Los esqueletos (Fin)
Tercera parte: La memoria del abeto (de 097 a 101)
097
HEMOS RESERVADO OTRO crucero para el año
que viene, del 26 de agosto al 2 de septiembre, con Celebrity Cruises. Es un
barco en el que ya hemos estado, el Celebrity Infinity, al que nos subimos en
San Antonio, cerca de Valparaíso, en Chile, y bajamos hasta Ushuaia y el Cabo
de Hornos, visitando los fiordos chilenos, para luego subir por Puerto Madryn y
la península de Valdés, donde los pingüinos, hasta Montevideo y Buenos Aires.
Quince días. Genial. En el del año que viene iremos desde Atenas hasta Ravenna,
cerca de Bolonia, siete días. Se han apuntado también Coke, Lucía, Nacho y
Vania. Hala, otra vez al lío. Llegaremos cinco días antes a Atenas, que nos
gusta mucho, alquilaremos un apartamento por Airbnb con Nacho y Vania, y
después del crucero nos quedaremos cinco días en Bolonia, o en Venecia, ya
veremos. Estamos en el Black Friday, así que hay ofertas del copón. Este
crucero sale a la mitad de precio: en lugar de 2300 euros, pagaremos 1160
euros, cabina interior para dos. Añadiremos los vuelos y algunas excursiones,
así que nos saldrá por 1500 euros. Más siete días, a 120 euros/día los dos,
serán 840 euros más. O sea, unos 2500 euros por dos semanas. Al mes podrían ser
5000. Está bien. Está muy bien. 60000 al año, podríamos vivir así 10 años. Más
no tenemos, moriremos antes.
El otro proyecto es el de la vuelta al
mundo. Probablemente en barco, con Costa Cruceros. Sale el 7 de enero de 2024,
y dura más de cuatro meses, 126 días. El costo total, por los dos, es de unos
45.000 euros. Sale a once mil euros al mes, que es mucho. El doble que si lo
hiciéramos por tierra y aire, pero no es lo mismo. Y eso que hay 69 días de navegación, en alta
mar, un poco más de dos meses, y 57 días en tierra, en 50 destinos diferentes.
Una pasta, pero sin hacer maletas ni coger aviones ni reservar en hoteles. A
Bea le empiezan a dar miedo los aviones, por el oído, que teme que le duela,
que le estalle, aunque de modo inevitable siempre tendremos que salir y entrar
en Tenerife por avión. El mismo viaje, por tierra, saldría exactamente por la
mitad: 23.000 euros, y con más estancia en las ciudades, porque no hay 69 días
de navegación. La navegación aérea como mucho será de tres o cuatro días,
sumando trayectos. Bueno, tampoco es verdad lo de que vaya a salir por la
mitad, porque solo los billetes de avión de los dos saldrían por más de 16.000
euros, y suma hoteles y comidas, 126 días a 120 euros, otros 15.000 euros.
Total: 31.000 euros. La diferencia es de 14.000 euros, no del doble o mitad,
que a veces exagero. Pero son dos viajes diferentes.
Si vendemos bien la casa, ¿por qué no
darnos ese capricho de condenados a muerte? Bueno, vale, ya sé que todos, sin
excepción, estamos condenados a morir, pero la mayoría no lo acepta, no quiere,
se niega, patalea, no acepta siquiera pensarlo, se va de la habitación donde se
ha empezado a hablar del asunto. Y eso le pasa a la mayoría, desde mi propio
hijo hasta casi todos mis hermanos, amigos, cuñados, suegros, sobrinos, tíos y
vecindario.
Mañana viene Rosi a limpiar, Ulises a
podar, y Lolo a pintar. Reunión de curritos para maquillar la casa y el jardín,
porque el martes vendrá un fotógrafo de Engels & Volkers a hacer fotos y
colgarlas en las páginas de venta de casas de internet, Fotocasa e Idealista.
Vino el fotógrafo, e hizo fotos. Muchas
fotos. Dos horas y media. Un poquito lento, pero bueno. Eso espero. Antes, ayer
y hoy, Lolo y Ulises estuvieron limpiando el jardín de malas hierbas, tapando
desconchones del exterior, pintando rotos, metiendo cemento a las piedras
desgastadas, y rebajando una puerta. Una labor de maquillaje, vaya. Bueno,
maquillaje y algo más. Conservación. Reparación. Visita al doctor. Vitaminas.
Estiramientos. La casa es como el cuerpo. La casa es el cuerpo, y si hay que
venderla, como se vende su cuerpo la prostituta, hay que ponerla guapa, limpia,
apetecible, deseable. La vendedora, Ana Sanfil, dice que hay un cliente alemán
con mucho dinero y mujer con esclerosis múltiple que está interesado, y eso que
aún no está anunciado a la venta. Que vendrán el próximo lunes a ver la casa.
Otra vez a recoger, a tirar cosas que sobran, a limpiar.
Estoy un poco estresado con lo de la venta
de la casa, así que os contaré la historia del gato, la que vivimos mi amigo
Barsén y yo en la adolescencia. Está escrita en segunda persona, porque me
salió así, y no quiero saber por qué. Allá va:
098
Tu intención nunca fue la de hacer sufrir
al gato. Fue puro amor a la ciencia. Ni siquiera llegaste a saber si estaba
realmente enfermo, o solo se trataba de un gato demasiado confiado. Tu amigo
Barsén tenía doce años, igual que tú. Compartíais mesa, tubos de ensayo y olor
a formol en el laboratorio de química del colegio, y fue allí donde vuestra
vocación quirúrgica afloró como un exceso. El Bombilla ya os había dicho que en
todas las profesiones se aprende con la experiencia, pero que en la cirugía más
que en ninguna otra, porque la vida del paciente está literalmente en manos del
médico.
—Prepararé la mesa de operaciones en el
garaje de casa para el próximo sábado. Allí nadie nos molestará —te dijo Barsén
la semana después de las vacaciones de Navidad.
Lo más complicado fue conseguir el gato.
El viernes por la tarde recorristeis a fondo la colonia de los ferroviarios
armados con el equipo adecuado: sudadera de manga larga, guantes, un cubo, una
manta, y una cuerda. Después de tres horas de cacería regresasteis a casa
derrotados, con una docena de arañazos de los gatos que se habían negado a
formar parte del experimento. De haberlo sabido habríais escogido a otro animal
más tranquilo. Una gallina, un conejo, un perro. Pero aunque fueran más fáciles
de manejar, eran mucho más difíciles de encontrar.
—Esto es una mierda. Así nunca llegaremos
a ser cirujanos —le dijiste a Barsén antes de despediros en el portal de tu
casa.
—Nunca te des por vencido. La ciencia
siempre exige sacrificios —dijo de modo enigmático—. Mañana ven a mi casa a las
diez de la mañana. Te espero en el garaje.
—Pero… —intentaste protestar.
—Tú ocúpate de traer el instrumental
quirúrgico —zanjó Barsén.
A la mañana siguiente te presentaste en el
garaje de Barsén con tijeras, hilo dental, dos cuchillos muy afilados, una
hojilla de afeitar de doble filo, de las antiguas, el cuchillo eléctrico de
cortar pan, diez pinzas de la ropa, cinta aislante, una grapadora, alcohol,
agua oxigenada, algodón, mercromina, cuatro metros de cordel fino, y tres
pastillas de Nolotil. Barsén ya estaba preparado, y milagrosamente tenía un
gato manso dentro de la caja de cartón.
—¿De dónde ha salido? —le preguntaste.
—Es Serafín. No es de nadie. Desde hace un
mes duerme detrás de la tapia del supermercado. Mi hermana Ruth le da de comer
de vez en cuando. Yo creo que está enfermo. A lo mejor lo podemos curar.
Te pareció difícil curar un gato de una
enfermedad que desconocías, pero había que empezar a practicar en alguna parte.
En realidad tú querías hacer un trasplante de corazón, pero para eso
necesitabas, como mínimo dos gatos, y eso era mucho pedir. La solución era
trasplantarle el corazón al mismo gato, de ida y vuelta. Si salía vivo de la
operación, sería tu primer éxito.
—¿Para qué es el Nolotil? —te preguntó
Barsén vaciando la mochila.
—Para el dolor. Le daremos una pastilla
antes de operarlo. Funcionará como anestesia. Hay que diluirla en leche para
que se la tome —dijiste.
Barsén fue a la cocina en busca de un
pequeño cuenco de leche, mientras tú te dedicaste a cubrirle las patas y las
uñas al gato con cinta aislante blanca para que no pudiera arañaros en caso de
que consiguiera soltarse de las cuerdas. El gato se dejó hacer, con resignación
equivocada. Barsén regresó con la leche. Era demasiada leche, así que te
bebiste la mitad de un trago. Con ayuda de la hojilla de afeitar, una Gillette
de doble filo, abriste por la mitad la cápsula de Nolotil y mezclaste sus
polvitos blancos en la leche. Luego se la diste de beber a Serafín, que lamió
el cuenco hasta dejarlo limpio.
—Hay que atarlo a la mesa —dijo Barsén
sacando un ovillo de cuerda fina, casi la misma que la que usaba tu madre
cuando preparaba el redondo de ternera, uno de tus platos preferidos hasta ese
día.
Atarle el cordel a cada pata no fue tan
fácil. Serafín empezaba a encontrarse intranquilo y trataba de escapar. Tal vez
detectaba la tensión creciente. Hicisteis un nudo corredizo para cada pata,
apretasteis la pequeña soga, y anudasteis los extremos a cada una de las cuatro
patas de la mesa. Debajo del gato, que ya estaba panza arriba y estirado en
forma de cruz, colocasteis un mantel de plástico viejo, para que la sangre no
dejara huellas en la mesa de madera cruda. Serafín se agitaba y empezó a
maullar desesperadamente, sobre todo cuando le clavaste el extremo de la cola a
la mesa con cinco grapas. Antes de que siguiera maullando a pleno pulmón,
Barsén le cerró el hocico con cuatro vueltas de cinta aislante. A cambio se
llevó un buen mordisco de recuerdo.
—Desinféctate la herida. Los cirujanos
siempre tienen que tener las manos limpias —le dijiste acercándole el frasco de
alcohol.
—¿Con lo que pica el alcohol? Tú estás
loco. Acércame el agua oxigenada, anda —te respondió.
Creías que los gatos no tenían pelo en el
vientre, como los perros, pero Serafín era muy peludo. Todos lo son, pero tú
entonces no lo sabías.
—Habrá que afeitarle la panza antes de
operar —dijiste.
—No hace falta. Solo hay que recortarle un
poco los pelitos de la barriga y el pecho, justo por donde tenemos que abrir
—dijo Barsén, y empezó a recortarle los pelos con unas tijeritas diminutas de
cortar uñas.
No tardó mucho en depilarle una línea
central desde la parte superior del pecho hasta el final de la barriga que se
agitaba. Cuando terminó, mojaste un trozo de algodón en alcohol y le limpiaste
bien la franja por donde tendría que pasar el bisturí: la hojilla de Gillette
que usaríais como bisturí.
—Abre tú —te dijo Barsén acercándote la
hojilla desnuda con cortesía profesional.
—No, hazlo tú, que a fin de cuentas tú has
conseguido el gato. Yo seré tu ayudante. Pero el trasplante de corazón me lo
tienes que dejar hacer a mí —dijiste.
—De acuerdo —dijo Barsén—. Yo prefiero ser
cirujano plástico.
—¡Qué listo! Para tocarle las tetas a las
tías, ¿no? —te reíste.
—Sujétale, que voy —anunció Barsén.
Sujetaste con las dos manos el pecho del
gato Serafín, que a pesar de que no podía escapar de las cuerdas, movía el
tronco como una lagartija. Al otro lado de la mesa Barsén acercó la hojilla a
la parte inferior del cuello para poder descender en línea recta desde allí
hasta más abajo del intestino. Tú cerraste los ojos cuando Barsén comenzó a
hacer la incisión. Notaste cómo Serafín se agitaba aún más que antes.
—Tío, con esto no puedo abrir. Necesito un
cúter —oíste decir a Barsén.
Sin separar las manos de los costados del
gato, abriste los ojos y viste a Barsén revolviendo en la caja de herramientas
de su padre. Después de sacar unas tenazas y tres destornilladores con mango de
madera, al fin encontró un cúter anaranjado. Cerró la caja, regresó junto a la
mesa y arrancó una bola de algodón de la madeja que había sacado de tu mochila.
La empapó en alcohol y limpió la hoja del cúter con cuidado.
—Venga, hombre, que ya estoy cansado de
sujetar al gato —protestaste nervioso.
—Ya está. La higiene en el quirófano es
fundamental —te respondió sujetando el cúter como si fuera un puñal hacia
abajo, en vez de sujetarlo como si fuera un lápiz—. Allá voy —sentenció.
099
Barsén clavó el cúter y lo hizo descender
lentamente por la piel blanquecina del pecho de Serafín. Te sorprendió que
hubiera menos sangre de la que esperabas. Antes de llegar a la mitad tuviste
que sujetar al gato por los costados de la piel, y tensarla como un tambor. A
medida que el cúter descendía, la piel se retiraba a los lados, como si
estuviera abriendo la cremallera del chándal. El gato se movía bajo tus manos
con tanta fuerza que pensaste que en algún momento se iba a clavar él solo el
cúter hasta lo más profundo.
Cuando llegó al final, el gato estaba con
el pecho y el vientre al descubierto, despellejado. Las costillas blancas y finas
retenían un pecho diminuto de respiración agitada. Debajo del esternón y las
costillas que flotaban, más allá de los pulmones, debía de estar su diminuto
corazón.
—Te toca —dijo Barsén pasándote el cúter.
—Con eso es imposible cortar el hueso
—dijiste rechazando el cúter y blandiendo uno de los cuchillos de sierra—.
Ahora sujétalo tú.
Barsén dudó unos instantes, porque la
sangre ya había empapado la parte central y los laterales del gato, pero al
final inmovilizó a Serafín usando las dos manos. Tú colocaste el cuchillo sobre
el esternón y empezaste a cortar como si se tratara de un trozo de madera.
Estaba más duro de lo que esperabas. El cuchillo se resbalaba de vez en cuando,
y acababa desplazándose hacia los lados.
—No vas a poder —dijo Barsén—. Tendrás que
abrir a través de las costillas.
—No seas bruto —dijiste—. Hay que partir
el esternón, y luego volver a unirlo para que se suelde él solo con el tiempo.
—Tú verás —zanjó Barsén.
Era verdad que no había manera de hacer un
corte limpio, pero eso ya lo tenías previsto. Dejaste a un lado el cuchillo y
sacaste de la mochila el cortador de pan a pilas. Ese era tu último recurso.
—Ahora verás —dijiste.
Pusiste el cortador en la posición 3, la
de mayor velocidad, y apretaste el On. Las dos cuchillas empezaron a frotarse
entre sí con un ruido metálico desagradable. Acercaste el cortador al esternón
de Serafín y comenzaste a abrir. Tuviste que apretar un poco, pero al fin el
hueso central empezó a ceder y al poco la caja torácica ya se había abierto
como un cofre mágico y ensangrentado. Te quedaste maravillado, mirando el
interior que palpitaba con intensidad.
Dejaste a un lado el cortador y separaste
con dos dedos el costillar de Serafín. Era una masa caliente, blanda y viscosa.
Apartaste el esternón con la uña y buscaste más abajo, en busca del corazón. Lo
encontraste debajo del pulmón izquierdo, casi en el centro: era tan pequeño
como una canica, y palpitaba mucho más rápido que el tuyo. Acercaste el dedo
índice y lo tocaste durante unos segundos mientras cerrabas los ojos. Podías
notar los latidos, como en un pequeño eco, debajo de la yema de tu dedo. Sin
mirar a Barsén, cogiste el cúter y empezaste a cortar los hilos finos que
llegaban hasta el corazón, esa pequeña joya palpitante. Tenían que ser las
venas y las arterias, porque cada hilo que cortabas con sumo cuidado, eyaculaba
un chorrito de sangre rojísima que salpicaba la mesa, y un poco más allá.
Estabas operando a corazón abierto, tal y como habías visto en tantas series de
televisión.
Arrancaste el corazón y lo posaste
suavemente en la palma de tu mano izquierda. Después de dos intermitencias,
dejó de latir. Serafín, en la mesa, dejó de agitarse y aflojó los músculos de
las patas. El corazón que descansaba en tu mano apenas era mayor que un
garbanzo rojo. Le diste un pequeño golpe con la yema del índice, y por un
momento el corazón del gato volvió a palpitar haciéndote unas cosquillas
minúsculas en la palma de la mano. Sonreíste. La operación, la mitad de la
operación, había sido un éxito. Alzaste la mirada para mostrarle el corazón del
gato a Barsén, y de pronto lo viste muy pálido, mirando a ninguna parte con los
ojos vidriosos.
—Lo hemos conseguido —le dijiste—. Ahora
solo nos falta volver a colocarlo todo en su sitio, empalmar las venas, dar un
pequeño masaje al corazón y coser con hilo dental.
Barsén te miró con cara de espanto, como
si estuviera frente a un fantasma, arqueó la espalda hacia delante y vomitó
sobre la mesa, justo encima del gato. No te dio tiempo a retirarte. El vómito
salió con la potencia de una tubería rota.
—¿Pero qué haces? Mira lo que has hecho
—protestaste.
Pero aquel vómito incontrolado de Barsén
tuvo un segundo efecto sobre ti. Te arrancó de golpe de la fantasía infantil de
cirujano precoz, y te devolvió al garaje donde Barsén y tú acababais de
descuartizar a Serafín, que yacía abierto en canal sobre la mesa empapado en
una mezcla de sangre y vómito. En un acto reflejo te llevaste las manos a la
cara, y la sangre caliente mojó tus mejillas y tus labios. Entonces fuiste tú
el que sintió una explosión dentro del estómago, te agarraste a los bordes de
la mesa y vomitaste el desayuno y la taza de leche que habías tomado antes de
empezar a operar al gato. Barsén no se movió del sitio. Estaba paralizado, y
seguía sujetando inútilmente el cadáver de Serafín sobre la mesa.
Con las piernas temblando, separaste a
Barsén de la mesa de un empujón. Con el cúter cortaste las cuerdas que ataban
las patas del gato y desincrustaste la cola que estaba grapada a la mesa.
Hiciste un ovillo juntando las cuatro puntas del mantel de plástico que había
cubierto la mesa y lo metiste todo a presión dentro la mochila del colegio. Con
rapidez, nervioso, como si la policía o los padres de Barsén estuvieran a punto
de entrar en el garaje, guardaste también en la mochila el alcohol, los
cuchillos, el cúter, el agua oxigenada, el ovillo de cuerda, el cortador de pan
eléctrico, las pinzas, la cinta aislante, y hasta el tazón de leche vacío que
había traído Barsén de la cocina de su casa. Al terminar, volviste a revisar si
se quedaba algo, pero no viste nada que te llamara la atención.
—No nos dejamos nada, ¿verdad? —le
preguntaste a Barsén sacudiéndole por los hombros.
Barsén miró a su alrededor, medio
hipnotizado, mientras sacudía la cabeza negando.
—Vale. Me marcho —dijiste con prisa, a
pesar de que nadie te apremiaba.
Barsén seguía atontado, barriendo el suelo
con la mirada. Te fijaste en que junto a la mesa, sobre el cemento del garaje,
había unas cuantas gotas de sangre oscura, pero te tranquilizaste a ti mismo
pensando que podrían pasar por manchas de aceite. También había restos de dos
vomitonas, aunque la mayor parte estaba con el mantel, dentro de tu mochila.
—Espera, te falta esto —dijo Barsén
agachándose al suelo para recoger una pieza pequeña que al principio no
reconociste. Era el corazón del gato.
—Es de Serafín —dijo, como una evidencia
absurda.
Te quedaste dudando. No sabías qué hacer.
Al final tendiste la mano y recogiste el corazón. Instintivamente te lo echaste
al bolsillo del pantalón, como si fuera una canica. Luego te diste la vuelta y
saliste del garaje con tu mochila sobre la espalda.
A mitad de camino de regreso a casa
tiraste la mochila con todo lo que había dentro en el interior de un
contenedor, y la recubriste con cascotes, papeles y plásticos para que nadie
pudiera encontrarla.
Creías haberte deshecho de todo, pero no
pudiste desatar el nudo del estómago que todavía, tantos años después, te sigue
atormentando.
100
ANUNCIO PARA LA casa Madreselva de El
Sauzal:
Una casa para ser feliz. En primera línea
de la costa de El Sauzal, independiente, abierta al mar, con vistas infinitas
al océano, a las olas rompiendo en la costa y al Teide, con atardeceres de
ensueño y bandadas de pájaros volando a la altura de las ventanas. Situada en
la urbanización Los Naranjos, la más exclusiva de la isla de Tenerife. Un
microclima perfecto de eterna primavera los 365 días del año.
Una villa de lujo, de 200 m2 de
construcción, rodeada de jardín, en una parcela de 880 m2. La planta superior
es la vivienda principal y está en una sola planta, lo que hace que sea muy
cómoda y accesible. Consta de salón, cocina, dos dormitorios y dos cuartos de
baños. El baño principal tiene doble ducha con vistas al mar. El salón es como
una pecera de 60 m2 con suelo de madera. La unión de la cocina con el comedor
la hace más hipnotizadora. Desde todas las estancias y baños de la casa se ve
el mar. La vivienda principal tiene un balcón con barandilla acristalada, y una
hermosa terraza de 53 m2, un relajante mirador al mar utilizable durante todo
el año.
En la planta baja hay un apartamento de
invitados con entrada independiente que consta de una habitación, un baño
completo, y una terraza con vistas espectaculares a toda la costa.
La piscina, rodeada de césped y con vistas
abiertas al océano, tiene una gran terraza de acceso donde colocar mesillas y
tumbonas. El jardín tiene plantas ornamentales exóticas de bajo mantenimiento,
y algunos árboles frutales como un frondoso aguacatero.
El antiguo garaje, otra construcción
independiente de 20 m2, puede transformarse en un nuevo apartamento con
facilidad. La villa tiene también un cuarto para la lavadora y plancha, y otro
pequeño cuarto para guardar las herramientas de jardinería y limpieza. La
vivienda está situada en un vecindario muy tranquilo.
Por el tamaño de la parcela, el doble que
las del resto de la urbanización, es posible ampliar y hasta duplicar el tamaño
de la casa.
Es una casa cargada de inspiración
creativa. Sus propietarios actuales son un escritor y una cuentacuentos de renombre,
y en su interior han escrito siete novelas y cinco libros de cuentos, a la
venta en librerías de todo el mundo.
La villa fue renovada hasta el último
detalle hace dos años, con materiales exclusivos y de máxima calidad. Tiene
también puerta con mando a distancia para entrada del coche. Videoportero
automático. ADSL con fibra óptica de alta velocidad. Se vende totalmente
amueblada.
Los que habiten esta casa quedarán
fascinados por su belleza y sus vistas. La casa los conquistará y los llenará
de energía y felicidad.
El sábado vino una pareja de ingleses a
ver la casa, pero era demasiado moderna para ellos, y se han decidido por otra
más clásica. Hoy martes ha venido otra pareja de cincuenta y poco años de
Hamburgo, y les ha gustado. Ana Sanfil, de Engels & Volkers, está esperando
que la señalen, un uno por ciento, ocho mil euros, que podrán recuperar en una
semana si se echan para atrás. Mañana viene otra pareja a ver la casa. Sin
prisa, pero el anuncio ni siquiera ha sido puesto, y ya estamos con visitas.
Nos da lo mismo. Ana ya tiene las llaves de la casa, así que puede enseñarla
aunque nosotros no estemos. O cuando estemos de viaje. Pero tal vez se venda
antes de lo previsto, antes de dos años. Quizá en dos meses. Pues vale,
empezaremos la nueva vida antes. La verdad es que una vez tomada la decisión,
lo mejor es cuanto antes, y dejar la preocupación y la mochila detrás. Sabemos
que vamos a echar de menos la casa, que nunca tendremos una casa tan bonita,
pero para obtener algo tienes que perder algo.
—¿Quieres vivir otras vidas en otros
lugares? Pues tienes que mudarte.
—¿Quieres tener dinero contante y sonante?
Pues tendrás que vender.
—¿Quieres ver otro paisaje ante tus ojos?
Pues dejarás que dejar de ver este.
De vez en cuando, desde hace años, me
despierto con la pesadilla del síndrome del impostor. De algún modo también me
pasa durante el día, no de manera tan visible como me sucede en el sueño, pero
sé que está ahí: una inquietud que no se va, una pequeña paranoia de que
alguien me va a llamar por teléfono, o va a venir a buscarme, y me va a
descubrir y a señalar con el dedo:
—Ese es un impostor. No le creáis. Miente.
No es lo que creéis que es. Es falso, de hojalata. No sabe escribir. Es tonto.
Se ha enriquecido a vuestra costa. No vale nada.
Y si me aprietan un poco las tuercas seré
capaz de reconocer que yo maté a Kennedy, a las niñas de Alcáser, a Julio César
y a Taylor Swift, aunque aún esté viva. Bueno, lo confesaré aunque no me
aprieten las tuercas. Con que me lo pregunten a bocajarro, con cara de mala
leche, canto. Soy un gallina, un cagueta bocachancla.
El alemán no compró la casa. Se trajo a un
amigo para decirme que tenía grietas, y que tenía que bajar el precio. Ni le
pregunté cuánto quería rebajar. Adiós. Auf
wiedersehen. Después me puse a tapar las grietas dentro y fuera, y contraté
a unos pintores para que alisen y pinten toda la casa por fuera, las tapias, el
garaje y el apartamento. 8400 euros. Un mes de trabajo para tres o cuatro
personas. La grieta es la que tiene tu puta madre, mein lieber freund. ¿Cómo se te ocurre decirle al dueño que su casa
tiene grietas? La casa es el cuerpo del dueño, cualquiera que estudie dos
semanas de psicología, poética del espacio, o arquitectura lo sabe. Vete a
invadir Polonia y déjame en paz.
No sé si eso de vender la casa, pintarla
por fuera y ponerle tiritas a las cicatrices es una manera de preparar el
cuerpo antes de llevarlo al tanatorio, o a la virgen vendida camino del
prostíbulo.
101
El año termina, Tito se muere, estoy
cerrando este kale borroka, la casa
está en venta, meteremos nuestros trastos en un guardamuebles, y nos iremos de
viaje. Dentro de dos días nos vamos a Santander una semana, para ver a la
familia, de la parte de Bea y de la mía. Despedidas y reencuentros.
No sé cómo cerrar este libelo, esta
memoria fragmentada. De algún modo sé que cuantas más mentiras cuento, más
verdad es lo que estoy contando. Vale, es cierto que si yo perdí la virginidad
con Greta a los quince, es decir en 1970, en un autobús camino de El Escorial
mientras escuchábamos a Bad Bunny o Daddy Yankee, ahí hay un desfase histórico,
una errata temporal, porque ni Bad Bunny ni Daddy Yankee habían nacido aún,
pero eso es una minucia.
No sé si este testamento lo escribo para
mis hermanos, en cuyo caso vamos mal, porque debería igualar las cantidades de
frases y referencias que hay aquí, y hablar más de Jorge, Peancha o Nacho, para
compensar que los he citado poco, como si fueran langostinos que hay que
repartir con equidad en distintos platos la cena de Navidad. Si esto fuera para
que lean todos los de la familia, me acabo de zampar a todos los sobrinos,
nietos, amantes, cuñadas, exmujeres y maridos de hermanos y hermanas. Los
primos ni existen. En rigor no han existido nunca, a decir verdad. Si se tratara
de amigos y viajes me faltan tantos amigos y tantos lugares que no tengo ni por
dónde cogerlo.
Y si se trata de mí, simplemente de mí,
aquí y ahora, de lo que quiera decir en mi escritura automática, pues entonces
sí, esto es lo que hay. Esto es lo que he escrito, ni para saldar deudas, ni
para redimirme, ni para entenderme siquiera, sino para mear dentro del tiesto,
de mi tiesto. No debo nada, no me deben nada. Estamos en paz.
Tito está muerto. Cuando leas esto, Tito
estará muerto. Y si no es así, espera unas semanas y vuelve a leerlo, y será
verdad, así que lo diré de nuevo: Tito está muerto. Los que se mueren no se
mueren cuando se mueren, sino el día en el que tú te enteras de que se han
muerto. Puede que estén muertos desde hace tiempo, como Viví, que se murió hace
casi cinco años, pero para mí se ha muerto hace muy poco, la acabo de enterrar
en mi cabeza, al enterarme, cuando en la de su hermano Lolo ella lleva ya
muerta unos cuantos años. Tito lleva muerto al menos dos o tres años, aunque no
lo sepa ni él mismo, aunque no quiera reconocerlo ninguno de sus hijos, ni
Sonia, ni mis hermanos. Él es un cadáver desde hace mucho, y todos nosotros
estamos muertos para él desde hace años también. Ahora volveremos a morir, al
mismo tiempo que él, con él. Joder, cuánto pesan los cadáveres de los hermanos,
de los padres, de los amigos. Nunca dejaremos de llevarlos a cuestas, por más
que estén enterrados a dos metros bajo tierra, o con sus cenizas flotando en el
aire, o en el mar. Tengo que decirlo muchas veces para hacer el luto por
adelantado, porque no quiero que luego la muerte me pille a trasmano,
desprevenido. Como si eso fuera posible, ya ves tú. La muerte de otro siempre
nos pilla a contrapelo, por más que sea la crónica de una muerte anunciada.
Me pregunta Bea si me voy a deprimir, si
me va a afectar la muerte de Tito. Le digo que no, pero sé que miento. Le digo
que ya está muerto, aunque no tenga aún la firma del forense en la partida de
defunción, pero sé que ese día cercano notaré una puñalada en un costado, el
hombro se me congelará como si me hubieran insertado un glaciar en su interior,
lloraré por cualquier bobada, como que se me ha caído una cuchara al suelo,
tendré que ponerme una sobredosis de electrodos Tens en las lumbares, estaré
mareado varios días seguidos, me darán hipoglucemias por la mañana y por la
tarde, tendré pesadillas, me mearé en la cama, tendré que visitar al dentista
otra vez, me torceré un tobillo, discutiré con mi suegra, y no lograré escribir
ni una línea. O sea, que lo voy a llevar de puta madre, por más que haga
ejercicios de meditación, y yoga pre-mortem. Aquí no se salva ni Dios.
No hay manera decente de poner punto final
a unas memorias desordenadas. Lo habitual es que el punto final lo pongan
otros, los supervivientes, los que organizan el entierro, vacían los cajones de
la casa y encargan una esquela en el periódico. Lo ponen los que aún no están
listos para el punto final, sino para un punto y coma, o como mucho un punto y
aparte. Son signos ortográficos distintos, muy distintos.
El muerto es el único que no llora en el
entierro, el que no tendrá que preparar el desayuno al día siguiente, el que ya
no le debe nada a nadie, el que no se irá a dormir esa misma noche cansado,
porque ya está descansando, al fin, y le importa un guano si su pijama lo donan
a Cáritas o lo hacen trozos para paños de cocina. El muerto ha pasado a mejor
vida, eso dicen los que asisten al funeral. Pues vaya mierda de vida tuvo que
tener, si estar muerto es una mejora en su vida, no me jodas.
Que quede claro, por si aún quedaran
dudas: Con los más y los menos, que si no la vida sería una planicie aburrida e
insoportable, Enrique ha sido feliz a lo largo de toda su vida, incluso en las
breves épocas en las que no tenía demasiados motivos para serlo. Enrique no
está resentido ya con nadie, ni con su padre, ni con su madre, ni con ninguno
de sus hermanos o hermanas, ni con su hijo, ni con sus nietos, y lamenta mucho
si alguna vez causó daño, hizo llorar, o hizo infeliz a cualquiera de ellos,
aunque solo fuera durante un rato. Bueno, aún está resentido con el hijo de
puta del Porky, su profesor de latín de 4º de bachillerato, eso se lo lleva con
rencor hasta la tumba y más allá.
Enrique quiere y está orgulloso hasta las
trancas de su hijo Elías y de sus dos nietos, Maika y Kiros, aunque se lo dice
poco el muy cabrón, y ese es uno de sus peores defectos.
Enrique agradece todo lo que han hecho por
él (y ha sido mucho) sus hermanos, padres, hijo, parejas, amigos y compañeros
de vida, viajes y proyectos.
Enrique vive ahora, y desde hace más de
veinte años, la época más feliz de su vida, de eso no tiene duda alguna, y aún
no entiende ni comprende por qué ha sido premiado con esa felicidad casi
absoluta de vivir junto a Bea, y que Bea diga lo mismo de él.
Y es tanta su felicidad, que ni siquiera
logra empañarla con hipoglucemias e hiperglucemias, el hombro congelado, las
caries en las muelas, los kilos que le sobran, la vejez que se le avecina, la
sordera progresiva, los músculos que ya no le responden, y los hermanos que se
mueren.
Así que Bea y Enrique han decidido, ya
desde hace años, que morirán cuando les dé la gana, después de apurar hasta la
última gota el tiempo de felicidad que saborean. Enrique y Bea tienen como
objetivo final el disfrute total hasta el último día de sus vidas, que no está
cerca todavía, pero que vendrá, de eso no hay duda. Y ese final llegará por sus
propias manos, saben de sobra cómo hacerlo, mucho antes de que los dolores y la
agonía de los cuidados paliativos sean necesarios, antes de que la felicidad
amenace con desaparecer.
Bea y Enrique han decidido que solo
quieren vivir si son felices. Quieren viajar más, vivir en otras ciudades, dar
varias vueltas al mundo, disfrutar sin límites. Están convencidos de haber
cumplido más que de sobra todos sus objetivos personales, profesionales y
solidarios. No tienen ya metas pendientes, como no sean las de divertirse hasta
el último de sus días. Se niegan a sufrir, y esperan que los que bien les
quieren lo entiendan. Y los que quieran que Enrique y Bea mueran despacio, tras
aguantar una larga e innecesaria agonía, como lo hicieron sus padres, o Tito,
se van a llevar un disgusto, porque no va a ser así, lo prometemos. Por estas
que son cruces.
Y esto vale como punto final de esta
pequeña autopsia. Ahora me voy a cenar, y después Bea y yo nos iremos de viaje
a Sudáfrica. Y dentro de algunos años, aún no sabemos cuántos, nos volveremos a
ir de viaje, el definitivo, sin dolor y sin pena. Felices como perdices. Que
así sea.
--- FIN ---
© Enrique
Páez
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