Los esqueletos (continuación)
Segunda parte: Kale borroka (de 034 a 037)
034
NO
PUEDO SABER cómo fue la infancia de mi abuelo. Imposible averiguarlo. No creo
que siquiera mi padre pudiera saberlo. Mi padre nació en Málaga, y no porque
hubiera nadie allí de la familia. La abuela y el abuelo, los adúlteros, vivían
juntos en Melilla. Él era oficial del ejército, a cargo de la intendencia, y
cuando ella se puso de parto, en 1917, puede que no hubiera ningún hospital
fiable en Melilla, o porque tuvieran que ocultar la vergüenza, qué sé yo, el
caso es que mi abuela dio a luz en Málaga, y no en Melilla, por pura
casualidad. Mi padre tiene de andaluz lo que yo de campesino vietnamita. No
puedo saber qué heredó mi abuelo, en cuanto a taras mentales, quiero decir. Del
otro abuelo, el materno, digo lo mismo. NPI. Y casi, si me aprietas las
tuercas, tendría que decir que no sé apenas de la infancia de mis hermanos, a
pesar de estar a mi lado, junto a mí, durmiendo en la cama de al lado, durante
toda la infancia, o buena parte de ella, las suyas y la mía. Y digo que no sé
porque, a pesar de estar allí, a pesar de compartir juegos y bofetadas,
veraneos, meriendas con mis tías, y construcción de vías de tren los domingos,
no supe de verdad lo que pensaban o lo que sentían. Todos fuimos un poco
autistas, como mi padre, los hombres no lloran, nena el último, y hasta la
Nena, mi hermana, corría como todos los demás para no ser nena. ¿A qué iba a
jugar si no la pobre? Tenía todas sus muñecas decapitadas, y del lugar de donde
deberían arrancar los brazos, salían piernas incrustadas de otras muñecas, o
piezas de mecano. Su cajón de muñecas era un muestrario de monstruos deformes,
Frankenstein en todas sus vertientes, gracias a las visitas que le hacían mis
hermanos, deformadores de muñecas por vocación, cirujanos del terror.
Pero
no eran malos. De verdad que no. Eran simples supervivientes, como yo.
Aprendimos los unos de los otros, a mordiscos, como los cachorros de lobos en
una misma camada. Iba a escribir que a besos y mordiscos, pero no, solo a
mordiscos. Los besos no existían. Ni los abrazos. Si te habías pillado los
dedos con la puerta, llorabas, y aguantabas las burlas, llorica manteles, tres cuartos me debes, si no me los pagas llorica te
quedes. Salud te daba un beso en la frente y un vaso de agua, y hala,
vuelta al ruedo, a la selva, al cuarto de juegos. Mis hermanos no me
maltrataron, o al menos no más que a ellos mismos. Es más, como yo era de los
pequeños, con Jaime, en realidad ellos fueron mi padre putativo, en ausencia de
mi padre. Todos nos convertimos en padre plural de todos, ellos fueron mi padre
multiplicado, siete padres simultáneos que se movían en un calidoscopio,
jugando a desaparecer y aparecer detrás de cada hexágono, o triángulo, o lo que
sea que aparece en los calidoscopios. Podía seguir su modelo, o cualquiera de
ellos. Para eso tenía varios, podía escoger. No tener padre, o tener un padre
ausente, no es bueno. No puede ser bueno. Aunque depende, porque si te toca un
hijo de puta por padre, más vale que esté ausente, que no esté, que se muera.
Pero no tener padre, y que te pongan de sustituto a siete hermanos mayores,
cada uno de ellos buscando su propia identidad, buscado diferenciarse de los
demás, ser algo o alguien distinto del montón, de los amontonados, tiene
algunas ventajas. Ya he dicho que podía escoger a cuál parecerme. O mejor aún,
cambiar de padre según mis necesidades o mis fantasías. Un padre a la medida.
Todos distintos, sí, pero con un rasgo distintivo común, un gen familiar,
heredado de nuestro padre: el autismo funcional, la alexitimia.
Y
no sé si al final, en lugar de escoger a este o a aquel como modelo de padre,
decidí quedarme con todos, echarlos al saco, y sacarlos de cuando en cuando a
pasear, de uno en uno, o de dos en dos, o con los miembros y cabezas
intercambiadas, como las muñecas deformes de la Nena. Eso es ser escritor, me
parece en este momento: ser coleccionista de padres, cirujano de fantasmas,
doctor Frankenstein.
Gonzalo
se murió, mi hermano mayor, justo el que estaba por encima de mí, el espejo más
cercano. Pero se murió hace mucho, hace 27 años. Estaba enfermo del corazón.
Enfermo crónico. Yo de diabetes, también crónico. Pero él se murió, y yo no.
Todavía. ¿Sabe alguien lo que duele enterrar a un hermano gemelo, a la imagen
de futuro, al espejo idealizado? Pues mucho, claro. Muchísimo. Igual que
enterrar a un hijo, a tu pareja, tu futuro. Mi padre se murió, el de verdad,
Alfredo, y quince días antes, mi madre. Hace ya doce años. Enterrar a los dos
padres en una misma ceremonia duele mucho. Casi insoportable, pero sobrevivimos
todos nosotros, los hermanos, los huérfanos que inventaron un padre colectivo,
una cofradía de padres autárquicos, cojeando porque siempre nos falta uno,
Gonzalo, que se adelantó a todos. Heridos ya en este maratón de vivir hasta
morir de viejos. Todas mis tías se murieron en los últimos diez años, una tras
otra. Mis tíos se habían muerto antes, otros cagaprisas. Parece una cacería, y
la señora muerte va disparando con calma, matando uno a uno. Sabemos que nadie
va a sobrevivir, que todos moriremos. Así es el juego. Ahora Tito, el mayor de
mis hermanos, está a las puertas de la muerte, devastado por el síndrome de
Kleine-Levin, mucho más agresivo que el Alzheimer que mató a mi padre. Tito, el
padre sustituto por derecho, el mayor, el hereu, machomán, el mejor narrador de
la familia, el aviador, el que nos ponía a todos firmes en el pasillo a
cinturonazos, el que heredó hasta el nombre y la profesión de mi padre, mi
padrino de bautismo, a punto de morir. ¿Qué es un padrino? ¿No es el que hace
de padre en ausencia del padre? Pues ya tiene cojones, la puta manía esta que
tiene la muerte de cargarse a todos los padres que se ponen en mi camino. No
quiero más padres, que ya no me caben en el cementerio. Me tenéis hasta los
huevos.
035
Elías
se casó con Raquel, una compañera del Instituto Lope de Vega un poco mandona.
Como su madre. Como la madre de Elías, quiero decir, Deme. Buscar una novia que
se parezca a tu madre tiene sentido, es frecuente, ya sabes de qué pie cojea,
te ofrece abrigo y protección, como la propia madre, y se cumple el mandato de
Edipo de casarse con su propia madre sin que los tribunales tengan nada que
objetar. Y yo tampoco. ¿Cómo va un padre a protestar porque su hijo se case con
un calco de su madre, si hasta el mismo padre se enamoró de la madre muchos
años atrás? Vale, puede haber un problema de celos en el caso de que el padre
se encapriche también de la segunda madre, más joven, la nuera, y no digamos si
le echa polvos, como en la película Herida,
de Luis Malle, con Jeremy Irons y Juliette Binoche follando como
conejos a espaldas del hijo, pero este no es el caso. Cuando Elías se casó con
Raquel yo ya no estaba con su madre, ni con la siguiente, sino con Bea, y que
Elías tuviera una novia como Raquel no me dio ninguna envidia. Quita, quita.
Digo
que Raquel es muy mandona, y eso no me gusta, pero como no es a mí al que le
tiene que gustar, pues no me importa. Es más, me alegro por Elías, porque a él
sí le gusta. Eso espero. Lo que no llevo tan bien es que Raquel trate de
mandarme a mí. Ya ves tú. Si ni Franco ni mi padre pudieron conmigo, imagínate
lo que puede hacer Raquel. Yo ni le discuto. Me encojo de hombros. Está muy
bien que busque su lugar en el mundo, que marque su territorio, que afirme su
poder y no dé su brazo a torcer. Pero de ahí a que yo tenga que darle la razón
o que me tenga que parecer bien sus quimeras de educadora contemporánea que apoya
el colecho, el nutricionismo vegetariano, el no dejar que el niño llore bajo
ninguna circunstancia, el convertirse en una madre helicóptero, pues no va a
poder ser. No le daré la razón. Pero como estamos hablando de su hijo, Kiros, y
de Elías, su pareja, pues no necesito discutir. Que haga lo que quiera. Está lo
bastante segura como para no necesitar mi aprobación, menos mal. No es que me
dé igual, sino que su vida tiene que obedecer a sus órdenes, no a las mías. Mis
opiniones, incluso, están de más. No las necesita. No tiene sentido pelear una
batalla que está perdida antes de empezar.
No
me queda claro de si Elías es feliz. Creo que sí. En realidad si tengo alguna
duda, es porque sé que yo, en su lugar, no sería feliz. Yo no podría vivir su
vida, sería un desdichado. Y la tentación, tal vez a la que mi padre cedió, es
la de pensar que si yo no podría ser feliz con su vida, él tampoco lo puede ser.
Y no es verdad. Él puede ser feliz con su vida, e infeliz con la mía; y
viceversa. ¿Cómo sugerirle a Elías que siga mi ejemplo, que piense como yo, si
con eso solo conseguiría hacerle infeliz? En caso de que pudiera convencerle,
claro. Y en caso de intentarlo y no convencerle, se abriría un abismo entre los
dos, un desencuentro, una fractura, parecida a la que tuve yo con mi padre.
Yo
no he sabido ser hijo de mi padre, y no por error, sino por cabezonería y
desconocimiento. Mi padre tampoco supo ser mi padre, y por los mismos motivos.
Ahora también sé que no he sabido ser padre de mi hijo, de Elías. Soy un nuevo
padre ausente, calco del mío. Elías intenta resolverlo, acercarse, pero no
tiene demasiadas habilidades afectivas. Nadie se las ha enseñado. La herencia
familiar, el gen del autismo, es transgeneracional. Yo lo sé. Soy autista, de
acuerdo, pero no soy gilipollas. Me doy cuenta de ello. Por eso hace tres años,
en uno de mis viajes a Madrid, quedé con Elías a solas. Necesitaba decírselo.
No sé si él necesitaba que yo se lo dijera, pero yo sí necesitaba decírselo.
—Mi
padre —le dije—, fue un padre ausente, frío, incapaz de mostrar afectos ni
emociones. Me dejó hambriento de besos y abrazos. No le culpo, no tuvo la
culpa, no supo hacerlo.
—Tu
padre. O sea, mi abuelo —confirmó Elías.
—Sí,
mi padre. Y yo me temo que tampoco aprendí a hacerlo. Creo que he sido un padre
ausente incluso cuando vivíamos juntos. Un padre autista. Esas cosas se
heredan. Y te lo digo porque existe el peligro de que ese virus se lo pases a
tus hijos. Un consejo: No lo hagas. Yo no te he enseñado cómo hacerlo, y lo
lamento, pero procura no repetir ese modelo, repetir el error. Afortunadamente
tu madre es un poco más llorona y besucona, y espero que Raquel también lo sea.
Aprende de ellas, no de mí, al menos en ese aspecto.
No
sé qué pasará en el futuro. Yo no tengo demasiada confianza en el poder de las
palabras, no creo que obren milagros. Una cosa es lo que uno dice, y otra lo
que hace. Creo más en los actos, en los hechos. Puedo decir “Voy a ser bueno” y
ser más malo que la quina. Puedo decir que te quiero, y no quererte. Puedo
decir que te perdono, y no perdonarte. Las palabras mienten, los hechos no. Yo
necesitaba decirlo, decírselo. Que eso obre el milagro de la trasmutación de las
palabras a los actos, lo dudo. Ojalá, pero no creo en los milagros. No me voy a
poner una medalla que no he ganado. Mi necesidad era decirlo, y lo hice. Hacer
en mi caso, en ese momento, era decir. ¿Qué otra cosa podría hacer?
036
Bea
me dice que no escriba mis memorias, que los que escriben sus memorias acaban deprimidos,
y se divorcian, como Isa Cañelles. Puede ser. A mí me da que Isa se habría
divorciado de Germán pasara lo que pasara. Aunque Germán fuera el santo Job,
que lo era. Isa se divorciaría de sí misma si pudiera. Como Lara. Como Tito.
Como Nacho. Como casi todos, que la vida es demasiado larga, todos cambiamos,
nuestras parejas también, y un día nos damos cuenta de que esa persona que está
a nuestro lado no es la que era antes, y que nosotros tampoco, y que no nos
soportamos más. Adiós muy buenas. Y yo le digo a Bea que no, que cómo se le
ocurre, que ni de coña voy a escribir mis memorias. ¿Para qué? ¿Para deprimirme
y divorciarme? Pues no quiero, a mí no me pillan en otro divorcio. Me niego a
vivirlo. No es negociable. Mi objetivo en esta vida, el punto final, es morir
por mi propia mano, y será el día, la hora, el lugar y el modo que yo elija, no
el que elija el destino, ni Dios, ni los médicos. Y si hay amenaza, o aviso de
divorcio, lo adelanto. Eso ya lo viví. No quiero otro. Te lo dejo a ti que lees
estas líneas, hala, que te aproveche. Yo ya estoy servido.
Pero
lo cierto es que en este hilo de palabras deslavazadas, hay recuerdos, hay
memorias. Vaya que sí. Lo que no sé es por qué aparecen unas, y no otras. No sé
quién hace la selección. Yo no. Y si soy yo, porque no veo a nadie más rondando
por aquí, así que debo de ser yo, entonces no sé qué método estoy usando. ¿Por
qué me acuerdo de mi nuera Raquel, y no de mi prima Esther? ¿Por qué Isa
Cañelles, y no Barsén Valdecantos? ¿Por qué los muertos, y no los que van a
morir? ¿Por qué las pequeñas agonías, y no los orgasmos?
Cuando
hablamos de argumentos, a mis alumnos les digo que una historia en la que el
protagonista tiene una infancia feliz, le va bien en el colegio, encuentra una
novia que le quiere, tiene trabajo e hijos estupendos, y envejece feliz con
todos sus sueños cumplidos, como proyecto de vida es una maravilla, pero como
proyecto de novela es una mierda. Eso no hay quien se lo trague. Sería tan
soporífera como una sesión de diapositivas de una luna de miel de los hijos del
vecino, comentadas al detalle por dos novios sosos. Ni con cinco rayas de
cocaína, te lo digo yo. ¿Por qué me acuerdo de lo que me acuerdo, entonces? ¿A
dónde quiero llegar? ¿Qué me quiero decir? ¿Qué estoy escondiendo? ¿Qué estoy
callando con tanto hablar, con tanto pavoneo de arriba abajo, como una Drag Queen que se hace la ofendida?
Empiezo
a sospechar de mí mismo. Esto no puede ser trigo limpio. Seguro que debajo de
esa capa de pintura está el óxido. En el fondo de la caja, más allá de las
fotos de la Primera Comunión y las postales de aquel viaje por Marruecos, están
escondidos los cadáveres, las pulseras de las niñas degolladas, las acuarelas
de los niños enterrados vivos, todas las vidas crueles que hemos vivido y
olvidado, que nos negamos a recordar, que nunca reconoceremos como propias,
aunque nos enseñen las fotos, las evidencias.
Buscando
en otros cuadernos antiguos, me encuentro con cuatro argumentos más, que nunca
desarrollé:
·
Siguiendo los consejos de un fantasma, Gato, hermano pequeño de Bárbara, tira
su bicicleta por un acantilado.
·
El sargento Mendoza, padre de Bárbara, deja a un lado su fusil y camina directo
y sin intención de esquivar las balas hacia las trincheras enemigas.
·
Andrea, hermana mayor de Bárbara, está quemando, bajo un ciprés, una baraja de
cartas de tarot.
·
Bárbara acepta volver a salir con Juan Carlos, pero media hora antes de la cita
se rapa la cabeza al cero.
Kenzaburo
Oé, el Premio Nobel japonés, tiene un cuaderno con las ideas y argumentos que
se le fueron ocurriendo a lo largo de los años. Sobre todo cuando era joven. Dice
que desde hace ya varias décadas no tiene nuevas ideas, pero desarrolla las que
tenía guardadas en esa cajita de memorias. Si yo hiciera lo mismo tendría que
vivir unas cuantas vidas más, porque me faltaría tiempo. Tengo unos pocos
libros publicados, apenas seis novelas cortas, y dos sin publicar, pero
terminadas. Pero hijos no natos, abortos, hijos que jamás nacieron pero que ya
incluso tenían un nombre asignado. Ah, de esos hay unas cuantas decenas. A
veces veo los renacuajos chapotear en el agua sucia de la memoria, y me acuerdo
de ese poema que me gusta tanto, Mi
monstruo favorito, de Luis Alberto de Cuenca:
Qué va a pasar cuando
mi novia sepa
que no puedo vivir sin
tus pseudópodos,
sin tu horrible humedad
en mi bolsillo.
Qué va a pasar cuando
descubra un día
las huellas de tu baba
entre mis dedos,
y empiece a hacer
preguntas, y la rabia
y los celos se agolpen
en sus ojos,
y yo confiese al fin
que la he engañado
contigo, y que no puede
comparársete,
y le enseñe orgulloso
el agua sucia
donde se reproducen
nuestros hijos.
Qué va a pasar cuando
no entienda nada
y nos denuncie a
Sanidad.
DICEN
QUE LA escritura enloquece. Que no hay más que ver la cantidad de escritores
que se han vuelto locos, que ha enloquecido con el tiempo. Mentira. Me acabo de
inventar eso de “Dicen”, porque no lo he oído jamás, y sin embargo me apuesto
todo y más a que más de uno lo ha dicho. Con la cantidad de gente que somos, lo
raro es que haya algo que no haya sido dicho por alguien. Pero, en fin, la
conexión entre locura y escritura existe, es cuestión de mirar proporciones,
estadísticas. El porcentaje de escritores locos es mucho mayor que el de
fontaneros locos. Y no creo que sea porque la escritura lleve a la locura y la
fontanería a la cordura, sino que es la locura, ya instalada o creciente, la
que lleva a algunos a la escritura, para tratar de entenderla, o frenarla; mientras
que es poco frecuente, no tengo aquí los datos, me arriesgo a inventármelos,
que la locura conduzca a la pasión por arreglar tuberías y desagües. Es una
pena, porque como metáfora de situación era mucho mejor la del fontanero loco
que la del escritor. Sin duda.
Ya
he alcanzado las primeras 40.000 palabras. Uy, madre mía, cuánto has crecido,
menudo estirón has dado, seguro que te duele el pecho de bien hecho, diría
Salud. Hay cosas que recuerdo, y no sé dónde las aprendí, pero quedaron
registradas en mi cabeza como verdades irrefutables, y que durante años he
repetido en las clases de escritura creativa. Una de ellas es la de que en las
agencias de publicidad, a veces, para encontrar el mejor anuncio para un
producto que quieren lanzar, pongamos un nuevo jabón para lavavajillas,
contratan a un grupo de personas que representan los posibles compradores, con
distintas edades, estudios, profesiones, sexo y creencias. El universo de sus
posibles compradores, pero en diminuto. Colocan el producto a la vista de todos,
en medio de una mesa alrededor de la cual todos están sentados, y entonces
empieza el brainstorming, la lluvia
de ideas. Cada uno tiene que decir una cualidad, un adjetivo, una peculiaridad,
un deseo que quieren que el lavavajillas cumpla. Lo que se les ocurra. Sin
censuras. Sin correcciones. Sin vuelta atrás. Sin matices. Y empiezan a decir
cualidades deseables reales o imaginarias. Es bonito, huele bien, lo deja todo
brillante, no se apelmaza, limpia a fondo, lo deja como nuevo, es muy suave, a
mi hija le encanta, me recuerda a mi abuela, parece nieve, me lo comería a
cucharadas. Todo lo que se les ocurra. Un apuntador, o un aparato grabador,
registra todo, todo, todo, sin preocuparse de si son sandeces o no. En las
primeras vueltas los participantes sueltan todos los tópicos, los lugares
comunes, las obviedades. Pero hay que seguir, tienen que seguir diciendo más
cosas a cada vuelta, y empiezan a decir bobadas, bromas, barbaridades. Y
siguen, tienen que seguir, para eso les pagan, y llegan a los sinsentidos, las
aberraciones, las groserías, las locuras, las exageraciones. Y todo eso se
anota, se registra, sin comentarios. Termina la sesión, se les paga su dinero y
se les da las gracias. Hasta luego, Lucas. Ese es el grupo creativo, el de las
ideas, el explorador. Luego, al día siguiente, o cuando sea, otro grupo
distinto, el de los críticos, buscará entre toda la morralla del brainstorming las ideas más brillantes
para lanzar el producto. Normalmente no las encontrarán en las primeras vueltas,
la de los tópicos y las obviedades, sino más adelante, entre la basura del
sinsentido, de las bromas y los desvaríos. Un buen eslogan publicitario vale
millones, y si lo encuentran habrá valido la pena el gasto y el trabajo. Eso
les cuento, les contaba, a mis alumnos de relato y de novela. Y después les
decía que ellos tenían que ser todos los miembros del grupo de la tormenta de
ideas, tendrían que desdoblarse, pensar como pensarían distintos participantes,
multiplicar su esquizofrenia. A fin de cuenta los escritores se supone que se
meten bajo la piel de los distintos personajes cuando escriben, Madame Bovary c’est moi, así que ya
pueden empezar a practicar. Y con la tormenta de ideas, que puede aparecer bajo
la estructura de un monólogo interior, o de escritura automática, un poco como
lo que hago yo ahora, desde hace quince días, puede que aparezcan unas pepitas
de oro escondidas entre las líneas del escrito, unas ideas para desarrollar, el
germen de una novela, una idea brillante para un relato. Eso no se encuentra
tan fácilmente, no está en la superficie, hay que escarbar, desenterrar el
fósil, desnudar la mentira. Vale la pena el viaje, el esfuerzo de pegar tiros
al aire, de caminar a ciegas, para justamente llegar más allá del espejismo que
no podíamos cruzar, que no nos dejaba avanzar. Dar una vuelta por el lado
salvaje, de nuevo Lou Reed, y capturar al enemigo que se escondía detrás del
matorral. Palos de ciego, estelas en la mar, el camino que no llevaba a ninguna
parte. Gracias, Rodari.
Cuando
leo algo que he escrito hace tiempo, pongamos diez años, lo bastante lejos en
el tiempo como para no acordarme, me asombro, me reconozco, y al mismo tiempo
veo el conflicto interno del texto, el por qué ese proyecto no continuó, no se
convirtió en novela, o en lo que sea, pero no en libro terminado, cerrado. Lo
veo, lo intuyo. Lo que me asombra no es eso, sino la fuerza de la escritura, la
intensidad. Parecen gritos en la oscuridad, brazadas de uno que se está
ahogando. Y pienso en eso, en la intensidad de la escritura, en el ritmo, en la
frondosidad. A mí me revientan los escritores que se pavonean ante el lector,
que sacan la artillería del vocabulario insólito, de las metáforas
desconcertantes y del oscurantismo o cripticismo del texto. ¿Para qué? ¿Para que
te digamos que qué listo eres, que qué léxico tan florido, qué barroquismo
sintáctico, qué profundidad insoslayable? ¿Para insultar a los lectores, para
llamarlos torpes analfabetos que no te entienden, que no te llegan ni a la
suela del zapato, a ver si se esfuerzan un poco más, zánganos, incultos? No se
merecen tu sabiduría, oh, insigne maestro, preclaro príncipe de las letras.
Deja de escribir. Que sufran. Castígalos sin el maná que brota de tu boca.
Venga, cállate de una vez, y hazte una autofelación, que estos mortales no se
merecen tus babas.
No,
no me gustan los pretenciosos. Yo fui uno de ellos, ojo, que todos empezamos
por ahí en la escritura, buscando la eternidad etérea. Pero luego tuve que
retroceder un poco, dejar de levitar, dejar de llamar faz a la cara, perlas a
los dientes, y dispepsia al dolor de estómago. Aguanto peor la pedantería que
la grosería. Los pedantes me parecen unos acomplejados. El clásico complejo de
inferioridad que se manifiesta como complejo de superioridad. Para calmar sus
temores, sus lagunas, sus inseguridades, necesitan machacar a otro, humillar al
que se deje. En la aristocracia y en la alta burguesía hay mucho fantoche de
esos. Lo sé de primera mano. He convivido años con ellos. Son mis vecinos, mis
antepasados, mis antiguos profesores. No todos ellos, desde luego, pero sí unos
cuantos muy fáciles de reconocer. Mis amigos no, porque ya me ocupo yo de no
dejarles pasar del umbral de la puerta. Reservado el derecho de admisión. Me
encanta, de cuando en cuando, si la ocasión lo permite, mostrar hacia los
pedantes una altanería displicente. Ojo por ojo. Sé que eso no les va a curar
su enfermedad soberbia, es más, puede que se la agrave, heridos y
desconcertados, colocándose una armadura extra que les proteja, una malla de
acero, y un poquito de espuma de rabia en la boca. Aun así el juego me parece
tan poco interesante, tan bobo, que ni siquiera me quedo a ver su reacción, a
ver qué pasa. Segunda bofetada a su autoestima. Justicia emocional.
En
la escritura pasa lo mismo. La escritura y la vida son dos caras de la misma
moneda, lo he dicho tantas veces que me aburro a mí mismo. Ya sé que es trampa.
Que lo mismo puedo decir, y lo he dicho, que la escritura es como el boxeo,
como el sexo, como las plantas, como la música, como un viaje, como respirar,
como el psicoanálisis, como la esquizofrenia. Pues sí, es como todo eso, qué le
vamos a hacer. Igual que una vida puede estar hinchada de pedantería, por
miedo, por autoprotección mal entendida, la escritura también. Quitémonos las
máscaras. La vida puede ser aburrida, y hay quien busca la monotonía por miedo
a lo desconocido, por miedo a encontrarse consigo mismo, y en la escritura
también ese miedo funciona como censura. No digas eso, no escribas eso, por Dios,
qué van a pensar de ti. Escribe y describe un mundo amable, sin perversidades,
y que todos piensen que tú eres ese, que ese es tu autorretrato, el de un
hombre decente. O una mujer, de acuerdo, también una mujer, no te rayes, que
ahora la discusión no va de sexo. Por mí como si quien escribe es un mutante de
sexo fluido e innumerable. Yo de lo que quiero hablar es de mi escritura. Yo he
venido aquí a hablar de mi libro, de mi libro, y llevamos ya no sé cuantas
páginas, y de mi libro nada. El mejor Umbral es el que se cabrea, como Fernando
Fernán Gómez, como Labordeta. Un cabreo de cojones pone a todo el mundo en su
sitio. A mamarla, a Parla.
Así
que la escritura, mi escritura, tiene más fuerza cuanto más cabreado esté.
Tiene sentido. Lo malo es que se pierden matices, que los gritos solo valen
para blanco o negro, no para las tonalidades del gris. Lo mismo pasa cuando se
canta, o cuando se toca el piano, o cuando se empieza a enamorar a alguien. No
es fácil enamorar a gritos, no digo que sea imposible, seguro que el primer
polvo llega rápido, y que es explosivo, pero existen otros mundos, y están
aquí, a mano, debajo de los gritos, o acurrucados en una esquina. Lo que pasa
es que el aburrimiento los tiene amenazados. No es tan fácil susurrar a gritos,
destacar con texturas de lo sutil, sin pedantería, sin gritos y sin
aburrimiento. No sé si se puede, la verdad. Es escribir con ritmo alegre, pero
no atropellado; con profundidad, pero sin pedantería; con fuerza, pero sin
gritos; con belleza sin cursilería; con naturalidad sin aburrimiento. Eso es
tan difícil como llevarse bien con la pareja durante veinte años. No es raro
que haya tantos divorcios. Es más fácil encontrar la vacuna contra el cáncer.
De todos modos yo voy a seguir escribiendo. Es cabezonería, ya lo sé, pero ¿qué
se pierde? Mientras no me vuelva un ser insoportable y Bea me diga que basta
ya, que lo deje de una vez, que le hago daño, no pienso parar. Tengo curiosidad
de ver qué hay al otro lado, en la tercera vuelta del brainstorming.
(Continuará)
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