Los esqueletos (continuación)
Tercera parte: La memoria del abeto (de 078 a 082)
078
Dentro de tres horas tengo que hacer la
presentación y firma de En otra piel
en el Corte Inglés de Tenerife, Ámbito Cultural, 7ª planta. Bea me hará de maestra
de ceremonias, y le pediré que cuente el cuento de la princesa, la rana y el
príncipe desnudo. Sospecho que irá poca gente. Quizá tres personas, o cinco. No
sé. Luego Bea y yo nos iremos a cenar, para celebrar que esa era la última
presentación, que ya no habrá que hacer más. Yo estoy contento con el libro,
aunque no se venda apenas. Mi trabajo era escribirlo, lo mejor posible, y lo he
cumplido con creces. El resto, promoción, venta, machaque, ya no me
corresponde. Lo que me toca es escribir más, desollarme, y eso es lo que estoy
haciendo ahora mismo, al tiempo que se resbalan las palabras.
Tengo cuadernos manuscritos desperdigados
por las estanterías y en algunas cajas del garaje. Casi ninguno está terminado,
pero todos están empezados. A veces abro uno al azar, y descubro proyectos de
viajes, cuentos breves, inicios de novelas, diarios y gimoteos. Estos doce
microcuentos, por ejemplo:
1. El niño
ahorcado siente escalofríos si le cuentan historias de miedo, como la de que
hay cientos de vivos tomando el sol a orillas del Mediterráneo.
2. Al niño
calcinado le asusta resucitar, y su madre le promete cada noche que nunca le
dejará en manos de médicos crueles, capaces de inyectarle sangre de cuerpos
calientes.
3. El niño ahogado
duerme en paz durante el día, hasta que anochece, y si por casualidad se
despierta al mediodía, se asusta y se tapa con la losa para tranquilizarse.
4. El niño
electrocutado prefiere dar un rodeo para no acercarse demasiado a las escuelas
de los terroríficos niños vivos.
5. Al niño putrefacto
no le gustan las leyendas de terror que aseguran que en los hospitales pueden
golpearte el corazón hasta que comience a palpitar y bombear sangre por todo el
cuerpo.
6. El niño
decapitado juega con fantasmas, tiene un amigo zombi, y espanta las pesadillas
abrazándose a los cadáveres de sus antepasados.
7. La niña muerta
de tuberculosis juega al escondite y al tú la llevas con otros muertos de la
morgue, en la funeraria y en el tanatorio, y se asusta cuando llegan las
visitas y se enseñan unas a otras fotos de cuando estaba viva.
8. Los niños
muertos en los bombardeos se intercambian brazos y piernas para engañar a sus
madres, y nunca les hace gracia el tren de la bruja en el Parque de
Atracciones.
9. Las niñas que
murieron de hambre en los orfanatos tienen hambre atrasada, y a veces se comen
a sus hermanos, o a sus primos cuando están dormidos, pero sus tripas
agujereadas no mantienen la carne que comen.
10. Los niños
suicidas, que también los hay, juegan a la ruleta rusa con la pistola cargada con
seis balas, y una en la recámara, y no paran de reír cuando se revientan los
sesos.
11. Los niños
muertos en la cuna asustan a los más pequeños simulando que resucitan, y
asegurando que todos ellos volverán a la vida tarde o temprano.
12. Los niños asesinados
no comprenden por qué los niños vivos juegan a la guerra con pistolas de
plástico, y no con las de metal y pólvora, o con cuchillos carniceros.
Busco a antiguos amigos en Facebook, para
ver si aún están vivos, para saber cómo son ahora, cómo les ha tratado el
tiempo, y ver en el espejo de sus caras cómo me verán ellos a mí si me
buscaran, porque sé que yo me miento a mí mismo, y que ni siquiera yo puedo
reconocerme en la cara que tenía a los trece, a los diecisiete, o a los
veinticinco. Encuentro a Barsén Valdecantos, Marisa Buzón, Raflex Pedalier, Ana
de Paso, Mariano de los Ríos, Chris Debelius, Manolo Sanjurjo, Víctor Claudín,
Ramón J. Blázquez, y no reconozco a ninguno. Si hago un esfuerzo, achino los
ojos y me dejo llevar, puedo llegar a distinguir un lejano rastro de lo que
fueron cuando yo los conocí. Si me vieran, ellos pensarían lo mismo de mí. Es
inevitable. Quid pro quo.
Así que a lo mejor estoy escribiendo unas
memorias que no son las mías, sino las de un inquilino que me habitó, al que he
desalojado de su cuerpo, lo he deteriorado hasta dejarlo irreconocible. Le robé
la identidad y los recuerdos. El que escribe ahora se cree que es Enrique,
aquel que quería ser devorado por los leones en el Coliseo, que recitaba versos
de León Felipe a voz en cuello, y que tuvo un hijo al que puso el nombre de
Elías. Pero no es verdad. No es el mismo. Es un impostor, un okupa, un
envidioso que ha invadido su cuerpo para deteriorarlo, no hay más que verlo, y
ha usurpado de su mente para meterlo en vereda, para reeducarlo. Big brother is watching you.
079
¿Os he contado que perdí la virginidad en
un autobús escolar? Supongo que no, porque esas cosas no se cuentan.
Yo tenía solo quince años, y Greta, la
hermana de Sandrino, andaba detrás de mí provocándome a todas horas. Y yo a
ella, por supuesto. Nos desafiábamos a lo que fuera, para rebajar la tensión,
pero con eso solo conseguíamos que aumentara.
—A que no te atreves a ir donde esa chica
gordita de la frutería, la que está subida al taburete, y le das un azote en el
culo, pero con ganas —me dijo un día.
—Si tú te quitas las bragas y me las dejas
para que las lleve en mi bolsillo hasta llegar a casa —le respondí.
La
de la frutería me persiguió con un palo durante media manzana de casas, y yo no
le devolví las bragas a Greta hasta el día siguiente.
Pero fue en la excursión al Monasterio del
Escorial donde sucedió lo que no tenía que suceder. Nos sentamos juntos en la
penúltima fila, en la parte de la derecha. Yo estaba del lado de la ventanilla,
y Greta en el asiento que daba al pasillo. A cada rato se echaba encima de mí
con la excusa de que había una curva, que quería ver una fuente, o un edificio,
o una moto con sidecar. El autobús iba dando pequeños botes, el conductor era
un poco torpe.
A la altura de Torrelodones Greta ya
estaba sentada encima de mí, moviendo su culo encima de mi polla endurecida.
—Quítame las bragas —me dijo incorporándose un
poco, inclinándose hacia izquierda, y subiéndose la parte de atrás de su falda.
—¿Estas loca? —le dije.
Miré hacia todos lados. Detrás nuestra
estaba Mateo, jugando con el móvil, y Sandra, que parecía que se había quedado
dormida viendo la partida de Mateo. A nuestra izquierda Carolina y Yésica, a su
puta bola, hablando como loros.
—O me las quitas o te monto un pollo
—repitió.
Y se las quité, todo lo deprisa que pude.
Menos mal que Greta tenía mucha flexibilidad, y se movía como una lagartija.
Después se volvió a colocar encima de mí,
de espaldas, recostada contra mí y mirando por el cristal, viendo los coches
pasar, y apretando y aflojando los músculos de las nalgas de manera rítmica.
Al cabo de un rato, levantando su muslo
derecho, puso su mano derecha en mi entrepierna, me bajó la cremallera del
pantalón, rebuscó en mis calzoncillos y me sacó el pito fuera de su madriguera.
Lo tenía tan hinchado como una morcilla de Burgos. Luego se volvió a sentar
derecha, recolocando mi polla entre sus muslos, rozándole la entrada de la
vagina. Abrió un poco las piernas, metió su mano por dentro de su falda, me
agarró la polla y empezó a acariciarse los labios de su vulva con la punta de
mi cipote.
Los dos que estaban sentados delante
nuestro, Armando y Fredy, tenían puesta música de reguetón en uno de sus
móviles, no sé si Bad Bunny o Daddy Yankee, un espanto, pero Greta seguía el
ritmo de la batería, con suaves golpes de su coño desnudo contra la punta de mi
picha tiesa. Poco a poco sus labios inferiores fueron cediendo, dejando una
abertura por la que la punta de mi polla se asomaba apenas, solo la punta, siguiendo
la música, a pequeños empujones. Greta parecía que iba cabalgando sobre mí,
pero solo movía su cintura, adelante y atrás, para rozarme la punta, para que
se asomara al abismo de su coño apenas la mitad de la cabeza de mi polla. Dos
centímetros, como mucho, pero a punto de estallar. Greta de vez en cuando me
agarraba el miembro y se mojaba los labios de la vagina, arriba y abajo, con el
lubricante transparente que yo soltaba, mezclándolo con el suyo. Era un juego
temerario, dejar los labios de su vagina abiertos, mojados, delante de mi polla
tiesa, sin entrar en ella. Los dos éramos vírgenes, y a los dos nos gustaba el
peligro.
Greta arqueó la espalda, levantó un poco
las nalgas, se apoyó en el respaldo de delante. Se colocó de modo que la punta
de mi polla se colocaba como un tapón entre los labios dilatados de la entrada
de su vagina, pero sin llegar a entrar. Asomándose al abismo. Yo tenía la polla
a punto de estallar. Miré a mi alrededor, por si alguien nos estaba mirando.
Todos estaban ocupados en sus asuntos, sin levantar la vista de sus móviles.
Bueno, todos no, porque Sandra, sentada detrás nuestra, se había incorporado un
poco y nos miraba atentamente, con los ojos achinados. Cuando nuestras miradas
se cruzaron ella hizo un gesto de asombro y desaprobación, y yo negué con la
cabeza, para que se mantuviera en silencio. Apoyé mis manos en las caderas de
Greta y la empujé un poco hacia adelante y hacia atrás, sin penetrarla nunca,
para que la punta de mi picha, a punto de estallar, le diera pequeños empujones
a su coño, besos subterráneos, caricias del subsuelo.
En ese momento un coche o una moto se
cruzó delante del autobús. El conductor no pudo esquivarlo, pero sí frenar de
golpe, a fondo, con una sacudida violenta. Mi polla se coló hasta el fondo
dentro del coño de Greta al mismo tiempo que eyaculaba. A ella se le rompió el
himen, y a mí el frenillo. Los dos dimos un chillido de dolor, sorpresa y
placer, todo junto, que se mezcló con los gritos de alarma y susto de todos
nuestros compañeros del autobús.
Yo tenía enterrada la polla hasta la
empuñadura en el coño de Greta, y seguía teniendo sacudidas de placer, mientras
notaba cómo ella me apretaba con sus labios y el interior de su vagina, con
convulsiones incontroladas de dolor y gozo a partes iguales. Cuando dejamos de
sentir las sacudidas, cuando paré de eyacular, nos quedamos quietos, sin saber
qué hacer, mientras todos nuestros compañeros de autobús empezaban a buscar sus
móviles, bocadillos y bolsas de patatas fritas por el suelo del pasillo y
debajo de los asientos.
El mundo, el autobús, la luz que entraba
por la ventanilla, nosotros mismos ensartados por una estaca de placer, mi
polla, en ese momento me pareció que había cambiado de golpe, que habíamos
cruzado a otra dimensión, que habíamos traspasado una puerta invisible. Nos
habíamos colado en un universo paralelo, el de los adultos, donde los colores
eran más intensos, y donde ya no importaban las notas escolares, ni las
regañinas de los padres, ni los juegos en el patio. Nos quedamos así un buen
rato, hasta que nuestro tutor, don Marcelo, llegó comprobando que todos
estábamos bien, y le dijo a Greta:
—Greta, vuelve a tu asiento y ponte el
cinturón de seguridad. No podéis sentaros uno encima de otro, ya lo sabes.
Mientras don Marcelo volvía a recorrer el
pasillo en dirección al conductor, Greta y yo nos separamos. Greta volvió a su
asiento. En ese momento solo notamos el dolor del frenillo y el himen roto, y
la mancha de sangre y semen que manchaba mi pantalón.
—Menudo cristo habéis montado —dijo Sandra
desde atrás aguantando la risa.
—Ni una palabra a nadie —le dijo Greta con
una mirada furiosa.
Yo me guardé la polla en su refugio, y
traté de limpiarme con una servilleta de papel que llevaba en la bolsa del
bocadillo que me había preparado mi madre. Greta se limpió la sangre de los
muslos y la vulva con las bragas que le había quitado, y luego me las dio:
—Guárdamelas, anda, que no puedo volver a
ponérmelas —me dijo en un susurro. Empezaba a ser una costumbre que yo
almacenara sus bragas.
Saqué mi bocadillo de jamón y queso de la
bolsa de plástico que traía, metí las bragas de Greta dentro, con la servilleta
usada, y me lo guardé en el bolsillo de la sudadera.
—¿Nos comemos el bocata? —le pregunté.
—Vale. Tengo hambre —me dijo.
Le di la mitad, y seguimos el viaje en
silencio mientras nos comíamos el bocadillo a grandes dentelladas, cada uno
perdido en sus pensamientos, que casi seguro que eran los mismos para los dos,
con pequeñas variantes.
Al bajar del autobús Greta y yo tuvimos que
caminar despacio, porque las heridas nos escocían mucho. Me di cuenta de que
Greta tenía tres gotas grandes de sangre que habían teñido su zapatilla
izquierda, tal blanquita cuando salió de casa esa mañana.
En el Patio de los Evangelistas del
Monasterio de El Escorial, a la sombra, apoyados en la pared, nos dimos nuestro
primer beso. Nunca lo habíamos hecho, aunque los dos acabábamos de perder la
virginidad por culpa de un frenazo en el autobús. Fue un beso de añoranza, a
contratiempo, con el que nos despedimos de una infancia interrumpida de golpe,
con un zarpazo de placer.
A partir de ese día dejamos de jugar, y
empezó la otra vida, la que hay que tomarse en serio. Qué pena. Qué bien.
Siempre se pierde algo, y se gana algo. Toma y daca. Vivir es eso.
080
HE BAJADO AL apartamento para escribir.
Tengo abierta la puerta corredera de cristal que da a la terraza, y escucho, a
lo lejos, el ruido de las olas. El horizonte marino, en esta mañana de agosto,
se confunde con el cielo. Dicen las noticias que hoy va a ser el día más
caluroso del verano. A mí el calor me gusta, me siento protegido, menos
huérfano. Desde que murieron mis padres nos hemos trasladado a vivir al extremo
sur de España, fuera de la península, en Canarias, frente a las costas del Sáhara
occidental.
El frío de la muerte no desaparece nunca,
ahora lo sé. El cadáver de mi padre, que ahora solo tiene escamas de ceniza,
sigue siendo un viento frío que se cuela por debajo de la ropa. Recuerdo que le
apreté la mano, los dedos largos y huesudos de su mano, cuando ya llevaba 18
horas muerto. Dos mil doscientos kilómetros y un mar nos separaban. Murió en
casa de Jaime, en el salón, tumbado en una camilla, a las tres de la tarde, en
silencio, sin hacer ruido, sin siquiera un último suspiro que alertara a los
que estaban a su lado. Simplemente dejó de respirar, sin más. Punto final. La
soledad de la muerte sucede incluso en mitad de multitudes.
Cuando llegué al tanatorio de Santander,
tras una noche de viaje sin dormir, viaje al fin de la noche, pedí que abrieran
el féretro, y que me dejaran a solas con él. Estaba tapado con sábanas blancas,
con una toca cubriéndole la cabeza, con solo el rostro y las manos por fuera
del manto blanco que lo cubría por completo. Me recordó a las novias, y a las
novicias, pero no me pareció ridículo. Tenía intacta toda la dignidad de un
padre muerto. Alrededor de su cuerpo, como pétalos de flores blancas,
amarillentas y de color estraza, estaban las cartas de la guerra. No pude saber
cuántas, pero eran decenas. Todas las cartas que mi padre le había escrito a mi
madre desde el frente de batalla, primero desde el bando republicano, y luego
desde el nacional.
Querida
Coquina: Aquí te escribo, desde Torrequebrada, sin demasiadas novedades en la
trinchera. Espero que tú y los tuyos estéis bien. También espero que ese tal
César, el amigo de tu hermano, te respete...
Cartas rasgadas, con sello de haber pasado
la inspección militar, y con algunas tachaduras de censura. No hay que dar
pistas al enemigo. Y junto a ellas, intercaladas, sobres de cartas de color
rosa pálido, las contestaciones de madre, desde Madrid, desde Vitoria, a través
del Socorro Blanco.
Querido
Alfredo: No te preocupes, ya te he dicho que César no tiene malas intenciones.
No seas tonto. Ya sabes que lo mucho que te echo de menos...
Cartas que mi madre guardó durante más de
setenta años en la mesilla de noche, en el cajón de abajo, y que fueron leídas
mil veces, según llegaban los hijos, desde los dieciocho años hasta los noventa
y uno. Cartas que fueron incineradas con él, papel y carne, mezclando la ceniza
de sus letras con las de su corazón y sus pulmones.
Traté de calentarle los pómulos de la cara
fría, le eché el aliento sobre los dedos de la mano, pero no hay calor en la
tierra que caliente el cadáver de un padre muerto.
Al día siguiente, cuando me dieron el
cofre con las cenizas, abrí la caja y me sorprendió ver que mi padre se había
quedado reducido a un puñado de polvos grises y plateados, en forma de pequeñas
escamas. Hundí mi mano en la profundidad del pequeño arcón que contenía las
cenizas de mi padre, apenas migajas de lo una vez fue un padre soldado,
todopoderoso, y me pareció, por una vez, que las cenizas estaban calientes. Tal
vez fueran los rescoldos de la incineración, tal vez un mensaje desde
ultratumba. Mi padre estaba allí, y como el Cid después de muerto, me calentaba
los dedos de la mano por última vez.
Hay una mano que no puede ser mía, pero
que habita al final de mi brazo, que escribe disparates y confiesa crímenes
irracionales. No puedo controlarla. Miente mucho. Se inventa las cosas. A veces
me inculpa de delitos de sangre que yo jamás he cometido, y se crece con
detalles que jamás podré rebatir. Otras veces desvela secretos vergonzosos de
mí que nadie sabe, excepto yo mismo, y tengo miedo de que se entere mi familia,
el jefe, los vecinos.
He tenido que exiliarme muchas veces. No
puedo echar raíces en ninguna parte, porque siempre tengo miedo de que esa mano
delatora me incrimine en cuando crimen absurdo se le ocurre, y que confiese mis
pensamientos clandestinos a los cuatro vientos. A veces, y eso es lo que más me
asusta, escribe sobre mí como si fuera yo, y cuenta cosas que me cuesta
reconocer, pero que al leerlas descubro que son así, y que esa mano sabe de mí
más que yo. Estoy a su merced. Quiere arruinarme la vida.
He intentado pedir ayuda, pero tengo miedo
de acabar en la cárcel o en el manicomio. Esa mano no es mía, lo juro. No le
hagas caso. Miente. Se lo inventa todo, y no sé de dónde lo saca. Hay días que
me gustaría amputarla y arrojarla a la olla del cocido. Me desnuda. Me
estrangula. Me está matando. A veces me deja notas con órdenes tajantes en la
puerta del frigorífico: haz esto, o aquello. No lo soporto más. Lo último que
ha escrito es el colmo: Dice que quiere escribir una novela. No sé qué hacer.
De vez en cuando le doy el mando del televisor, para que se entretenga. A ver
si se calla.
081
Te encuentras una tortuga en el buzón. Es
una tortuga verde oscura, del tamaño de la mano de un niño de diez años. No
sabes cómo ha llegado hasta allí, porque las tortugas no trepan por las
paredes, y además esa tortuga no cabe por la rendija de las cartas, eso salta a
la vista.
No sabes qué hacer, no te la puedes llevar
a la oficina, te juegas el puesto. Marta, la jefa, es una histérica, y no
soporta ni a las moscas. Aún te acuerdas del día en que el hijo de Walter se
presentó en la sucursal con una lagartija que saltó de sus manos a la moqueta.
Tardasteis media hora en recuperarla, mientras Marta chillaba y pataleaba encima
de su mesa, y se levantaba las faldas sin darse cuenta de que la visión de su
tanga rojo os hacía perder más tiempo del que necesitabais.
La tortuga de tu buzón parece más
tranquila, desde luego. Con tal de volver a ver el tanga rojo de Marta te la
llevarías sin dudarlo en el bolsillo de la chaqueta, pero no te atreves.
Además, a la tortuga se le caza en seguida, y la fiesta se acaba pronto.
Te la quedas mirando sin saber qué hacer.
Ella también te mira. Tiene la cara triste, y parece como si quisiera hablar,
como si quisiera decirte algo. Ella o él, porque averiguar el sexo de una
tortuga no es nada fácil. Ni siquiera cuando eras un enano y jugabas con las
dos tortugas de tu amigo Óscar lo llegaste a saber. Si tuviera un pequeño
palillo colgando de dos guisantes peludos sabrías que era un macho, y si
tuviera una herida que sangra cada mes cerca del culo, hembra. Pero no, las
tortugas no facilitan pistas. Son travelos biológicos.
Cierras el buzón con la tortuga dentro y
vuelves a subir a casa a la carrera. Vas a llegar tarde al trabajo, pero no
puedes dejar a la tortuga allí encerrada todo el día muriéndose de hambre y
sed. Tampoco la puedes dejar en casa, en un cajón, porque no es tuya, porque
acabaría cagándose en todas partes, y porque no aguantas su olor de agua
estancada. Ni tú ni Alfonso, que se pondría a dar gritos como una loca. De la
cocina coges una hoja de lechuga, y rellenas con agua la tapa de un bote de
mayonesa de cristal. Bajas al portal. Por el camino se te cae la mitad del
agua, pero no puedes hacer más. Se te está haciendo tarde. Abres el buzón y le pones a la tortuga la
lechuga y el agua dentro. Si muere no va a ser por tu culpa.
—No sé cómo cojones has llegado hasta
aquí, pero a mí no me vas a arruinar la vida —le dices a la tortuga antes de
cerrar la puerta del buzón con llave.
Has cometido el primer error, aunque
todavía no lo sabes. Has hablado con la tortuga, como si ella pudiera
entenderte. Ya solo te falta ponerle un nombre.
En el coche, en el trayecto hacia la
oficina, te haces preguntas sin respuesta. ¿Quién ha metido una tortuga en tu
buzón? ¿Alguien que te quiere gastar una broma ridícula? ¿Alguien a quien
debías haber contestado una carta y aún no lo has hecho, y te dice que eres
como una tortuga? No es posible. Nadie esconde tortugas en los buzones para
sugerir sin ofender que debías contestar una carta desde hace tiempo. Ni
siquiera en las pesadillas surrealistas sucede eso.
Podría haber sido un vecino. Alguno que
quiere deshacerse de la tortuga de su hijo, harto de encontrarse pequeñas
bolitas de mierda por toda la casa, y que no se atrevió a matarla ni a tirarla
por una alcantarilla. Dicen que la respuesta más sencilla suele ser la
correcta. Una tortuga abandonada, como si fuera un recién nacido depositado en
el torno de un hospicio. El que haya sido en tu buzón quizá se deba al azar.
Tendrás que estar atento a si algún niño
llora en la comunidad de vecinos, y reclama su tortuga perdida. Tendrás que
aplicar la oreja a las paredes y las puertas. Llamarán a la tortuga por su
nombre, todos los animales familiares tienen nombre. Incluso los cuñados y las
primas de Valladolid tienen nombres, así que mucho antes el niño le habrá
puesto nombre a su tortuga. Casiopea, Aquiles, Clementina, Fittipaldi. No hay
tantos nombres para tortugas. Gertrudis, Burocracia, Casimiro. Suelen ser
nombres sonoros y antiguos, a juego con la especie.
Pero nadie tiene la llave de tu buzón, al
menos que tú sepas. Tal vez los anteriores inquilinos de tu apartamento, pero
tú ya llevas mucho tiempo viviendo allí. ¿Para qué va a regresar alguien desde
el pasado a depositar una tortuga en tu buzón?
En cierto modo los cerrojos de los buzones
tampoco son mecanismos complejos de cajas fuertes, así que cualquiera podría
abrirlo. Cualquiera con unas mínimas habilidades manuales, claro. Tú no. A ti
te cuesta abrir hasta una caja de galletas, así que de una cerradura mejor no
hablamos.
Pero ¿quién va a querer meter una tortuga
en tu buzón? ¿Será una tortuga-bomba, una tortuga yihadista? ¿Será un regalo?
No, no tienes enemigos, al menos no tan exquisitos como para andarse con rodeos
de ese tamaño. Tampoco está cerca tu cumpleaños. No tienes respuestas para el
enigma.
La tortuga tampoco ha podido llegar allí
ella sola. No es posible. Tampoco puede haber crecido dentro, que estuviera
allí desde hace tiempo, y se ha hecho tan grande que ya no puede salir por la
rendija de las cartas. No puede ser porque está en tu buzón, lo abres a diario,
y una tortuga no crece meses y meses dentro de tu buzón sin que te des cuenta.
No eres tan ciego. No de esos, al menos.
La tortuga es un aviso, concluyes. Una
advertencia. Un mensaje cifrado, tan grave que no puede ser dicho de golpe, así
por las bravas. Si averiguas qué quiere decir, qué significa, habrás
descubierto el acertijo.
Llegas tarde al trabajo, como sospechabas.
La jefa, Marta, te echa una bronca de cuidado. Ha dormido mal, y decides capear
el temporal. Pasas el día atontado, pensando en la tortuga. Marta te persigue y
te machaca con que cada día eres más torpe, que si tienes meningitis. Gruñe
como un conejo, y muerde los lápices hasta dejarlos astillados.
Al final te cabreas. Tiras una remesa de
facturas al suelo, y te pones a recogerlas despacio, solo para mirar debajo de
las mesas y comprobar si hoy también lleva el tanga rojo. Pero no, hoy lleva
bragas blancas de algodón, con una mancha roja en el centro. Parece la bandera
de Japón, pero no lo es: tiene la regla. Estás jodido. Hoy la bruja no te va a
pasar ni una. Pero tú no puedes controlarte. La tortuga te tiene sorbido el
seso.
¿Qué coño te quiere decir la puta tortuga?
No lo sabes, y ahora eres tú el que se come todas las uñas antes de que llegue
el mediodía. El día transcurre con lentitud agonizante, y el nudo del estómago
cada vez te asfixia más. A última hora sales disparado. Ya tenías todo recogido
media hora antes de que terminara la jornada. Te vas sin despedirte, no vaya a
ser que te entretengan.
Te subes al coche con taquicardia. Quieres
regresar a casa cuanto antes. Quieres volver a ver a la tortuga encogida dentro
del buzón, no vaya a ser que te la hayas imaginado. La revisarás a fondo, a ver
si tiene algún mensaje escrito en el dorso de su caparazón y que no hubieras
visto por la mañana. Te fijarás en los detalles, preguntarás a los vecinos, a
Alfonso, a tus hermanas. Esa tortuga no va a poder contigo. Si es preciso le
retorcerás en cuello y le taladrarás el caparazón con un berbiquí hasta que
cante.
—¿Qué tienes que decirme? ¡Habla ya, hija
de puta! —Sabrás cómo tratarla para que confiese.
El semáforo está en rojo, pero no lo ves.
Te lo saltas a más de noventa kilómetros por hora. Te estrellas contra una
furgoneta de reparto de Electrodomésticos Bezoya. Y es entonces, un segundo
antes de morir, cuando se hace la luz y de pronto lo ves claro. Era un mensaje evidente,
venido del más allá. Una advertencia, tal y como sospechabas, al que no has
hecho caso, y eso a pesar de que era más que evidente:
—Que vayas más despacio, o acabarás antes
de tiempo.
Con suerte, eso sí, te reencarnarás en
tortuga, y te enviarán a cumplir una misión clandestina en el buzón de algún
amigo.
082
DICE LA NENA que cuando vendamos la casa
no metamos nada en un trastero. Que lo vendamos, lo regalemos, lo tiremos. Que
ella conservó un montón de cajas al vender su casa de Barcelona, las almacenó
en un trastero dos años, y ahora, al recuperarlas, se da cuenta de que la gran
mayoría de cosas no las necesita. Que se podrían haber hundido en el barco
camino de Tarragona, y no habría pasado nada. Que solo algún pequeño objeto le
trae recuerdos de un viaje feliz, o de la infancia de sus hijos.
Hoy Javier cumple setenta y seis años. Un
viejo. Todos mis hermanos, menos los tres pequeños, tienen ya más de setenta
años. Viejos reviejos. Como no me dé prisa ni siquiera van a poder leer estas
líneas, porque serán polvo de crematorio, o no sabrán ni donde tienen las gafas
y los ojos. Ahora que aún estamos a tiempo podríamos hacer una funeral
colectivo, como el proyecto ese que una vez imaginamos, Hamar Anaia, diez hermanos en euskera, un terreno a las afueras de
Bilbao donde vivir todos juntos el sueño de La
Casa de la Pradera. Bueno, pues si no fue la vida, que sea la muerte. Nos
podíamos estrujar unos a otros, imitando al cuadro El Abrazo de Genovés, y decirnos que nos echamos de menos, ahora
que estamos muertos, casi muertos.
—Fuiste un buen hermano, hijo de puta,
aunque te callaste demasiadas cosas a lo largo de tu vida, qué le vamos a
hacer.
—Yo también te quiero, cabrón, y eso que
eres un bocazas de los que no callan ni bajo el agua.
No soy el biógrafo de la familia, porque
ni siquiera sé cómo ser biógrafo de mí mismo. Solo soy el quejica, o a lo mejor
el cura seglar que nuestra madre siempre quiso, y he venido a daros la
extremaunción civil con este exceso de palabras.
—A ver qué va a contar de mí, que le corto
la polla —dirá Jorge, o Nacho, o Peancha, o cualquiera.
Tito ya no, Tito ya solo habla el lenguaje
de los bebés, con lengua de trapo. Se encoge, se arruga cada día un poco más,
busca la postura fetal para regresar al útero materno y desandar el camino,
regresar a la caverna de los líquidos amnióticos. Ha olvidado que su madre está
muerta, y su vientre convertido en cenizas.
Gonzalo tampoco dirá nada, porque sólo se
aparece en forma de fantasma los veintitrés de cada mes para recordarnos que
está muerto. Nunca llegó a cumplir los cuarenta y dos. Es con diferencia el más
pequeño de todos nosotros, pero tendría ya más de setenta años y tres divorcios
si aún estuviese vivo.
Hace no tanto tiempo, quizá quince años,
escribí un microcuento que siempre ha estado dándome vueltas en la cabeza.
Ahora, mientras escribo, creo que sé por qué: Trata de mí mismo, claro que sí,
siempre es así, pero también trata de mis hermanos, muertes de hermanos,
reparaciones, venganzas, fidelidades, y hermandades de maras. Lo titulé Una lágrima tatuada, y decía así:
EL
MISMO DÍA que cumplió los once años, Camilo presenció la muerte de su hermano
Wálter, el único en el que confiaba. El flaco Vargas, un debutante de la mara Barrio 18, le abrió el vientre de arriba
abajo, y colgó sus intestinos de la canasta de baloncesto del parque. Esa noche
Camilo se tatuó la primera lágrima, y supo que en algún momento tendría que
reemplazar el hueco que su hermano Wálter había dejado en la mara Salvatrucha.
Nada
más cumplir los trece, Camilo pidió entrar en la mara, y aguantó “el brincado”
durante trece segundos: la mayor paliza de su vida, de pie y sin caer al suelo.
Trece veteranos de la Salvatrucha le
golpearon sin piedad con la mano abierta, patadas, cadenas, palos y mordiscos.
Sobrevivió gracias a que nunca dejó de pensar en los intestinos de su hermano
Wálter chorreando de la canasta del parque. En la segunda prueba tuvo que
cortarse las venas y confiar en que sus compañeros le resucitaran.
Para
completar la iniciación, solo le quedaba matar con pistola o con navaja a un
marero de Barrio 18. Eligió el
cuchillo, y también a la víctima. Llevaba dos años esperando. Con trece años la
voz de Camilo era lo bastante femenina como para confundir por teléfono al
flaco Vargas. Lo citó en el parque, bajo la canasta de baloncesto, con promesas
de amor y sexo salvaje.
—Soy
Carolina, mi amor, y ya no me aguanto las ganas —le dijo.
Lo
esperó detrás de un arbusto.
—Acércate,
flaquito, que estoy aquí.
Le
reventó la cara con el bate de béisbol de su hermano. Le colocó unas esposas a
la espalda, encadenadas a los pies, le tatuó con el cuchillo el nombre de su
hermano sobre el pecho, y le cortó uno a uno todos los dedos de las dos manos
con unas cizallas de podar viñedos. Lo dejó gritando y desangrándose bajo la
canasta de baloncesto, seguro de que nadie acudiría a su llamada hasta después
del amanecer.
Camilo
ascendió rápido en la jerarquía Salvatrucha,
pero cuando supo que el flaco Vargas tenía un hermano con una lágrima tatuada,
comprendió que tenía los días contados.
(Continuará)
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