Los esqueletos (continuación)
Tercera parte: La memoria del abeto (de 061 a 064)
061
EN CIERTA
OCASIÓN Eric Ambler escribió: “Solo un idiota cree que puede escribir la verdad
sobre sí mismo”. Borges dijo que todo escrito de ficción de más de cincuenta
páginas es autobiográfico. Vargas Llosa añadió que solo se escribe la verdad a
través de las mentiras. Pues lo tenemos claro.
Peancha tenía
cuatro años cuando nos fuimos a vivir a Caracas, y mi madre metió en su maleta
peleles, jesusitos, patucos, monos, batones y un faldón de cristianar por si se
volvía a quedar embarazada. Fue el 13 de junio de 1964. Mi madre tenía cuarenta
y siete años recién cumplidos, y aún creía que podía traer más hijos al mundo.
Los que Dios quiera. Yo pensaba que en
todo caso jamás iba a poder batir el récord de San Luis, que tenía cien mil
hijos. A mí no me salían las cuentas, porque setenta años de actividad sexual,
un hijo al día, solo le llegaban a 25.000 hijos, 25.000 días, sin fallar uno.
Para tener 100.000 hijos tenía que follar al menos cuatro veces al día, no
fallar nunca el tiro, y hacerlo con por lo menos 2.500 mujeres diferentes para
no disparar con la polla a las que están embarazadas o a las que ya les llegó
la menopausia. Es difícil, desde luego, sobre todo cuando a los setenta años
tienes que continuar con cuatro polvos al día con una fertilidad infalible. Y
llegados a ese punto, con cien mil hijos, ¿cómo cojones un papa de Roma decide
canonizar al multi follador San Luis? Puede que fuera una hazaña heroica, jamás
repetida en la historia, pero de ahí a la santidad hay mucho que andar. Los
milagros sí que los podían contar, un montón de ellos, muchos miles. Supe
entonces que de puede ser santo por muchos caminos, y el de San Luis, los
designios del Señor son inescrutables, era una de ellos. Cansino, eso sí. Yo
prefería los leones del Coliseo de Roma, San Ignacio de Antioquía, reza por
nosotros, porque era un camino mucho más rápido, seguro y descansado que el de
San Luis para llegar al cielo.
Mi madre,
nuestra madre, mis hermanas transmutadas en mi madre, no tuvo ningún hijo en
Venezuela. Nos quedamos sin el número once, que a lo mejor era el que tenía la
clave para descifrar este acertijo, el mapa del laberinto. ¿Sería chico o
chica? ¿Tal vez gemelos? ¿Le daría tiempo a tener más de uno, el doce, el
trece? Una de mis hermanas nonatas seguro que se llamaría Carmen, como la
abuela, como Belamen. Y uno de los chicos Samuel, como su hermano. Tendríamos un
Samuel Páez, el venezolano, que con el tiempo se dedicó a cultivar aguacates en
El Ejido, o narcotraficante en las rías gallegas, o diseñador de ropa, por fin
un homosexual entre los hermanos rebosantes de testosterona, o simplemente el
cura que buscó nuestra madre con tanto empeño. Un cura, por Dios bendito,
aunque sea jesuita. Mejor sería que fuera franciscano, o dominico, como Juan
Rafael, pero tampoco nos vamos a poner exquisitos. Como si salía carmelita
descalzo, y hasta evangelista. Lo que sea, por favor, un hijo sacerdote,
funcionario de Dios en las fronteras del cielo, donde sellan los pasaportes
para la vida eterna. Una recomendación, un pequeño enchufe, después de tantos
hijos y todos bautizados.
Y nuestra
hermana Carmen, la nonata, acuérdate, que sí, que tienes una hermana más, quizá
dos, de las que no te acuerdas porque no nacieron, por eso son no nonatas,
cojones, a ver si prestas atención, digo, que mi hermana Carmen, venezolana
ella, bailando joropos y cumbias desde la cuna, con un poco de cataratas de mi
padre y otro poco de menopausia de la madre, saldría de la tribu de las
pendonas, un putón verbenero. Y además drogata. Pero ojo, no drogata light,
aburguesada, como Zalo y yo mismo esnifando cocaína de a poquitos, o Javier
fumándose porros para dormir o follar, o las dos cosas pero el otro orden:
mejor follar y luego dormir, que si no se van las ganas antes del desayuno. No,
lo de Carmen, menos mal que no nació, era de yonqui de callejón oscuro, de
polvos a cambio de un pico de heroína, de centros de desintoxicación, proyecto
Humano, iglesias evangelistas y comisaría todas las semanas. Menos mal que no
nació, la pobre, que vaya vida le esperaba. Tito habría intentado solucionarlo:
—Déjamela a mí,
que esto lo arreglo yo con un par de hostias.
Y Salud habría
tratado de comprenderla. O defenderla:
—Pobre niña.
Déjala tranquila. Si es un pedazo de pan. Lo que pasa es que se junta con ese
mulato, el Kevin y sus amigotes de las maras, y allí aprende todo lo malo.
—Salud, no
fastidies, Carmen sabe muy bien dónde se mete, no te engañes —dirá Nacho.
—Lo único que
necesita la niña es comer como Dios manda, que se está quedando en los huesos
—zanjará Salud.
Así, con una
hermana yonqui, otro hermano homosexual, con sida, que habría que sacar a
empujones de las saunas y los cuartos oscuros de Chueca, y un tercer hermano
delincuente de poca monta, macarra de bajos fondos, tatuado con una lágrima y
tres puntos en forma de triángulo en la cara, el resto de los hermanos ya
estaríamos santificados. Todos seríamos buenos o muy buenos, en comparación,
claro.
Así pues,
nuestra madre se equivocó. No tenía que rezar para pedir un hijo sacerdote, que
luego habría que ir a defenderlo al tribunal eclesiástico de la Rota por
pedofilia, sino tres hijos más: uno delincuente, Samuel Páez Mañá, un cabrón
sin fisuras, de los que te esperan con la navaja abierta a la vuelta de la
esquina. Después Carmen, la hermana drogata, ladrona, y más puta que la reina
Isabel II, la de los tristes destinos. Y el tercero Antonio, el maricón
chapero, con pluma y sida. Entre los tres, por caminos diferentes, que tampoco
es necesario acudir al incesto, podrían dejarnos cinco o seis hijos bastardos,
escoria de los polígonos, residentes de los callejones sin salida, sobrinos
pedigüeños en cuanto supieran que tenían una decena larga de tíos
universitarios, nacidos en Madrid, a los que exprimir y extorsionar.
Sería un pequeño
impuesto revolucionario que nos permitiría a todos los hermanos restantes
respirar tranquilos y dormir a pierna suelta.
—¿Hijo puta yo?
No sabes de lo que hablas. Espera que te presente a mis hermanos pequeños,
Samuel, Carmen y Antonio. Te vas a enterar tú de lo que es ser un hijo de puta.
Pero no es así.
Nuestros padres no tuvieron más hijos, no hubo una descendencia caraqueña, y
nos dejaron sin hermanos parias, sin hermanos destrozados por un rayo, sin
despojos a los que aborrecer, y a veces redimir, y salvar, y de los que
apiadarnos por su mala suerte en la vida.
Tener tres
hermanos que son un destrozo, una vergüenza, que viven una vida deplorable, es
muy útil. Después de eso ya tenemos permiso para hacer lo que nos dé la gana, y
un terreno fértil donde ejercer la caridad bien entendida. Es como tener un
hijo con síndrome de Down, o autista, o tetrapléjico: podemos dedicarle nuestra
vida entera, 24 horas al día los siete días de la semana, y con ello no solo
ganar el cielo, que ya es un premio gordo de la lotería, sino también el
respeto reverencial de todos los que nos rodean, familia, amigos y vecinos.
Tener un hijo inútil, de los que requieren nuestra atención constante, es la
mayor bendición que nadie puede tener. Un hermano también sirve, y un padre o
madre, y hasta la propia pareja, si vamos al caso. Se acabaron las dudas. Se
acabó el temor al futuro. Se acabó la lucha por la vida y la independencia. Se
acabó la búsqueda de la identidad, el sentido de la existencia, y hasta el
amor. El hijo tonto lo ocupa todo, lo llena todo, lo justifica todo. ¿Tienes un
hijo Down, un padre con Alzheimer, un marido tetrapléjico, un hermano yonqui?
Te tocó el premio gordo: tu vida ya tiene sentido. Disfrútalo.
Que no lo digo
de broma. Que no se trata de humor negro. Que estoy hasta los huevos de las
Teresas de Calcuta reencarnadas y regurgitadas en la piel de marujas y marujos
de andar por casa. Si necesitas un entretenimiento, si te aburres, si quieres
darle sentido a tu vida, cómprate un perro, pero deja que los moribundos mueran
en paz sin que tú les alargues la agonía para llenar el vacío que te asfixia,
para darle sentido al sinsentido de tu vida.
Dicho de otro
modo: Sonia, deja en paz a Tito, no le alargues la agonía, cómprale la puta
silla de ruedas, haz las obras en el cuarto de baño para que pueda entrar en la
bañera sin hacer malabarismos, contrata a tres enfermeras cualificadas que
hagan turnos, deja de doparle para que duerma sin vigilancia, deja de sacudirle
para que se mantenga despierto y alerta, déjale morir en paz, cojones, deja de
alargar su agonía innecesaria, y tú búscate un taller de macramé, haz
senderismo, o apúntate de voluntaria en la Cruz Roja boliviana. Aparta tus sucias manos de Mozart, diría
Manuel Vicent.
Ya me he
cabreado, ¿lo ves? Si es que no hay más que darme un poco de carrete, tocarme
un poco los huevos, decir a todo que sí como un gilipollas (el que calla
otorga, ¿no?), y ya está liada. Como dice Jaime, Enrique entra al trapo como un
chipirón, ya lo has visto. No hay que hacer demasiado para que caliente
motores: tú te callas, le dejas hablando solo, a su puta bola, y él solo se
enreda y acaba llamándote hijo de puta. Lo has visto, ¿no? Pues ya está. No hay
que decir nada más.
Me acuerdo de
cuando me divorcié de Marisa, después de doce años viviendo juntos. Me acuerdo
de muchas cosas, claro. Doce años da para mucho. Mis recuerdos son sobre todo
buenos, agradables, nunca violentos. Ni siquiera nos separamos como se separa
la mayoría de las parejas después de muchos años de convivencia, a hostias. Con
dolor sí, qué remedio, pero sin rencor. Qué raro, ¿verdad? Bueno, pues a la que
iba, nos separamos de mutuo acuerdo. Hicimos inventario de la casa, el coche,
los muebles, las figuritas de decoración, los cuadros, los libros, las plantas,
los cubiertos, las mantas, los recuerdos de viajes, los álbumes de fotos, las
lámparas, las toallas, el equipo de música, el televisor, las cacerolas, las
sartenes, los manteles, las cortinas y la vajilla. Todo contabilizado y
valorado en su precio justo, sin regatear ni tratar de engañar ni de sacar
provecho. Como tiene que ser. Como debería ser.
Pero es
imposible, ¿a que sí?
Marisa se fue.
Yo le compré la mitad del piso a precio tasado por el banco en esa fecha, sin
regatear. Ella se llevó la mitad del contenido de la casa, de común acuerdo. Se
llevó, entre otras cosas, la vajilla que nos había regalado sus padres para la
boda: platos llanos y hondos, platos de postre, fuentes, sopera y vasos. No problem.
Pero quince días
después regresó a casa con una caja de cartón de las que había usado para
llevarse sus libros. Dentro estaba la sopera grande de porcelana, con su tapa.
Y el cucharón también.
—Esto te lo
quedas tú. No lo aguanto más. Lleva dando vueltas por mi casa desde que llegué,
de estante en estante, y ya no sé qué hacer con ella —me dijo poniéndome la
sopera en las manos.
—Es una sopera
muy bonita, y hace juego con el resto de la vajilla. ¿Seguro que no la quieres?
—le pregunté.
Marisa miró
hacia el suelo y empezó a mover al cabeza diciendo que no. Luego dijo:
—A ver cómo te
lo explico. Es una sopera grande, y vacía. Tiene una tripa enorme. Tú y yo
hemos estado viviendo doce años juntos, y no hemos tenido hijos. ¿Y ahora que
nos separamos crees que quiero quedarme con la sopera vacía, que nunca podré
llenar viviendo sola? Ni de coña —me dijo, casi furiosa.
Escuché, detrás
de sus palabras, la voz sensata de su psicoanalista. Era muy buena, tuve que
reconocerlo.
—Podías haberla
tirado a la basura —sugerí, para tratar de calmarla.
—¿Que tire yo a
la basura la sopera, el símbolo del vacío, el hijo que no tuvimos? Tú eres un
hijo de puta. Lo tiras tú, si tienes huevos —me dijo. Se dio la vuelta y se
fue.
Han pasado
veinte años. Yo tengo otra vida con Bea, la mejor de las vidas que siquiera
pudiera imaginar. En el garaje, dentro de una caja de cartón y envuelta en
papel de estraza, tengo la sopera. No he tenido huevos para tirarla. Que la
tire mi hijo Elías, o alguno de mis nietos, o el que compre la casa, pero que
dejen ya de tocarme los cojones.
062
LOS HERMANOS QUE
no tuvimos, los amigos que no existieron, los hijos que no nacieron, los amores
que no fraguaron, los besos que no dimos. No somos solo lo que hemos hecho, lo
que hemos dicho, sino también, por ausencia, el vacío que nunca llegaremos a
llenar, lo que nunca hicimos, lo que no dijimos, lo que no dejamos que pasara,
lo que ni siquiera intentamos por miedo, por vergüenza, por pura cobardía.
¿Qué habría
pasado si Coke, después de una larga noche de risas y vinos con la pandilla de
compañeros de la escuela de Arquitectura, en aquel ascensor del barrio de la
Concepción, donde se encontró a solas con Maria Pilar, la paraguaya de los ojos
grandes, se hubiera armado de audacia y le hubiese dado un beso en los labios a
esa veinteañera de cara redonda que le ponía la piel de gallina y las hormonas
alborotadas? Lo más probable es que María Pilar no protestara, que le devolviese
el beso. Y al día siguiente Coke la llamaría por teléfono
—Qué tal estás.
¿Has dormido bien? ¿Te esperaban despiertos tus padres? —preguntaría Coke con
un poco de miedo.
—Uf, he dormido
fatal, estaba intranquila —respondería María Pilar con voz arrulladora—. No sé
qué nos pasó anoche, tal vez el vino, o las canciones de Serrat. Estoy hecha un
lío. No sé qué pensar.
—Bueno, yo
también he dormido mal, pero feliz —diría Coke—. Creo que no es necesario
pensar nada, solo vernos otra vez, y ver qué pasa.
—Yo no sé cuáles
son tus intenciones. Vamos muy rápido. No quiero que me hagas daño —se quejará
María Pilar a la defensiva.
—Jamás te haré
daño, lo juro. Al menos a propósito. Solo quiere verte otra vez. Y otra más.
Quiero que salgamos juntos, para dejarlo claro —diría Coke—. Si tú quieres, por supuesto.
—Eso mejor lo
hablamos cara a cara, no por teléfono, ¿no crees? —diría María Pilar.
—Pues claro. Por
eso te estoy llamando. Para que volvamos a vernos y hablar de todo lo que
tenemos que hablar. Necesito verte. Ayer cambió todo para mí, ya sabes a lo que
me refiero —diría Coke.
Quedarían para
verse en una cafetería tranquila de Arguelles, o del barrio de Salamanca, en
Viena Capellanes, o en California 47. Y se cogerían de la mano. Y tardarían en
darse el segundo beso, porque eso ya sería la confirmación de que iban en
serio, que había un compromiso, el inicio de un noviazgo en toda regla.
—¿Y cómo se lo
vamos a decir a los del grupo? Nos van a tomar el pelo a base de bien —diría
Maria Pilar, preocupada.
—Yo creo que lo
medio saben. A mí Pablo me toma el pelo siempre que puede. Creo que lo ha
notado, que se me notaba un poco —diría Coke.
—Pues bien
calladito que te lo tenías. Creí que nunca me ibas a besar. Que no te gustaba.
No sabes la rabia que me daba. Si no me llegas a besar en el ascensor, habría
jurado que eras homosexual, que en realidad te gustaba Aúpo, porque a él sí que
se le nota que le gustas, lo saben todos —confesaría María Pilar.
—Venga, no te
rías de mí, que Aúpo quiere meterse a dominico —diría Coke.
—Pues eso. Y yo
a monja carmelita si no me besabas de una vez, tonto —terminaría María Pilar.
Y entonces, otro
beso. Y el camarero que se acerca y les dice que por favor, que guarden un poco
las formas y el decoro, que están en un lugar público, y hay que saber
comportarse. Estamos a finales de los años sesenta.
Y los dos bajan
la cabeza, sonríen, se ponen colorados, y piden perdón y la cuenta. Salen de la
mano de la cafetería, felices, con el corazón a mil por hora, dispuestos a ser
felices hasta que la muerte los separe.
Después boda,
tres hijos con nombre de arquitectos famosos: Frank, Óscar y Lina, seguidos de
un lento descenso a los infiernos de lo cotidiano: monotonía, desamor,
infidelidades, divorcio, bofetadas, y Coke que se casa con su abogada
consejera, de nombre Lucía. ¿Ya estamos otra vez? ¿Hemos llegado al mismo
punto? ¿La historia se repite por más que uno trate de esconderse? ¿Libertad,
destino o karma? Nadie lo sabe.
Son tantas las
vidas que no hemos vivido, tantas las bifurcaciones del camino que cambian en
un segundo, los universos paralelos en los que fuimos otros, que da vértigo
solo imaginarlo.
063
¿Habría tenido
yo un hijo de nombre Pablo si hubiese seguido con Mayte, mi novia de los
diecisiete años? Mayte, Chu Mía, así la llamaba Javier, por el zortziko vasco,
me escribió hace dos semanas felicitándome por mi nueva novela En otra piel. Supongo que me encontró en
Facebook, o en Twitter. Le he pedido su dirección y le he enviado el libro
dedicado a Pontevedra, a su casa, medio siglo después de que fuéramos novios.
¿Quién será Mayte ahora? ¿Cómo será, y no digo físicamente, sino en su cabeza?
¿Y quién seré yo en la suya?
Mayte, Chu Mía,
tomaba apuntes a una velocidad de vértigo, con letra clarita, redonda y sensual.
Al tiempo que tomaba apuntes, sus pulseras metálicas, tres o cuatro, hacían
música como de sonajero. A Piti, a Victoria, a Salva, Jorge o Manolo les ponía
de los nervios el ruido, pero a mí me hacía cosquillas en la punta de la polla.
Tilín, tilín, tilín. Y eso que nunca llegamos a follar. Yo se la pasé al
siguiente novio, que no sé quién fue, tan virgen como me llegó a mí. Quizá un
poquito magreada, pero ni tanto. Ni siquiera le comí un pezón. Como mucho, le
apreté las nalgas y le estrujé una teta. Qué buenos que éramos entonces, tan
inocentes y respetuosos.
Mayte tenía una
hermana pequeña, más bajita y gordita, un padre muy guapo, marino de profesión,
y una madre como todas, con zapatillas de fieltro y bata de guatiné. También
tenía unos tíos, hermanos de su madre, con una tienda en la calle Ferraz, muy
cerca de lo que años después sería la sede del PSOE: Mantequerías Ordoñez. Y una amiga, Patricia, que vivía en una
comunidad de vecinos de Pío XII, con piscina. A veces fuimos allí a bañarnos.
Patricia tenía un bañador de una pieza en el que se le marcaba la uña de
camello del sexo, pero yo procuraba no mirarla.
Recuerdo también
que Mayte tenía un biquini negro, que cuando se tumbaba al sol boca arriba,
hacía un puente entre los huesos de la cadera, dejando una abertura gigante en
dirección al monte de Venus, que nunca vi. Su padre me salvó de morir ahogado
en Plencia, cruzando el abra del puerto, porque me dio un calambre a la vuelta.
Menos mal. Y qué humillación que tu suegro te salve la vida. ¿Cómo no iba a
tener Mayte un Edipo, o Electra, como un piano de grande? Creo que se casó con
un marino, que no era su padre, pero como si lo fuera, y tuvo un hijo de nombre
Pablo, que era el nombre que le queríamos dar a nuestro hijo común cuando lo
imaginábamos en la época en que fuimos novios.
Una vez hice
como que me asfixiaba y me moría de golpe, tumbado en la arena de la playa de
Plencia, y Mayte estuvo haciéndome el boca a boca y golpeándome el pecho para
resucitarme. Yo seguí disimulando, respirando tan flojito que no se notaba,
encantado con todas las maniobras de reanimación boca a boca, cuerpo contra
cuerpo. Cuando al fin resucité y deshice la farsa, me llevé una buena regañina
y una llorera de Mayte.
—¿Y qué era lo
que más te preocupaba de mi muerte?
—Que no sabía
cómo decírselo a tu madre. Que igual me echaba la culpa a mí —me dijo.
Los ojos como
platos. Así me quedé. El mayor problema no era mi muerte, que yo ya no
estuviera vivo, sino la bronca que mi madre le iba a echar por morirme delante
de ella, y que no hubiera podido salvarme la vida. Toma ya.
Bailábamos
mucho, sobre todo en una pequeña discoteca que estaba en el sótano de Núñez de
Balboa o Claudio Coello, casi esquina con Goya. Pasamos interminables tardes en
cafés del barrio de Salamanca, bebiendo café con hielo, cocacola, Baileys o
cuba libre. Nunca cruzamos más allá de la Castellana, excepto cuando fuimos a
ver Luces de Bohemia al teatro que
está debajo del Círculo de Bellas Artes. Aún recuerdo la definición de
esperpento: “Es el reflejo de los héroes clásicos en los espejos cóncavo
convexos del callejón del Gato”.
Una vez,
cruzando el puente de la ría de Plencia, el viento era tan revoltoso que le
levantaba la minifalda a Mayte a cada paso, y ella no tenía manos suficientes
para sujetar su falda ligera y plisada de lunares blancos sobre fondo negro. Me
pidió que le ayudara a sujetar el vuelo de su falda con mi mano derecha. Y
cruzamos el largo puente de hierro así, ella con las dos manos en el culo, y yo
con la mía rozando la vulva de su entrepierna. Jamás cruzar un puente fue tan
erótico como aquella vez. Cincuenta años después aún me acuerdo.
En las
discotecas, casi siempre la misma, podíamos pasar horas besándonos hasta
hacernos heridas en los labios, y yo acariciando su pierna, el muslo externo,
hasta el borde de las bragas. Luego me dolían las pelotas, por la noche, y me
la sacudía a su salud sin demasiada dificultad. Nunca se me ocurrió decirle
cómo tenía que vestir, pero por alguna razón que ahora me resulta un poco más
evidente que entonces, ella siempre prefería minifaldas de vuelo y tela muy
fina, aunque hiciera un frío de pelotas. Para el invierno tenía un abrigo largo
cruzado de paño verde. También tenía zapatos de plataforma, y un top azul claro
que se cruzaba entre los pechos, que hacía que sus tetas fueran gigantescas.
Ahora no sé
quién es. Me cuesta imaginarla, porque desde luego su vida ha sido otra muy
distinta a la mía. Ni mejor ni peor. Tal vez podíamos haber compartido nuestra
vida, pero ya con diecisiete años la dejé dos veces, y no fue para irme con
otra. No recuerdo los motivos. Yo ya era muy de izquierdas, eso es verdad, y
ella lo toleraba, no entraba al trapo, iba a su bola, como si Franco no
existiera, como si no yo estuviera soltando sapos y culebras contra el poder a
todas horas.
¿Habrá sido
feliz, con quien sea, o sola, da lo mismo? Eso espero. Eso le deseo. Yo
escribía poemas, sobre todo endecasílabos y romances, leía a Neruda, a León
Felipe, y a Luis Cernuda. Bueno, y a Blas de Otero, Celaya, Miguel Hernández,
García Lorca, Nicolás Guillén, César Vallejo, Aleixandre, Ángela Figuera,
Gloria Fuertes, Walt Whitman, Borges, Leopoldo Panero (padre e hijo), y a mi
amigo José Luis Morales. Los devoraba a todos. Y a los clásicos también,
Góngora, Quevedo, Garcilaso, Lope de Vega, Bécquer, y hasta Moratín padre, el Arte de las putas.
No me acuerdo
del nombre de la amiga más amiga de Mayte, pero hubo una, con la que yo no me
llevaba bien, porque ella estaba celosa, lo normal, porque le había quitado a
Mayte, su mejor amiga. Creo que se llamaba Patricia, la que vivía en Pío XII.
Un día subimos al pueblo del norte de Madrid, no me acuerdo del nombre, donde
los satélites, las antenas gigantescas para captar las señales, no es Guisando,
ni Torrejón, vale, ya me acordaré, y al salir de la casa de verano de Mayte, de
pronto se le escapó:
—Vamos a ver si
está Carlos en el bar.
¿Carlos? Carlos
era mi competidor, un cachas del pueblo que le escribía poemas para competir
conmigo. El enemigo. El antagonista. Y Mayte, en un lapsus, preguntaba por él,
confundiéndome a mí con su amiga. El amor empezó a hacer aguas. Yo no era su
único amor. Podía haber otros. Los celos me mataban. Buitrago de Lozoya, lo he
tenido que buscar en Google, puto Alzheimer. Un día Mayte me enseñó un poema que
le había escrito Carlos:
La forma de querer tú
es dejarme que te quiera.
El sí con que te me rindes
es el silencio. Tus besos
son ofrecerme los labios
para que los bese yo.
Y yo me llevé el
primer cabreo de mi vida por robo de derechos de autor. No me jodas: el hijo
puta estaba copiando a Pedro Salinas, La
voz a ti debida, para tratar de cepillarse a Mayte. Con dos cojones. ¿Cómo
podía yo competir con Pedro Salinas? A ese Carlos le deseé una muerte lenta.
Ahora, cincuenta años después, a lo mejor se casó con Mayte, y han sido felices
gracias a Salinas. Pues que les quiten lo bailado, que seguro que mi relación
con Mayte habría sido tortuosa, tóxica, llena de reproches interminables. Casi
seguro que con buen sexo, porque las de derechas decían que follaban bien, pero
debajo del crucifijo y rociándome la polla con agua bendita antes de empujar,
eso sí.
064
Yo de pequeño
quería ser mártir en el Coliseo, marino mercante, San Pancracio, misionero en
África, arquitecto, santo, soldado en las cruzadas, escritor, el Capitán
Trueno, mi amigo Chris, y mi hermano Coque, que ahora se llama Coke, igual que
Quique ahora es Kike, y Nacho Natxo.
Tito siempre fue
Tito, menos para su mujer Emilia, aragonesa y cabezota, para la que Tito era
Alfredo, por dios, que no es un crío. El que llamáramos Titito a su hijo mayor
era como para pegarse un tiro. Eso ya la dejaba sin aliento. Le entró un cáncer
y todo, y se murió del cabreo. Mi sobrino Titito, que ya tiene los cincuenta
bien cumplidos, se casó con Eva, y no le puso de nombre Alfredo a ninguno de
sus hijos. A joderse, se acabó la fiesta, con las ganas que teníamos todos de
llamarlo Tititito.
No estoy seguro
de si hagas lo que hagas, siempre vas a repetir tu historia, aunque con otros
nombres y profesiones. Determinismo a saco. La astrología dice que sí, que de
algún modo la vida está escrita en las estrellas, por más que Santo Tomás y
Agatha Lys maticen que los astros influyen, pero no determinan. Recuerdo a
María Dolores de Pablos, y a su hijo José Luis, contando cómo el mismo día y
hora en que nació el que con el tiempo se iba convertir en el rey Jorge V de
Inglaterra, nació en los sótanos del palacio el hijo del zapatero. Sus vidas
correrían paralelas para siempre, marcadas por la misma configuración astral,
la misma carta natal, y posiciones planetarias. Gemelos astrales, les llaman.
Tan fue así, que se casaron el mismo día, y el mismo día que Jorge V ascendió
al trono, el hijo del zapatero heredó la zapatería. Lo que está arriba es como lo que está abajo, decía una de las
leyes herméticas de Hermes Trismegisto, aunque él no se refería a los aposentos
reales y los sótanos del palacio, sino a los astros y los humanos.
Dicen que el
hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra. Destino,
ADN, herencia genética. Quien nace para martillo del cielo le caen
los clavos. Según eso da igual que te cases una o tres veces, porque te
estarás casando siempre con la misma, que además es tu madre, tu abuela, tu
hermana y tus hijas. Poligamia transversal.
Todos mis
hermanos se han casado con mujeres fuertes, dominantes. Será que les gusta. ¿Y
no será también porque así era nuestra madre, que en paz descanse? Pues yo
juraría que sí, que repetimos el modelo, edipos resucitados, para casarnos otra
vez con nuestra madre, y disputársela a nuestro padre.
Y además, para
colmo, y eso siempre me pareció alarmante, las exmujeres siempre se quedan
solas, no rehacen su vida, se convierten en tierra baldía, castradas, incapaces
de inventar y vivir una nueva relación de pareja. Algunas mueren, la soledad
final, la negación absoluta. Emilia, Betty, Elena, Nieves, Marisa, Begoña,
Deme, Marisa, y posiblemente Rosa. Dos muertas (sin pareja en el momento de
morir), y siete que viven solas. ¿Qué les hacemos todos los hermanos, y yo no
me escapo de la regla, para al terminar la relación dejarlas estériles,
despojadas de su sexo y de su vientre, como los romanos rociado con fuego y sal
las tierras de Cartago? Nunca lo hemos hablado, y quizá deberíamos. Fueron
mujeres que nos amaron, que fecundaron sus vientres con nuestro esperma, y a
las que dejamos mutiladas, ablación mental. Donde orinamos no vuelve a crecer
la hierba. Algo pasa, y no huele bien. Yo solo lo digo, por si alguien tiene la
respuesta.
Las niñas no.
Las niñas mandan. Me refiero a Peancha y la Nena. Siempre han mandado, por más
que disimulen y se hagan las tontas. Como nuestra madre, la gran manipuladora,
la experta en la mano izquierda, en conseguir lo que quieren convenciendo al
otro de que lo que quieren es en realidad el deseo del otro. Ellas solo le
hacen un favor a su marido. Consienten, porque son así de buenas, de sumisas, y
se salen con la suya. Maquiavelo transmutado, sirenas, mujeres espejismo, lobas
con piel de cordero, brujas malabaristas. Las quiero mucho. Son como yo, como
mi madre, serpientes enroscadas, hechiceras, supervivientes en esta batalla
feroz de testosteronas desatadas.
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