entre las líneas de la escritura, y viajo en el
tiempo y el espacio. El viajero inmóvil, decía Neruda. Nos iremos en barco a
Martinica. Y luego a Venecia, Atenas, Chipre, Dubai. Siempre hay lugares por
conocer, playas donde bañarse, comidas que saborear. Y siempre tendré de qué
escribir, unas veces mirando hacia afuera, al mundo que me rodea, y otras veces
mirando hacia adentro, garganta abajo, hasta llegar a las entrañas, el corazón
y la inmundicia.
No
sé cómo empezar el mes de diciembre. Podría continuar escribiendo como lo vengo
haciendo desde hace 30 días, sin plan ni brújula, guiándome por el olfato, las
ganas, el azar. Pretender que mañana es 31 de noviembre, y 32 el día siguiente,
y 33, y así hasta el día 427 de noviembre, o el 3728. Esa sería una solución, y
no creo que sea la peor. Qué más da que los días tengan uno u otro nombre. ¿Por
qué no morir el 3728 de noviembre del año 2020? Javier lleva más de 25 años
quitándose años. Se paró en los 49, dijo que ya no cumplía más, y ahí sigue,
aunque el calendario diga que ya tiene 75. Yo podría continuar el NaNoWriMo diez
años más, hasta llegar a seis millones de palabras. Más de 100 libros. Eso ya
no es un grifo roto, sino más bien uno de esos cuadros de los restaurantes
chinos con luz detrás y una cascada de agua infinita. Yo sería el gato dorado
de la suerte, con el brazo moviéndose arriba y abajo sin descanso, hasta que la
pila se agote, hasta que la muerte me detenga.
También
podría estrenar nuevos proyectos. Una novela cada mes, al menos durante un año.
Aunque sean malas, eso no importa. Haz ejercicio, entrénate, camina, aunque sea
a la pata coja. Cuantas menos expectativas tenga, mejor. Cuanta menos ambición,
cuanta menos pretensión, más posibilidades de que el proyecto se realice. Es
como cuando Bea y yo empezamos a salir, pero sin pretenderlo.
—Oye,
tú no te vayas a enamorar de mí, ¿vale? A ver si la vamos a joder.
—No,
no. Ni de coña. Yo contigo no quiero nada. Ni somos novios, ni pareja, ni nada
de nada.
—Vale.
Así, sí. Estamos de acuerdo. ¿Seguro?
—Segurísimo.
Yo no me meto en una nueva relación ni a punta de pistola. Que no quiero nada
contigo, vaya. No te lo tomes a mal, ¿eh? Mira que me caes muy bien.
—Qué
peso me quitas de encima. Ahora por lo menos ya tenemos las cosas claras.
—Clarísimas.
—¿Quedamos
mañana?
—Vale.
Por mí, bien.
—Genial,
entonces. Hasta mañana.
—Hasta
mañana.
—Oye,
espera, estoy pensando…
—¿Qué?
—Bueno,
es un poco tarde, ¿no?
—Uf,
sí. ¿Por qué?
—Pues…
¿Por qué no te quedas a dormir?
—No
sé. ¿Tú crees?
—Pues
claro. Sin compromiso, claro.
—Bueno,
vale. Pues me quedo.
—Perfecto.
Vamos a la cama.
—Vamos.
Y
así pasaron 20 años.
Y
los que faltan.
(Continuará)
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