Los esqueletos (continuación)
Segunda parte: Kale borroka (de 031 a 033)
031
SER UN POCO gris,
ni del todo bueno ni del todo malo, ni del todo listo ni del todo tonto, es lo
normal. Es lo que nos toca, lo que deberíamos aceptar y disfrutar. Nunca del
todo, claro, hay que seguir con las eternas medias tintas. El más listo solo
puede ser uno, de entre los siete mil millones de habitantes del planeta. Y el
más tonto, en el otro extremo, solo puede ser otro. Juraría que son hermanos
gemelos. Los demás nos amontonamos por las medianías infinitas, navegamos por
la inmensidad innumerable, felices de no tener esas certezas abrumadoras que
tienen que soportar el más tonto y el más listo.
Alguna vez les
he dicho a mis alumnos, mientras me lo decía a mí mismo, que nadie puede
escribir la novela perfecta, definitiva, total. Afortunadamente. Porque eso
sería un sinónimo de la muerte de la escritura, su aniquilación. Los escritores
tendríamos que cambiar de oficio, o suicidarnos. ¿Para qué escribir otra novela
más, si ya tenemos la perfecta? Todas las demás sobran. A la hoguera. Y lo que
se aplica a la novela, se aplica a la vida. ¿Para qué buscar el camino
personal, vivir la propia vida, si ya sabemos que hay una vida así y así que es
la perfecta? El Listo, quién si no, ha descubierto la Vida Perfecta. Solo
tenemos que seguir la ruta, sin desviarnos, y llegaremos al nirvana, a la
perfección. Lo sé porque lo he leído en el Periódico. ¿Qué periódico? ¿Cómo que
qué periódico? El Periódico, el único. ¿Para qué quieres varios, si ya hay uno
que es perfecto? El director es el Listo, ¿quién si no?
La perfección es
una mentira descomunal, un engañabobos para tenernos sometidos. Y gracias a su
ausencia, recuerda que su presencia es sinónimo de extinción, nos podemos
insultar y maltratar los unos a los otros por torpes, por mediocres, por
defectuosos. No somos perfectos, así que somos prescindibles, torturables,
asesinables. Mira, dos palabras que me acabo de inventar. Torturable: Persona o
animal que adquiere la propiedad de poder ser objeto de tortura.
Y una vez que se
abre la puerta a la mediocridad, a la pluralidad, ya no necesitaremos ser
nuestro padre, ni nuestra madre, ni nuestro hermano mayor. Si ya no es
necesario ser el Number One, si no es
obligatorio escribir La Gran Novela, si podemos cocinar un pollo al curry sin
que sea el mejor pollo al curry del mundo, si podemos vivir nuestra vida sin necesidad
de vivir La Vida Perfecta, entonces estaremos salvados. La fiesta empieza aquí,
nunca es tarde. Quiero bailar rock and roll toda la noche hasta que salga el
sol. Bailando, me paso el día bailando, y los vecinos mientras tanto no paran
de molestar. Dubi dubi du, dubi dubi da.
De pronto he
sentido una liberación, qué tontería, ¿no? Como cuando un niño, asombrado por
no poder creer la suerte que tiene, dice: ¿De verdad que puedo salir a jugar?
Algo así. ¿De verdad que puedo escribir lo que me dé la gana, y no importa, no
me van a suspender, no me van a regañar? Jo, qué suerte, pues empiezo: Caca,
culo, pis. Recuerdo uno de los poemas que más me han hecho reír, no sé de quién
es, pertenece al mundo de los chistes, de autores anónimos. Decía así:
Las rosas son rojas.
El mar es azul.
No sé rimar.
Tu madre es una puta.
Almendras.
Y después de
“almendras”, la carcajada. No lo escribí yo, ya me hubiera gustado. Para
gustos, los colores, y a mí este poema, o micro-meta-poema, me fascina. Sé que
nunca saldrá en las antologías de la poesía, ni de la crítica, y de la
deconstrucción, porque es un tiro en la frente a todas esas bellas artes, pero
lo prefiero con mucho al “Volverán las oscuras golondrinas de tu balcón sus
nidos a colgar”. Que sí, que es otro siglo, lo sé, que no se pueden comparar en
frío textos separados más de cien años entre sí, a no ser que sea para
establecer analogías o cronologías, de acuerdo, pero ahí lo dejo. El que quiera
coger peces, que moje el culo.
032
Salí de la
universidad antes de lo previsto, antes de lo previsible. No es que me echaran,
que no me echaron, sino que no podía pagarla, y no porque fuera cara, que en
1975 y con el carnet de Familia Numerosa de Honor, al ser diez hermanos, la
matrícula en una facultad de Letras era poco menos que gratis. Las tasas, y
creo que ni eso. Hasta tenía descuento en el autobús F, el que iba de Cuatro
Caminos al Paraninfo, o de Moncloa a Filosofía B. Sin problemas ahí, pero lo
que no podía pagar era el alquiler de una casa, de un piso. De golpe había sido
expulsado del Paraíso familiar. “La última paga, la de principios de
septiembre, fue la última”, me dijo mi padre en el saloncito de la calle
Teruel, donde compartía piso con Jorge. Y yo ni siquiera protesté. Me pareció
lógico. Yo ya tenía 20 años, y aunque fuera menor de edad en esa época, con
Franco aún agonizando en El Pardo, y Carrero Blanco convertido en meteorito dos
años antes, en la calle Claudio Coello, así que independizarme a golpe de
decreto paternal no me parecía una barbaridad. Yo no colaboraba, y sostenía que
mi relación con Deme no era negociable, no iba a dejar de estar con ella, ni
tampoco iba a casarme. Ni tan siquiera iba a decir que me había casado, aunque
no me casara, solo decirlo, para que los amigos de mis padres, los marcianos,
si preguntaban, les pudiera decir que Enrique se casó, casi en secreto, sin
invitados, ya sabes cómo son los chicos ahora, que hacen las cosas a su manera.
—¿Qué le digo yo
a Paco Arredondo si me pregunta que qué es Deme de Enrique? ¿Le digo que es una
amiga?
—Vale. Deme es
mi amiga. Mi mejor amiga. Me parece bien.
—Ya, pero es que
parece que es más que una amiga —me contestará Paco—. Si no están casados,
entonces eso debe de ser un ayuntamiento, un concubinato.
A mí me dio la
risa. Lo siento por mi padre, al que le tuve siempre mucho respeto, pero creo
que en que en aquel momento lo debió pasar mal en esa conversación de hombre a
hombre.
—Ayuntamientos
democráticos —le dije. Era el grito que se oía cada día en la calle.
Se quedó
callado. Me dio pena. Aún lo recuerdo. Recuerdo que me dio pena. Yo tenía 20
años, la sangre me bullía como a Serrat en “Ara que tinc vint anys, ara que
encara tinc força, que no tinc l'ànima morta, i em sento bullir la sang”; y él
tenía 55 años, muchos menos de los que tengo yo ahora mismo, cuando escribo. Es
un absurdo. Recuerdo que en aquel momento seguí:
—Yo no tengo
problemas para decirle a mis amigos que Deme es mi amiga, mi novia, mi mujer,
mi amante, mi concubina y mi ayuntamiento, y que ni estamos casados ni nos
casaremos nunca. A ellos no les importa, y a mí tampoco —le dije. Y era verdad.
Luego dije algo
que durante mucho tiempo me arrepentí de haber dicho, y no porque mi paga
semanal, el único ingreso que tenía para vivir, fuera a desaparecer, por raro
que parezca ni se me pasó por la cabeza que eso fuera a ser un problema alguna
vez, sino porque creo que fui cruel y soberbio en la siguiente parrafada que le
solté:
—Pero si tú
necesitas decirle a tus amigos, a Paco Arredondo, a los Laorden, a los Del Pozo,
a los Sánchez Vega, que Deme y yo estamos casados, que no vivimos en pecado, y que
escogimos una ceremonia íntima, privada, como hacen estos chicos modernos de
hoy en día, puedes hacerlo. Te prometo que nunca lo voy a desmentir delante de
ellos, entre otras cosas porque hace ya tantos años que no los veo a ninguno de
ellos, desde que era niño, que no los reconocería ni aunque estuvieran sentados
delante de mí en un restaurante.
Supongo que fue
una humillación para mi padre, que su hijo de apenas 20 años tuviera la frente
tan alta, con el orgullo y la soberbia tan insobornables, tan insoportables.
—Bueno, pues ya
está. Ya lo he dicho —dijo, con voz nerviosa, devorado por las dudas.
Se levantó, nos
dimos un beso de despedida y salió del pequeño apartamento de Cuatro Caminos de
regreso a casa.
Él cumplió su
promesa, y juro que yo jamás se lo reproché. De verdad que ni siquiera lo
pensé. En algunas ocasiones me pareció que, de modo comparativo, conmigo habían
sido más severos que con Jorge, o Zalo, o cualquiera de mis hermanos mayores.
Ninguno había sido desheredado en vida a los 20 años, a ninguno se le negó la
manutención, aunque llegaran a los 30 años comiendo la sopa boba. Y lo curioso
es que yo no sentía envidia de ellos, de sus privilegios, de su paraguas. Al
contrario, me parecía que no habían sabido independizarse de nuestros padres,
no sabían vivir su vida sin ir cogidos de la mano, sin la teta nutricia de mamá
cerca de sus labios. No era exactamente un sentido de superioridad lo que yo
sentía con respecto a ellos, sino una especie de compasión, de lástima por lo
que pensé que se estaban perdiendo al seguir aferrados al cordón umbilical de
nuestros padres: la libertad total, la autonomía, la independencia personal. Lo
sigo pensando, aunque no con la ferocidad y la nitidez de entonces. Ahora creo
que perdieron algo, y que ganaron otras cosas. Y sé también que yo gané mucho,
y también que perdí mucho, y no digo la parte económica, que me sigue
pareciendo que es la de menor importancia, sino con respecto a los afectos, a
la distancia, a la confrontación con ellos, tan distintos a mí, y por ello tan
necesaria para no convertirme en un talibán, en un burro con orejeras, en un
autoconvencido de mis propias verdades y mentiras. Hubiera necesitado seguir
profundizando en los miedos de mis padres, y enfrentarlos a los míos. Desnudar
sus mentiras, y descubrir que no eran tan distintas a las mías.
En aquellos
momentos, 1975, yo no sabía lo que mi padre callaba su gran secreto. Ni
siquiera lo imaginaba. Lo supe muchos años después, cuando se le escapó de la
boca, a los 80 años, mientras merendábamos en la casa de Santander, en la calle
Luis Martínez. Hablábamos de sus padres, nuestros abuelos, antes de la guerra.
Del primer marido de su madre, el padre de su hermanastro Luis Calero.
Tratábamos de encajar fechas, sin mala intención, soñando e imaginando a los
abuelos que no habíamos conocido ninguno, cuando de pronto Nacho preguntó:
—Pero, entonces,
¿en qué año murió el primer marido de Belamen, tu madre?
—No lo sé. No me
acuerdo. Yo era muy pequeño —dijo mi padre.
Y nos quedamos
todos con la taza de café suspendida en el aire, callados de modo fulminante.
Mi madre tosió y se revolvió en la silla. Ella también se había dado cuenta.
Las cuentas no cuadraban. No habían cuadrado nunca. Ella lo sabía, lo supo
siempre. Mi padre nació en 1917, y puede que fuera muy niño a principios de los
años 20, no ya en la década de 1930, con la República. Así que cuando nació mi
padre, sea como sea, se cuente como se cuente, su madre estaba casada con otro.
Fue un hijo ilegítimo. Hijo del amor, se decía antes. Su madre se fugó a
Melilla con su padre, y dejó a su marido en la península. Y vivió con su amante
hasta que su marido legal murió, y entonces ya pudo casarse con nuestro abuelo,
el padre de mi padre.
Una infancia de
niño ilegal, nacido del adulterio, en la década de los años 20 del siglo
pasado, y una adolescencia en la década de los 30, con la República durante
apenas tres años, y luego Franco, inflexible, que llegó a quitarle el apellido
de su padre y obligarle a llevar el del primer marido de su madre, porque
cuando él nació, Belamen aún estaba casada con Calero. La partida de nacimiento
que mostraba la bastardía de mi padre estuvo escondida bajo llave en el cajón
de su mesilla durante más de siete décadas. Soy el hijo de un bastardo, y hago
bien en estar orgulloso de mi origen, de mi abuela adúltera y de mi abuelo
insumiso y anticlerical.
Mi padre fue un
hijo ilegítimo a principios el siglo XX. Imposible de ocultar, imposible de
disimular. ¿Cuántos insultos y humillaciones tuvo que soportar a lo largo de su
infancia? ¿Y en el Instituto de la calle San Bernardo? ¿Era por eso por lo que
su padre, jubilado con mucha anterioridad a la fecha que le correspondía, iba a
buscarlo cada tarde, para acompañarlo a casa, cerca de la plaza de Ópera? ¿Me
estaba tratando de proteger a mí, cincuenta años después, para que no viviera
el infierno que él había vivido? ¿Por eso quería que me casara, que no viviera
en pecado? ¿Estaba intentando proteger a mi hijo Elías, que ni siquiera había
nacido, y que todavía tardaría cinco años en nacer? ¿Aún tenía las cicatrices
de los insultos y los escupitajos de los compañeros abusones en la cara? ¿Cómo
no prevenirme de un posible infierno?
Pero cuando
Elías cumplió 15 años, veinte años después de la escena anterior, mis padres un
día vinieron a verme a casa, la de la Plaza del Dos de Mayo de Madrid. Les puse
un café y galletas. Les regalé mis primeros libros publicados. Los llené de
besos y abrazos, y los abrigué bien con las bufandas antes de que salieran de
nuevo a la calle. Estaban viejitos ya, y de verdad que no había nada de
resquemor contra ellos. Yo había conseguido levantar mi vida a partir de los
20, sin su ayuda pero bajo su mirada atenta, constante, y la ayuda de todos mis
hermanos, sin excepción. No tenía deudas pendientes. Pero mi padre creyó que
sí. Él sí tenía una deuda consigo mismo, y me hizo llorar, por primera vez en
muchos años. Ya en el portal, remoloneando, encontró las fuerzas para decirme:
—¿Te acuerdas de
que dejamos de ayudarte, de pagarte los estudios, de mantenerte hace ya muchos
años, cuando empezaste a salir con Deme? Mucho antes de que naciera Elías,
claro.
—Sí, claro. Me
acuerdo —dije.
—Pues me
equivoqué. Nos equivocamos. No debimos hacerlo. Me arrepiento de eso, y quiero
que lo sepas. Necesito que me perdones —me dijo mi padre, indefenso.
—Eso está
olvidado. No tienes que pedirme perdón. Hiciste lo que pensaste que era mejor
para mí. Sé que no fue para hacerme daño. No necesito perdonarte, porque no
hiciste nada que necesite perdón. Cada uno hace lo que puede, con lo que tiene
y con lo que sabe. Tú tampoco sabías cómo me iba a ir a mí. Me desperté, crecí
y fui feliz. Dame un abrazo.
033
NO SÉ CUÁNTA violencia
interna sufrió mi padre al decirme, a mis 20 años, que no contara con su apoyo.
Él se había quedado huérfano a los 18 años, a punto de cumplir los 19, el 17 de
julio de 1936. El día anterior al comienzo de la Guerra Civil, por eso lo
recuerdo, lo contó mil veces. Su padre fue a Correos a poner un telegrama de
pésame a su prima hermana Olimpia, de Garachico, Tenerife, donde yo vivo ahora,
casi cien años más tarde. En la cola de la oficina de correos, con el telegrama
en la mano, le dio un infarto al corazón y se murió al instante. Franco, en ese
momento, volaba de Tenerife a Madrid para iniciar una guerra de tres años que
dejaría un millón de muertos, la décima parte de la población española, una
juventud arrasada, descuartizada, enterrada en las cunetas de todas las carreteras.
Mi abuelo murió cuando mi padre tenía casi 19 años, le faltaban 15 días para su
cumpleaños, y a mí me exiliaba de su paraguas cuando yo tenía 20 años. ¿No tuvo
un calambre en el estómago? ¿No se vio a sí mismo reflejado en mí, no vio a un
huérfano duplicado? ¿No se acordó del abandono de su propio padre, de cómo ya
nunca más podría volver a contar con él? Creo que no. Pudo haberlo pensado, y
tal vez por allá abajo, en el inconsciente, se vio a sí mismo huérfano, a las
puertas de una guerra que Franco empezaba en aquellos momentos. Yo, por mi
parte, sin saberlo tampoco, estaba punto de enterrar a Franco, el mismo Franco
que nacía a la guerra mientras mi abuelo moría, que sustituyó a mi abuelo, al
padre de mi padre, que hizo de padre inflexible de todos los españoles durante
cuarenta años. Franco, el padre cabrón, el padre abusador, el padre nacional
que torturó y anuló la libertad de todos los españoles, estaba muriendo en esos
momentos, en 1975, le quedaban apenas dos meses de vida, cuando mi padre me rechazó,
me echó de casa, me quitó el pan de la boca. ¿Mi padre se identificó con Franco
entonces? ¿Imitó sus gestos, su comportamiento? ¿Decidió lanzar a su propio
hijo a una nueva guerra, la guerra por la supervivencia, mientras me quitaba el
pan y las armas necesarias para enfrentarme a ella? Visto así parecería una
crueldad, una maldad terrible, un filicidio. ¿Quién puede matar a su propio
hijo? Mi padre no. Nunca. Antes habría entregado su vida.
No quiso hacerme
daño, no quiso dañarme. Al contrario: quiso protegerme. Eso quería. Los
fantasmas de su infancia de hijo ilegítimo, acosado por las leyes y las normas,
apedreado por los dueños de la moral reinante, no tuvo más remedio que
amenazarme con la expulsión del Paraíso, pero no para dañarme, no para castigarme,
sino para forzarme a regresar al camino correcto, para torcer mi voluntad y
regresarme al redil, a la seguridad, al pesebre de casa, al paraguas de la
familia. Pensó que no podría sobrevivir en ese mundo agreste y ajeno, ese mundo
violento que amenazaba una nueva guerra en el momento de morir Franco, una
guerra que yo no podía ganar, que yo no podría resistir. Pensó que volvería,
que pediría perdón y agachando la cabeza volvería a la mesa familiar, al rebaño
familiar. No recordaba que él mismo me había traído de Francia, como regalo por
mi 19 cumpleaños, por favor, por favor, eso es lo único que quiero como regalo,
de verdad, es lo que más quiero, lo que más necesito, jamás me podrás hacer un
regalo mejor que ese, el Romancero de la
Guerra Civil española, editado por Ruedo Ibérico en Francia. Allí encontré
los versos de Miguel Hernández que fueron un mantra, una guía para mi futuro:
Nunca medraron los bueyes
en los páramos de España.
¿Quién ha puesto al huracán
jamás ni yugos ni trabas,
ni quién al rayo detuvo
prisionero en una jaula?
Los bueyes doblan la frente,
imponentemente mansa,
delante de los castigos:
los leones la levantan.
Pude con ello.
Me ayudaron mis hermanos, y mis amigos. With a little help
from my friends. Pero
sobre todo fue mi cabezonería. Mi padre me quitó la paga. Pero ni él ni yo
sabíamos que lo que estábamos quitando de verdad era otra cosa, era mucho más,
era más doloroso: los afectos, el contacto, los abrazos. La comida la encontré
por muchos sitios, fue divertido, incluso. El juego de la supervivencia, el
juego de no necesitar tu ayuda. Una vez Deme y yo compramos tres kilos de
hígado de cerdo en una carnicería porque estaba baratísimo. Una ganga. Comimos
hígado encebollado durante dos semanas. No nos importó. ¿Cómo viajar sin dinero
de Barcelona a Madrid, ida y vuelta, para seguir examinándonos de las
asignaturas que nos faltaban para terminar la carrera de Literatura? Pues
haciendo autostop. Decenas de viajes en autostop, a la salida de las
gasolineras, en las largas rectas a la salida de los pueblos, con una cartulina
rotulada: A Zaragoza. A Madrid. A Zaragoza. A Barcelona. El autostop no existe
ya, hace décadas que desapareció, pero de 1975 a 1980 Deme y yo hicimos miles
de kilómetros en autostop, en camiones, en coches, en furgonetas, y hasta en
moto. Casi siempre juntos, pero algunas veces por separado, qué remedio. Deme
siempre llegaba antes, a ella la cogían con más facilidad que a mí, ella era
guapa, y yo barbudo. Ella corría más peligro sola, también lo sabíamos los dos,
pero en ocasiones tuvimos que arriesgarnos. Es un mundo que desapareció, que ya
no existe, y aunque era un mundo violento, al mismo tiempo era solidario,
infantil, generoso. Debería darme a mí mismo tres collejas por cada vez que
ponga tres adjetivos seguidos, por Dios, mira que te lo tengo dicho: no abuses
de los adjetivos. Con uno basta, y la mayor parte de las veces, ni uno. El
sustantivo debe ir mondo y lirondo, desnudo, afilado y mortal. Ya lo has vuelto
a hacer, tonto del haba. No sé qué hacer contigo, la verdad.
Deme incluso
tenía una beca de estudios para la universidad. Eran también familia numerosa,
y su padre trabajado de oficial de tercera en Marconi. Nunca vimos el dinero.
Se lo ingresaban en la cuenta de su padre, y nunca se nos ocurrió pedirle nada.
Era impensable. Ellos también lo necesitaban, Deme tenía muchos hermanos
pequeños, no íbamos a tocar ni un céntimo. Antes nos hubiéramos cortado la
mano.
Los bueyes mueren vestidos
de humildad y olor de cuadra:
las águilas, los leones
y los toros de arrogancia.
No sentíamos
arrogancia entonces, lo juro. No nos creímos mejores que nadie. No lo éramos.
Pero ahora, al mirar hacia atrás, tengo que reconocer que me siento orgulloso
de aquella lucha, de aquel amanecer.
No sé qué habría
hecho yo en el lugar de mi padre, si las tornas estuvieran cambiadas. ¿Habría
hecho lo mismo? Imposible saberlo. No soy mejor que él, de eso estoy seguro. Es
posible que sea tan parecido a él, que solo de pensarlo me da miedo. Todos
decíamos que el preferido de mi madre era Coke. El que estaba destinado a ser
cura. El santo. El que nos iba a enchufar en el cielo, una vez muertos todos.
Aún estamos a tiempo, no hay que perder las esperanzas. Pero cuando le
preguntábamos a mi madre, o nos preguntábamos entre nosotros, que cuál era el
preferido de nuestro padre, nos quedábamos con la duda. No estaba claro. No nos
prefería a ninguno. Nos ignoraba a todos por igual. Éramos todos unos
desconocimos, ruido de fondo. Pero, luego, por lo bajini, alguno, o mi madre,
decía:
—Enrique. Él es
el preferido.
Y yo miraba
perplejo.
—No me jodas. ¿En
serio?
Y Nacho decía:
—Sí. Tú te
colabas a gatas en el despacho desde los dos años, en Goya 118. Te metías
debajo de su mesa, y te quedabas dormido allí, a sus pies, y él no te echaba.
—Sería porque no
se había dado cuenta de que estaba allí —protestaba yo.
—¿Que no se daba
cuenta? Tú eres tonto. Anda, vete por ahí —y me daban una colleja. Qué menos.
¿Algo que te
sucede en la infancia, en la juventud, condiciona lo que eres y lo que haces
cuando ya tienes 55 años? Todos los psicólogos dicen que sí. Ninguno lo duda.
No es que estemos predestinados, que tengamos que ser asesinos o borrachos
porque nos quitaron la teta demasiado pronto, pero hay una influencia, una
tendencia, un imán que nos lleva hacia allí. No es la única influencia, claro
está. También está nuestra voluntad, nuestra soberbia, nuestros genes, nuestros
amigos, nuestras lecturas, nuestras novias, nuestros accidentes, nuestros
triunfos y fracasos. Yo soy yo y mis circunstancias,
que decía Ortega y Gasset. Cómo le gustaba Ortega a mi padre. Lo adoraba. Todos
sus libros de tapas amarillas editados por El Arquero. Ortega y Spinoza. Los
únicos libros que no eran de hormigón armado o pretensado dentro de su
biblioteca, en el despacho. Y un ejemplar de Platero y yo también. Pero lo de Ortega era tan persistente que
llegué a memorizar alguna de sus frases más recurrentes en las discusiones con
mi padre. Cuando se sentía acorralado, y yo le mostraba analogías que
desmentían sus afirmaciones, él decía: Todo
pensamiento desviado de la ruta mental que a él conduce, isleño y abrupto, es
una abstracción en el peor sentido de la palabra, y como tal, ininteligible.
Que yo haya memorizado esa frase, que aún la recuerde, no es anecdótico. No
pertenece al azar de la memoria. Ese era el espejo que mi padre colocaba
delante de mí, para que me mirara en él. Ahora, por las mañanas, cuando me miro
en el espejo, lo veo. Está ahí. Se afeita conmigo. Se cepilla los dientes
frente a mí. Se toca la papada, preocupado, y se echa un poco de linimento
Sloan, o Floïd, para después del afeitado, pero con otro nombre.
Mi padre está
muerto. Lo incineramos hace doce años, y lo metimos en un nicho junto a mi
madre en el cementerio de Santander. Se equivocó una vez, creo que se equivocó,
pero yo lo echo de menos. No puedo acusarlo, no puedo regañarle, no tuvo la
culpa. Me pidió perdón, y ahora está muerto. No buscaba el perdón por los
abrazos que nunca me dio, él no sabía darlos, también era huérfano, nunca aprendió,
nadie se lo enseñó, porque su padre se murió demasiado pronto, demasiado
pronto, siempre es demasiado pronto, y lo dejó sin el escudo de los abrazos
necesarios, alexitímico, como todos nosotros, como todos sus hijos, mis
hermanos y hermanas, que nunca aprendimos a manejar ni manifestar nuestras
emociones. Desheredados de los besos de nuestro padre ausente, de nuestro padre
de labios de hormigón, de cemento armado. Huérfanos de padre mucho antes de que
él muriera, huérfanos de padre desde antes de nacer cualquiera de nosotros.
Huérfanos todos nosotros, mucho antes de ser concebidos, desde 1936, desde que nuestro
padre se quedó huérfano a los 19 años, antes de la Guerra Civil y de los
bombardeos en los que conoció a nuestra madre.
Por cierto, se
me olvidó contar que terminé de leer la novela Gambito de Dama, y que mis temores se hicieron realidad: la
protagonista, Beth Harmon, deja las drogas y el alcohol, gana todos los
torneos, vence al ruso Borgov sabelotodo en Moscú, recupera a todos sus amigos,
se reencuentra con su novio y con su amiga de la infancia, y todo le sale a
pedir de boca. Bingo. La vida no es así, por supuesto que no, pero después de
terminar una historia así uno ya se puede ir a cenar con la conciencia
tranquila, sin preocupaciones, porque la chica huérfana ha triunfado y va a ser
feliz a partir de ahora. Todo ha salido bien. Estamos contentos. Cenemos, y con
el estómago lleno, la felicidad será completa.
No es mi padre
lo que importa. Podría estar hablando de la ruptura con mi primera novia,
Maytechu mía. O de la vez en que me enfadé tanto con Elías que empecé a
insultarle sin control. O de cuando me sentí traicionado por Marisa, y las
piernas no me sostenían. O de cuando protesté tanto ante la encargada de un
hotel en Bangkok, que se le saltaron las lágrimas. Yo no me siento orgulloso de
todas las cosas que he hecho en mi vida. Y creo que no voy a intentar
recordarlas todas ahora, qué agotamiento. Agua pasada no mueve molino, y no sé
de qué me va a servir hacer un examen de conciencia y dolor de corazón a estas
alturas. El catolicismo y los remordimientos son cancerígenos. No, no he sido
un exterminador de los Balcanes. Nunca maté a nadie, excepto en el papel. Nunca
humillé a nadie, al menos de modo consciente. Nunca le pegué a nadie. Siempre
fui un blandengue, un cobarde sin puños, sin los dos cojones que hay que tener
para darse de hostias con otro, para eso vinimos al mundo, para sacudirnos. No,
no he sido malo. Ni bueno tampoco. Ni generoso, ni egoísta. Un tipo gris, de
los del montón. Un amontonado. Eso le digo a Bea, y ella dice que no, que para
nada, que yo soy muy especial, que soy la leche. Y además, guapo. Pero sospecho
que Bea es un público cautivo, está comprada, juego en casa, con ventaja. Habrá
que preguntarle a Basilio, y verás como la cosa cambia.
(Continuará)
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