martes, 18 de junio de 2024

Los esqueletos (continuación) - Tercera parte: La memoria del abeto (de 057 a 060)

Los esqueletos  (continuación)  

Tercera parte: La memoria del abeto (de 057 a 060)


057

BUSCAR UN POCO más allá, detrás de las palabras, detrás de las trampas del lenguaje. Más allá, donde ya no hay caminos, sino campo abierto, mar adentro, garganta profunda. Descubrir el otro lenguaje que se esconde más allá, lo que no se puede nombrar, lo que no está dicho. Lo que no se puede decir, porque con solo nombrarlo, como sucede con los verbos performativos, el milagro ocurre, el rey está desnudo, la anagnórisis, Babel descifrada. 

Si yo soy todos mis hermanos, si cada uno de ellos se esconde dentro de mí, disfrazado de Enrique, juego de espejos deformantes, caricaturas, esperpentos, avatares. Si yo estoy multiplicado en cada uno de ellos, si vivo sus vidas en universos paralelos, entonces estoy ya muerto desde hace treinta años en el cuerpo y la piel de Gonzalo, mi hermano siguiente, el número seis, mi modelo, mi futuro. Mis cenizas se hundieron en el Cantábrico. Las arrojó al mar mi hijo Gonzalo, el marqués. Fue hace quince años desde un barco de alquiler en la bahía de Santander, un día de viento y nubes. Desde entonces soy plancton para algas, rape, rodaballo, lubina, mero y cabracho.

Puede que mi vida, y la de todos, esté ya escrita en las vidas de los demás. En la de mis hermanos, mis padres, mis amigos, y en mi propia vida, larga como una serpiente emplumada. Solo hay que saber leer, saber interpretar las señales, como en el I Ching, la astrología, el tarot, o el psicoanálisis. Somos unos analfabetos funcionales, y desgastamos los años sin llegar a ver, a leer, sin quitarnos las orejeras que nos fuerzan a mirar en una única dirección. Hasta en el refranero español hay pistas de que la escritura de la vida, de nuestra vida, está a la vista, a nuestro alrededor:

Cuando las barbas de tu vecino veas afeitar, mete las tuyas en remojo.

Puta la madre, puta la hija, puta la manta que las cobija.

De tal palo, tal astilla.

Somos reconstrucciones de otros, versiones, avatares de otras vidas, los mundos paralelos que conviven no en otras dimensiones, sino en otros cuerpos que también son los nuestros, pero en otras versiones del tiempo el espacio y las decisiones personales. Somos una colmena, que pretende tener hormigas diferentes, autónomas, independientes, cuando en realidad somos todos uno solo, con filtros de fotografía que nos hacen fantasear con que somos diferentes. No somos nadie. Somos todos. Somos el Soldado Universal, que cantaba Donovan en 1965:

Mide un metro ochenta y ocho

y mide un metro noventa y cinco.

Lucha con misiles y con lanzas.

Su edad es ya 31 y sólo tiene 17.

Ha sido soldado durante mil años.

Es católico, hindú, ateo, jainita,

budista y baptista y judío,

y sabe que no debe matar,

y sabe que siempre lo hará.

 

Quizá seamos todos los hombres y mujeres del mundo pasado, presente y futuro. Soy La masa de César Vallejo, y el hombre infinito de Hojas de hierba, de Walt Whitman. Soy todo lo que ha sido y será, como los Límites de Borges, Uno y siete de Gianni Rodari, y el prójimo de Cristo.

El problema al ser tantos, al ser todos, es que no pueden ser nombrados o diferenciados todos los seres de mundo, y tengo que reducir el universo a un espacio diminuto, manejable. Ceñirme a un mundo conocido y cercano, y al mismo tiempo desconocido y lejano. Lo que otros, mis hermanos, han vivido, que son yo con certeza, sin ser yo en absoluto.

Y esto tiene que ver con que me estoy muriendo otra vez. Tito, el mayor, el mascarón de proa, machomán, number one, mi padrino, el que marca el camino y el destino de todos nosotros, que somos uno y diez, como Dios es uno y trino, se muere. La cabeza ya está devastada. La demencia con cuerpos de Lewy ha secuestrado su cerebro, y ahora vive, y vivo, con alteraciones en el pensamiento, movimientos incontrolados, ataques de furia y el estado de ánimo. Tiene, tenemos, alucinaciones visuales, vemos cosas que no están allí. Los cuerpos de Lewy le han robado la voz, le han quitado la palabra, nos han dejado incomunicados, hablantes de un idioma de balbuceos incomprensibles. Tito se muere, y todos sus hermanos nos estamos muriendo, nos morimos con él. Sabemos que ese es nuestro destino, y que Tito, como hermano mayor y heredero del destino de nuestros padres, solo nos muestra el camino del que no podremos escapar.

Morir cansa. Morir agota. Me pregunta mi hermana Aurora, la Nena, la número siete, si iré al entierro de Tito. Le digo que no lo sé, que me cuesta mucho acudir a mis entierros. Nuestros padres murieron hace ahora catorce años, también en Santander, y poco faltó para que nos enterraran a todos con ellos.

En realidad sí que nos enterraron, y estamos muertos desde entonces. No del todo, y no siempre, pero sí muchas veces, y en pequeñas dosis. El último hilo de aire que respiramos, la última gota de la clepsidra que nunca veremos caer, es solo el rayajo final en el certificado de defunción. Cuando eso sucede ya estamos mucho más muertos que vivos. Como Tito.

La última vez que vi a Tito, en Santander, el último verano, apenas pude entender ninguna de las palabras que intentaba pronunciar, aunque el tono y el ritmo daban a entender que estaba diciendo algo, no se sabe qué. Así es desde hace tres años. La barrera del lenguaje se rompió, y solo se le entiende un grito final de “a por ellos”, o “y los machacamos, así y así” mientras golpea el aire con el puño cerrado. Pero aquel día, en Santander, en casa de Coke, llamó la Nena por teléfono, y le pasamos Tito el teléfono, no para que él hablara con la Nena, eso es imposible, Tito ya no habla, sino para que la Nena hablara con él, porque parece que entiende algo, o el timbre de las voces de mis hermanos y hermanas despierta memorias ancladas en un pasado común, una infancia interminable, grabada sobre piedra como las inscripciones de los templos romanos de hace veinte siglos. Luego el teléfono siguió rodando lejos de Tito, pero él, después de meses o años de incomunicación, logró decir con claridad:

—Dile a la Nena que quiero verla. Que venga a verme. Que no tarde. Ya no me queda mucho tiempo.

Después volvió al mutismo, al fondo del pozo del cerebro donde está atrapado desde hace años, cada vez más abajo, cada vez más lejos, cada vez más muerto.

Nacho, el cuarto de mis hermanos, escribe desde Buenos Aires:

—Decidle a Tito que aguante, que iré a España en mayo del año que viene.

Nacho vio a Tito a principios del verano pasado, antes de que nos fuéramos a Noruega e Islandia en un crucero de Norwegian Cruise Line. Sabe lo que hay. Sabe que está muriendo, que lo que queda de Tito ya no puede llamarse Tito. Que ni lo reconoce ni es capaz de decir “Hola, Nacho. ¿Cómo estás?”

Nacho sabe que se muere con Tito, al mismo tiempo. Como yo. Como todos sus hermanos. Nacho no quiere saberlo, pero me preguntó en Reykjavik, en el Museo de las Auroras boreales:

—¿Cómo se hace para contratar el suicidio asistido en Suiza? Creo que te ayudan a morir a partir de dos mil dólares.

Es un paso al reconocimiento de la mortalidad, desde luego. Pasamos de ser inmortales, a ser lo siguientes en morir dentro de la cadena trófica. Ya no queda nadie de la generación de nuestros padres. Solo Dalia, casi centenaria, viuda de nuestro tío Samuel desde hace cincuenta años. Era de las pequeñas. Si mi padre aún estuviera vivo, tendría 105 años. No es necesario sacar los muertos a la calle, como en Rantepao, el país Toraja de las islas Célebes. A fin de cuentas, cuando nuestros padres murieron, en el 2008, nos enterraron a todos con ellos. Nos incineraron y nos arrastraron a su columbario. A cambio resucitaron dentro de nuestros cuerpos, como aliens teletransportados, en un truco de magia que se repite siempre, desde tiempos inmemoriales, con cada muerte de los padres.


 

058

No creo que sea necesario desvelar todos los secretos de mis hermanos. Todos mis secretos. Están ahí, y el hecho de que sean secretos solo tiene que ver con la vergüenza propia, con la no aceptación de la vida vivida, o de algunos fragmentos de la vida que hemos vivido. El que comete un asesinato es un criminal, el que mata a un millón es un conquistador. Da igual que los desvele o no, son todos míos, y los míos son suyos. Todas sus mentiras, sus triunfos, sus traiciones y sus actos de generosidad son compartidos, y la moral o el qué dirán importa menos que un grano de arroz perdido en los humedales de Vietnam.

Tito dice que sus hermanos le robaron la infancia. Javier dice que sus hermanos son unos vendidos a la iglesia y al capital. Coke dice que sus hermanos se aprovechan de él. Nacho dice que sus hermanos no le quieren. Jorge dice que sus hermanos le tratan como a un extraño. Gonzalo dice que sus hermanos provocaron su muerte. La Nena dice que la madre jamás la ayudó a sentirse mujer. Enrique dice que sus hermanos son unos bravucones acomplejados. Jaime dice que Gonzalo era un hijo de puta. Peancha dice que sus hermanos la han abandonado.

Todos tenemos heridas, todos somos víctimas, todos somos torturadores, todos somos uno solo, con rostros cambiantes, culpables de ser nosotros mismos, y de ser los otros. El hambre nos convierte en asesinos, y mataremos a nuestros hermanos, a nuestros hijos y a nuestros padres. Les cortaremos las manos para quitarles el trozo de pan que tratan de llevarse a la boca. Tú dices que no, porque nunca tuviste hambre. No tienes ni puta idea. Tú eres como todos. Saturno devorando a sus hijos. Hannibal Lecter desayunado el hígado de sus pacientes con chantilly, nata batida. Abraham degollando a su hijo Isaac junto a la zarza ardiente. Eres como todos, mataste a tus padres para heredar, y morirás a manos de tus hijos carniceros.

Mi madre, nuestra madre, la madre de todos los hombres y mujeres, idiotas, que aún no os habéis enterado de que estamos todos contaminados, que todos somos culpables y víctimas, joder, nuestra madre le ordenó a la Nena que, en su ausencia, se iba a una reunión con los marcianos o algo parecido, tenía que hacer las camas de todos sus hermanos varones. Ella, la Nena, era la séptima, y no le quedaba muy claro que por el simple hecho de tener chocho y no picha, le tocara hacer todas las camas de sus hermanos mayores y menores. ¿En qué parte de su chumino estaba escrita o escondida la ley de tener que hacer las camas a los que tuvieran picha? ¿Tendía ella acaso las sábanas, las almohadas, los embozos, las mantas y los pijamas dentro de la vagina? Nunca lo había descubierto. Así que con 15 años se rebeló contra su madre, insurgente contra las leyes de dominación del hombre contra la mujer. Así que nos hizo a todos la cama petaca: una sola sábana para cada uno, doblada por la mitad para sacar el embozo junto a la almohada. Camas petaca para varones tullidos.

La rebelión estaba en marcha, y los chicos, supongo que yo también, que era de los pequeños, pero no de los valientes, se quejaron al que en ausencia de nuestros padres, tenía el mando: Tito.

—Tito, que sepas que la Nena nos ha hecho a todos la cama petaca. A ti también. Ha desobedecido las órdenes de mamá —le dijeron, le dijimos.

Y Tito le ordenó a la Nena que rehiciera las camas con dos sábanas, como dios manda. La Nena dijo que no. Tito la amenazó con la mano abierta y el cinturón. La Nena dijo que no. Tito le dio una bofetada que la tumbó al suelo. La Nena se tragó las lágrimas y dijo que no. Tito le dio una paliza que le dejó marcas durante siete días. La Nena dijo que no.

Cada uno se hizo su cama. La Nena no pudo dormir del dolor de la paliza recibida.

Al día siguiente nuestra madre, tu madre, le obligó a la Nena a pedir perdón a Tito por haber desobedecido. La Nena dijo que no. La madre, mi madre, nos exigió a Gonzalo, a Jaime y a mí que habláramos con la Nena, y la convenciéramos de que le pidiera perdón a Tito. De lo contrario nos castigaría a nosotros, los pequeños, por ponernos del lado de la Nena. Nosotros lo hicimos, le suplicamos a la Nena que diera su brazo a torcer, que le pidiera perdón a Tito, que obedeciera, o de lo contrario el castigo sería para nosotros. Nosotros fuimos el escudo humano, los inocentes utilizados para torcer el brazo de la Nena. Y lo hicimos, acobardados y al mismo tiempo dueños del poder del sexo masculino.

La Nena cedió al fin. Comiéndose el orgullo le pidió perdón a Tito por desobedecer. De la paliza no hacía falta hablar: se la merecía, por insubordinada. Han pasado más de cincuenta y cinco años de aquello, y la Nena, que le pidió perdón a Tito, ella aún no lo ha perdonado. Tito no lo sabe. Tito no sabe nada ya, está muriendo. Pero imagino que Tito, entonces, en su poder absoluto de almirante del barco de esa casa, pasó miedo, estuvo a punto de perder la autoridad para siempre a manos de una mocosa que tenía diez años menos que él. La lucha por los derechos de la mujer, hablando de España a files de los años sesenta del siglo pasado, aún siquiera había empezado. Franco, la Falange, los obispos y la Sección Femenina aún vivirían unos cuantos años más, pero la Nena ya empezaba a dinamitar el poder masculino desde sus cimientos, desde la base y el núcleo de la familia.

No creo que la Nena vaya al entierro de Tito. No creo que la Nena perdone jamás a Tito, ni a su madre, por la larga humillación y el negacionismo de su sexo durante la larga adolescencia, durante el eterno paréntesis de búsqueda de la identidad, entre la niñez y la vejez.

Tito fue un cabrón. Tito también fue la víctima. A Tito lo condenaron a ejercer de padre sin ser padre, a gobernar sin galones, a contener el orden sin uniforme ni pistola, sin formación para el control de daños, ni paciencia, ni habilidad, ni diplomacia, ni tan siquiera inteligencia. Tito acorralado por la Nena. Tito desbordado, con el mando arruinado, sin poder responder a la tarea de mantener el orden con la que se le había ungido desde el Olimpo de los padres. Tito pegando a la Nena con miedo, con el pánico del derrotado, sabiendo que los puños solo demostraban que había perdido la batalla, que había sido derrotado, y que nunca más podría restaurar su autoestima masculina. Siempre estaría a merced de mujeres dominantes, como lo era en aquel momento la Nena, sin saberlo. Tito abocado a obedecer hasta la muerte lo que sus mujeres, sus amantes, sus parejas, decidieran. Tito títere desde aquel momento, decapitado para siempre. Emilia le daba órdenes, y él obedecía. Ahora, a punto de morir, y desde hace años, todo lo decide Sonia, que ya ni siquiera es su amante. Sonia decide si Tito come, si se baña, si duerme o si puede ver a sus hijos o a sus hermanos. Sonia decide todo acerca de su vida: dónde tiene que vivir, a quién puede ver, en qué silla se puede sentar, quien le va a cuidar, y hasta dónde puede ir, y cuándo y cómo puede morir. Tito es la marioneta cuyos hilos hace mucho que manejan otros.

Otras, en realidad. Son mujeres a las que él negaba autonomía y capacidad de rebelión. Tito derrotado, Tito humillado desde aquel día, hace cincuenta y cinco años, en que decidió plantar batalla a una niña orgullosa. Perdió la batalla como David contra Goliat, como las bacterias contra los invasores terrestres en el relato La guerra de los mundos de H. G. Wells.

Y nosotros, el resto de los hermanos, somos también Tito. Somos su espejo, su prolongación. Todos derrotados, todos sometidos. Fanfarrones sin fuerza, perros ladradores, bocachanclas.



059

HACE MUCHOS AÑOS, quizá veinte, tumbado en el diván del doctor Blanco, aprendí que lo que más detesto y desprecio de los otros, de los demás, de los que no son yo, mis hermanos, mis amigos, es cualquier tara que en realidad es mía, quizá un poco más exagerada, pero mía en toda su extensión y profundidad. Son mis defectos, mis incongruencias, mis lacras más o menos latentes, o bastante obvias a poco que rasques, las que me resultan insoportables en los demás. La torpeza que descubro en ti, me resulta inaguantable porque desnuda la mía, porque la hace visible, y me muestra vulnerable.

La barriga de los gordos que Jaime no soporta es solo su negativa a aceptar su propio cuerpo tal y como es ahora, tan distinto del David de Miguel Ángel, tan distante de su cuerpo a los veinte años.

La negación de Aida a aceptar que su padre, Coke, tenga una nueva mujer, Lucía, y que ya no sea Nieves, sino Lucía la que duerma cada noche en la cama de su padre, tabula rasa, es tan insoportable que ni siquiera es capaz de reconocer el mismo patrón en su propia vida, cuando su nuevo novio en Madrid tiene un hijo que no soporta a Aida por haber ocupado el lugar de la cama que estaba reservado a su madre. Aida convertida en Lucía, por arte de magia, sufriendo el mismo rechazo en carne propia que ella ejerce sobre la mujer de su padre. No puede ser casual. No ha sido el azar. Aida vive lo que más odia de otra persona. No es el destino, ni la rueda de la fortuna, sino la repetición de la historia, las caras desenmascaradas.

Si yo digo que mis hermanos son unos bravucones acomplejados, que compiten por ver quién la tiene más gorda y quién mea más lejos, en realidad no estoy hablando de ellos, sino de mí mismo, que a través de las palabras trato de someterlos, darles por el culo, llegar más lejos, torcer su brazo y robarles su vida. No tenéis vida, les digo: me la quedo yo, el meón de la familia, el inútil, el invisible, el que duerme enroscado como las serpientes y lanza su veneno por diversión, por puro morbo, por crueldad disimulada. El rencor, quizá. La falta de autoestima. ¿No era eso de lo que Enrique les acusaba a sus hermanos? ¿Es ese su talón de Aquiles? Pues seguro que sí. Y no solo ese: tiene que tener más. Tiene que tener muchos. Qué cojones, los tiene todos el hijo de puta. Calígula disfrazado de cordero, el ángel de la muerte bendiciendo la mesa, el que se inventa derrotas ajenas para disimular las propias.

En algún lugar que recuerdo perfectamente maté a todos mis hermanos, de uno en uno. Por orden de mayor a menor. Y con detalles, muchos detalles. Los maté tres veces, de tres maneras distintas, y resucité tres veces al único que está definitivamente muerto desde hace treinta años, a Gonzalo. Yo también moría, ojo, que tampoco quería ser una excepción en la carnicería, aunque siempre me tocaba morir por mi propia mano: un suicidio sin dolor.

Luego les mandé a todos una copia de su acta de función, por triplicado. Solo se quejó Coke, al que por un descuido había matado solo dos veces. Le pedí perdón y lo rematé por tercera vez cortándole la yugular con un CD de Ópera, una de las que le gusta mucho. Ya estábamos en paz.

Eso fue hace dos años.

Ahora pienso que si todos son el mismo, y todos en realidad soy yo, de algún modo estaba intentando suicidarme tres veces multiplicado por nueve. O tal vez quería deshacerme de ellos para que sus reflejos distorsionados dejaran de deslumbrarme al mirar al horizonte. El doctor Blanco los llamaba el Kale borroka, la revuelta callejera. Yo les puse de nombre Los esqueletos cuando me presenté al Premio Biblioteca Breve, y a veces Necropsia. Hablo de mis muertos, de mis hermanos. Hablo de mí mismo muerto, en el cuerpo de mis hermanos. Hablo del millón de cadáveres de Madrid, según las últimas estadísticas, que recitaba Dámaso Alonso en sus versos salmódicos de Hijos de la ira.

Al poco de morir Franco, en la prehistoria de hace casi cincuenta años, supe, supimos de golpe, que las verdades incorruptibles, los principios fundamentales del Movimiento, la razón, la propiedad, el sexo, la historia, el poder, la familia, la moral y hasta las relaciones personales se sostenían sobre una base de mentiras insoportables formuladas por mentirosos sin escrúpulos, beatos abusadores, generales cafres, y adoradores de la estulticia. No nos podíamos fiar de nada. Todo era mentira. El mundo, nuestro mundo, nuestro pequeño mundo, tendría que reconstruirse a partir de cero. Lo antiguo era falso. Y en caso de duda, porque siempre hay dudas, habría de hacer lo contrario de lo que se hacía antes. Ese era un punto de partida quizá aceptable, algo más que razonable. Mucho más que el del continuismo, desde luego.

—¿Qué hago ahora? No quisiera equivocarme.

—Es muy fácil. ¿Qué hubieran hecho en este caso tus padres, tus abuelos, tus profesores?

—Pues tal, y cual, y Pascual.

—Muy bien. Pues ya lo tienes claro: haz lo contrario.

Así de simple. Así de concreto. Prohibido prohibir no era suficiente: había que hacer precisamente lo prohibido hasta el momento, romper las cadenas, arrancar las mentiras de cuajo.

De pequeños nos decíamos:

—Si yo soy yo, y tú eres tú, ¿quién es el más tonto de los dos?

—Tú.

—Pero tú eres tú, así que tú eres el más tonto.

—No, no, pues entonces yo soy el más tonto.

—Pues claro, ya lo sabía.

No había solución. Tú y yo terminaban siempre en el mismo cuerpo, y el que respondía la pregunta acababa siendo el tonto.

¿Acaso tenemos escapatoria?

Mis padres, mis tíos, mis abuelos no fueron ni más tontos ni más listos, ni más cobardes ni más valientes, ni más revolucionarios ni más conservadores. Eran lo que les tocó vivir, y nadie puede, desde la atalaya de finales de 2022, juzgar lo que hicieron otros en otro mundo, en otra época, en otro país. ¿Acaso no seríamos todos musulmanes de haber nacido en Indonesia? ¿No seríamos racistas en los estados del Sur de Estados Unidos en el siglo XIX? ¿No seríamos todos homófobos en la España de 1890? ¿No seríamos machistas en México del siglo XVII?

Charlas de bar. Filosofía de barra. ¡Camarero, pónganos otra ronda, que hoy mi amigo está inspirado y está a punto de resolver los enigmas de universo!

Darle la vuelta a todo. Tripas fuera. Intestinos a la intemperie. Abrir el esternón con una sierra radial circular de 2000 W para ver el corazón que palpita. ¿Habría sido diferente mi vida en el caso de que mi padre no fuera Alfredo, sino Buenaventura Durruti, o Enrique Lister? Who knows? La hija de Almudena Grandes y Luis García Montero, dos escritores de la ultraizquierda española, Elisa García Grandes, se presentó a las elecciones en la lista de Falange. Toma bofetada. Meses después Almudena se murió, incapaz de aguantar el disgusto. Qué menos.


 

060

Cuando vivía en el Colegio Mayor Chaminade, los dos primeros años de Filología en la Complutense, veía cómo al final de la tarde el sol recorría lentamente los lomos de los pocos libros que tenía en las estanterías de mi cuarto, dejándolos apagados después de un último resplandor rojizo. El movimiento era tan lento, que en algún momento imaginé que el sol se estaba leyendo los libros, que se interesaba por los poemas de Neruda, León Felipe y Walt Whitman. Que recorría en mundo antiguo y los indios Puebla de la mano de Margaret Mead. Que se demoraba en el Tratado de ontologías regionales de Luis Cencillo. Que daba un brinco con el Trópico de Cáncer de Henry Miller. Que se reía con las barbaridades de Pierre Louÿs. Que se asustaba con La ciudad y los perros de Vargas Llosa. Que contaba las sílabas de los sonetos de Garcilaso. Que repasaba el Quijote y el Lazarillo una vez más. Que se sublevaba con el Romancero de la Resistencia Española de Ruedo Ibérico. Y se lo conté muy contento en una carta a mis padres: que ya tenía un compañero de cuarto, el sol, con el que compartir lecturas. A veces pedía libros prestados, para que no leyera siempre los mismos, para que pudiéramos intercambiar puntos de vista. El sol era muy callado, pero eso no me importaba. La gente que habla mucho, como Flor Carrillo, me aturde, me aburre. A ellos también les aplico la máxima de Marshall McLuhan: El exceso de información produce desinformación.

Mis padres estuvieron a punto de sacarme del Colegio Mayor e ingresarme en un frenopático. Me libré por los pelos, porque no parecía peligroso, porque nunca más les hablé de mis visiones, y porque escribía poesías. ¿Qué se puede esperar de uno que escribe poesías?

Desde entonces disimulo. No hay que dar pistas. Y para disimular lo que hago es exagerar. Multiplicar los escritos. Desbordarme. En los últimos 25 años he escrito poco, Marinella Terzi me regañaba, y Elsa Aguiar también, y era verdad, escribía poco. Muy poco. Apenas unos cuentos dispersos, tres novelas cortas, y algunas páginas de diarios. Poca cosa. Morir de inanición. La excusa era plausible, por supuesto: dar clases de escritura, que me robaba la inspiración. Clases creativas, donde los alumnos me quitaban las ideas y las ganas. Como pasa con los hijos: les mandamos a hacer lo que nosotros hemos sido incapaces de hacer. Les pasamos el muerto.

—Hale, ahora tú, que eres muy listo y muy guapo, haz lo que yo no supe. Y hazlo bien, pronto y con buena letra.

No te jode. Y después de las clases, los vídeos de Youtube. Muchos vídeos. Seiscientos o setecientos vídeos. Ciento sesenta millones de visitas y medio millón de suscriptores. ¿Quién puede decir que eso no es un trabajo, que no es creativo, que no es publicar? Así que yo les decía: Publicar es hacer algo público, por lo tanto, si mi libro Mucho cuento ha sido publicado en papel y han vendido 500 ejemplares, y en el canal de Youtube ha tenido medio millón de visitas, ¿dónde ha sido publicado, o más publicado y publicitado? La diferencia es tan grande, que la duda desaparece. En Youtube, maestro, en Youtube.

¿Me engañaba? ¿Me sigo engañando? Pues no lo sé. Es posible. Casi que da lo mismo. Todos nos pasamos la vida dándonos la razón a nosotros mismos, justificando nuestros actos, exagerando nuestras hazañas, poniéndonos medallas, que dice la Nena.

Buceo por internet, y me encuentro con que Germán Sánchez Espeso no ha muerto, aunque tiene 82 años, y que ha escrito, bueno se la ha escrito una tal Anabel Sainz Ripoll, que recuerdo que fue alumna mía del Taller, una biografía hagiografía, que ni los santos se la hacen así. Él es el más chachi, el que mejor escribe, el que más ha viajado, el que más sabe de religión, yoga, cultura clásica, latín, cine, sexo y técnicas narrativas. Ahí queda eso. Pues claro, ¿para qué te vas a amargar los últimos días o últimos meses de tu vida? Pues para nada. Tú eres lo más de lo más, y te mueres tan contento, Germán. Y el que venga detrás, que se busque la vida.

Al mismo tiempo sale en cine, en Netflix, la película Blonde, con Ana de Armas haciendo de Marilyn Monroe a partir de una novela de Carol Oates Joyce. La ponen a parir, porque, a lo que dicen, Santiago García Clairac y otros, muestra una Marilyn rota, perdida, golpeada, maltratada por sí misma. Una biografía de luces y sombras.

Pues yo creo que esas son las buenas. Las de verdad. Yo no quiero una biografía como la de Germán, ni como la de los papas o Teresa de Calcuta, todo bien, todo bien, peace and love, peace and love, sino algo que se parezca más a la realidad. No tiene que haber asesinatos ni violaciones, yo no las he vivido, pero al menos que haya dudas, que haya tensión, misterio, placeres y cabreos, malas épocas, y hasta errores, aunque lo de los errores cada vez me parece que no existen, a no ser que te pegues un tiro en una mano, atropelles a alguien y lo mates, o consigas que tu hijo sea un desgraciado por no hacerle caso, o por hacerle demasiado caso, que a veces se llega al mismo sitio por dos caminos contrapuestos.

Empezamos ayer por la noche a ver la película Blonde, pero era un poco lenta, y nos quedamos dormidos. No sé si le daremos una segunda oportunidad. No es necesario. Tenemos tantas cosas que hacer, que escribir, que planificar de viajes, que vender (la casa).

Nos queda dinero para tres años, según lo que estamos gastando en los últimos diez años. Dentro de tres años tendremos que vender la casa, y marcharnos de alquiler a alguna parte. Bea quiere comprar una casa más pequeña, y más barata, quizá en la península, en Andalucía o Valencia. Yo me apunto más a lo de alquilar, para que la mochila no sea tan pesada, pero reconozco que lo de tener una casa pequeña en un monte, o en un pueblo, o un ático qué sé yo dónde, pues también mola. No se puede tener todo. Si compramos una casa o ático en Alicante, doscientos mil euros, ya solo nos quedarán trescientos mil para gastar. Bueno, quizá dé para ocho años. Trescientos mil entre ocho da a 37.500 euros al año. Puede valer. Con la pensión se pondrá en cincuenta mil al año. Más que suficiente, desde luego. Pero hay que morirse a los 78 años. Bea a los 63. Para mí es tarde, pero para ella es pronto. No sé bien cómo no hacerle la putada de morirme cuando ya quiera morirme, ni cómo hacerme a mí mismo la putada de vivir cuando ya no quiera vivir más. Lo que sí tengo claro es que no quiero que me cuiden, ni Bea ni Elías ni una enfermera tetona. Muerto se está más tranquilo.

Espero haber escrito para entonces todo lo que quiero escribir, por más que sé que eso tampoco es posible. No lo consiguió ni Quevedo ni Umbral, ¿por qué yo sí? A lo mejor esa es la imposibilidad de la escritura, la de la muerte, la fractura, el final del camino. Y casi es peor que a los cuarenta años escribas la obra final de tu vida, como García Márquez con sus Cien años de soledad. ¿Cómo seguir escribiendo después de eso? ¿Cómo escribir después de El Quijote?  No me extraña que Shakespeare se fuera al campo a cuidar ovejas, si ya había terminado Hamlet, Romeo y Julieta, y más, y más, y más.

Aunque casi es peor el medio éxito. Germán Sánchez Espeso, por ejemplo, a los 28 escribe Narciso, gana el Nadal, y después algo, pero poco. Casi nada. Libros descatalogados desde hace décadas. Olvido. Y eso hasta los 82 años que tiene. Le quedan los viajes, eso sí. Y los polvos, digo yo. Y una biografía falsa, de San Sebastián crucificado y cubierto de las flechas de sus enemigos.

Ay, es verdad, que también me leí la biografía de Andrés Sorel, y más de lo mismo. Él solo es la historia, la intrahistoria de España y Europa, la izquierda final, la razón con patas. Venga ya. Un poquito de autocrítica lo hace más creíble. ¿Pero no erais escritores? Joder, ¿pues cómo construíais a los personajes? ¿Cómo se puede mirar hacia afuera si existe una miopía feroz a corta distancia, hacia adentro?

Ni siquiera yo, que de tanto en tanto dudo y hasta me pongo a parir, me creo a mí mismo. Puf, como para creerte a ti, vamos, no me jodas.


 (Continuará)


 


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