Los esqueletos (continuación)
Segunda parte: Kale borroka (de 051 a 053)
051
EN
EL VERANO de 1985, poco antes de trasladarme a Nueva York a dar clases en las
escuelas públicas a cargo del Board Of
Education, un jueves por la tarde en el café de Ruiz, mi hermano Gonzalo le
dijo a Eduardo Haro Ibars que yo era un cipresito. Eduardo era mi amigo, no
amigo de Gonzalo, pero de pronto se quedó prendado de Gonzalo, a pesar de que
era calvo y bajito. Es verdad que Zalo no era feo, pero sobre todo era muy
fácil hablar con él. Eduardo, que era un conquistador a pesar suyo, le dijo a
Zalo que con esos morros nunca tendría problemas para ganarse la vida. Eduardo
era muy gay, sin pluma, pero gay. Como Leopoldo María Panero y Luis Antonio de
Villena, los tres amigos desde la época del Liceo Francés. Bueno, todo eso no
importa, Leopoldo María y Eduardo y Gonzalo están muertos ya desde hace tiempo.
Pero que Zalo me llamara cipresito me molestó en ese momento. Luego lo pensé, y
me siguió molestando, pero tuve que reconocer para mis adentros que era verdad.
Que era una verdad inmensa. Que sí, que yo era una tristura de ser humano, una
lechuga ajada, un lamento sin lágrimas. Estaba siempre cabreado, contra el
gobierno, contra los partidos, contra las mujeres, contra el trabajo y contra
mí mismo. El cabreo y yo éramos una misma cosa. Yo me gustaba a mí mismo así,
radical, insobornable, con las ideas muy claras. Qué mal me habría llevado
conmigo mismo si viviera ahora y me encontrara con ese Enrique. Él me habría
llamado burgués y vendido al capital, y yo le habría mirado con displicencia,
con superioridad, aburrido de sus monsergas y su cortedad de miras. No
habríamos sido amigos nunca. Nos habríamos despreciado el uno al otro.
Hacerse
viejo en parte es eso: aceptarse y despreciarse, en presente y en pasado. Dos
por dos, cuatro. Cuatro valoraciones contradictorias, complementarias. Cómo me
gusta descubrir que a veces lo contradictorio es complementario. Es un placer
mínimo, atontolinado, ya lo sé, pero de pronto son diminutas anagnórisis (esa
palabra jode, ¿a que sí?), pequeñas iluminaciones, relámpagos de lucidez que
alumbran una piedrecita del camino. Pero a mí me vale. Otros prefieren
descubrir nuevos bulbos a punto de germinar en los bonsáis, el punto de
levadura para las magdalenas de chocolate, o la manera de pagar menos a
Hacienda a través de donaciones al deporte de competición. Cada cual se la pela
a su manera, ¿no?
A
los 14 años fui al cine que estaba en López de Hoyos, a la altura de
Prosperidad, cerca de la calle Cartagena. Ya no existe, claro, porque todos los
cines de sesión continua de los barrios de Madrid han desaparecido. En la prensa
había dos columnas de cines. Una, la de los estrenos, en la Gran Vía, y en la
calle Luchana y Fuencarral, donde ponían eso, películas de estreno, una sola,
con un nodo delante en el que podíamos ver a Franco inaugurando un pantano.
Dejó España empantanada. Esos cines, los de estreno, eran caros, con asientos
numerados y sesiones de hora exacta. Allí solo iba cuando nos invitaban
nuestros padres dos veces al año. Así pude ver Marcelino Pan y Vino, Mary Poppins, Chitty Chitty Bang Bang, La pantera
rosa, Sonrisas y lágrimas, El violinista en el tejado, 2001 Una odisea en el
espacio, Helga El misterio de la vida, Doce del patíbulo, El puente sobre el
río Kwai, El hombre que pudo reinar, Los hijos del capitán Grant, Las minas del
rey Salomón, Infierno en el Pacífico, El desafío de las águilas, Los cañones de
Navarone, Un hombre para la eternidad. A mi madre le gustaban las de
Charles Bronson. Tengo memoria exacta de cada una de ellas, no sé por qué esas
películas de la preadolescencia se quedan grabadas en la retina de manera tan
brutal, pero en buena parte creo que fueron las responsables, o las culpables,
de que con los años decidiera que mi vocación era ser escritor. Porque esas
eran las películas, qué maravilla, que yo veía con mis padres. Una selección
extraña, visto con la distancia, bastante diversificada. Un acierto. Pero el
aluvión de películas fueron las de sesión continua en los cines de barrio.
Películas malas, en general. De piratas, gladiadores, indios y vaqueros, Tarzán,
Fred Astaire, Chaplin, el Gordo y el Flaco. Entrabamos en el cine en cualquier
momento, después de comer, a mitad de cualquier película, y veíamos la mitad de
esa película, la siguiente en su totalidad, y la mitad que nos faltaba de la
primera. A veces, si yo iba solo, que era bastante frecuente, me quedaba a ver
la primera película entera, porque de pronto había antecedentes que no había
visto antes, y que explicaban comportamientos posteriores. Bueno, porque me
gustaba el cine, vaya. En realidad me quedaba hasta que tenía que salir
corriendo a casa, para la cena, porque si no me caía una buena regañina. Una de
ellas, no recuerdo el nombre, trataba de un mundo futuro en el que a partir de
los 40 años a los habitantes se les retiraba, se les desconectaba de la vida,
por viejos, por inútiles. Y los jóvenes se rebelaban contra esa injusticia,
hasta que lograban que la muerte sucediera para todos no a los 40 años, sino a
los 30.
Con
mi madre, los dos solos, no sé por qué, en un cine de verano con pantalla al
aire libre, vi Dos hombres y un destino,
con Paul Newman, Robert Redford y Katharine Ross. Esa noche me la pelé acordándome
de Katharine saliendo de un tonel que hacía de bañera. Vi mucho más de lo que
enseñaba en la película. Y recuerdo otra película tristísima, de Aldrin, el
tercer astronauta del Apolo XI, después del alunizaje, su vida posterior.
Descubrí que había otras vidas después, que eran poco heroicas, pero reales.
Mucho tiempo después de las hazañas. Y El
efecto de los rayos gamma sobre las margaritas, otra película personal
dirigida por Paul Newman, pero sin Paul Newman, inquietante, ajena a las
películas normales, olvidables. Y Tristana,
de Buñuel. Y La Celestina, con trece
años, en el cine Roma, que me generó tanta excitación al ver las tetas de las
criadas de la Celestina, que esa misma noche me masturbé por primera vez
pensado en ellas. Todo lo que quieras, de cintura para arriba, les dijo
Celestina. Tetas fuera, menuda orgía.
052
VALE,
SÍ ES verdad: llevo años estudiando diferentes sistemas de suicidio, para
encontrar el menos doloroso, el más rápido, y el más accesible. No es fácil. En
el mundo los suicidas lo hacen de muy diferentes maneras, y en general tiene
que ver con la disponibilidad de materiales que tengan a mano. Los
norteamericanos, sobre todo de la zona central republicana, con buen acceso a
las armas de fuego, lo hacen con sus rifles y pistolas. También los policías y
los militares, si tienen un arma reglamentaria a mano. Después de muertos ya no
les van a reclamar el mal uso de su arma. Algunos sospecho que se resisten
porque queda en evidencia de que ha sido un suicidio, y las compañías de seguro
ponen pegas para pagar las posibles pólizas de vida contratadas. Las familias
de los suicidas no tienen derecho a cobrar, pero si la muerte sucede por el
error médico, accidente, asesinato, o una agonía lenta y dolorosa, entonces sí.
Los suicidas con convicciones religiosas también tienen problemas de
conciencia, porque los curas no dejan que se entierren sus cuerpos en los
camposantos. Tienen que irse a los cementerios civiles, afuera de las tapias
del cementerio donde están sus amigos, sus abuelos y sus padres. Y además,
depende de dónde lo hagas, un tiro puede ser una buena mancha para la familia,
y no digamos para la tapicería del sofá del salón.
Se
suicidó. ¿En serio? Pero, ¿qué vida infernal le estaba dando su pareja para que
se quitara la vida? ¿Es que nadie en esa familia se dio cuenta de lo que
pasaba? ¿Están todos ciegos?
Se
suicidó. ¿De verdad? ¿No estaría limpiando la pistola, y se le disparó sin
querer? ¿Se equivocó de frasco, y se tomó las cincuenta pastillas sin darse
cuenta? ¿Fue un acto de locura, una enfermedad insoportable, por desamor, se
arruinó? ¿Era homosexual? ¿Qué delitos tenía pendientes para ser juzgado?
¿Tenía denuncias? ¿Sufrió abusos en la infancia? ¿Defraudó a Hacienda? ¿Perdió
la fe? ¿No creía en Dios? ¿Nadie le dijo que los suicidas van al infierno de
cabeza?
Se
suicidó. Casi no me lo puedo creer. ¿Será hereditario? ¿Sus hijos e hijas
tienen esas tendencias? ¿Sus padres también eran suicidas? ¿Mató a alguien
antes de matarse? ¿Fue por celos? ¿De verdad era tan infeliz?
Se
suicidó. Nunca se lo perdonaré. No le tengo lástima: los suicidas son cobardes,
incapaces de luchar por su vida. Cuando Dios cierra una puerta, siempre abre
una ventana. La vida es patrimonio de Dios, y de nadie más. Suicidarse es la
salida fácil. Es un acto de egoísmo: en lugar de luchar y solucionar los
problemas, se quitan la vida, y destrozan la de los demás.
Se
suicidó. Menos mal. Ya era hora. Eso que nos ahorramos. Un idiota menos en este
mundo. Habrá dejado algo en herencia a sus hijos, al menos. ¿Ni siquiera dejó
pagado el entierro? Pues que lo entierre la beneficencia. Creo que el
Ayuntamiento tiene un servicio de esos para los indigentes. O que donen su
cuerpo a la Facultad de Medicina, que los estudiantes necesitan cadáveres para
practicar, por lo menos que haga algo útil, aunque sea después de muerto.
Se
suicidó. No, donación de órganos, no. ¿Quién va a querer que le trasplanten el
corazón de un suicida? Yo no, madre mía, vaya futuro me esperaría. Imagínate,
con pesadillas todas las noches. O que me trasplanten su mano, la que apretó el
gatillo, que a saber qué otras cosas terribles tocó a lo largo de su vida.
Quita, quita, prefiero que me dejen con el marcapasos y el muñón, que de ese no
me fío.
Se
suicidó. Me suicidé. ¿Y sabes por qué? Pues por nada de lo anterior, listo del
parchís. Que lo sepas. Ni siquiera porque esté harto de todos vosotros,
conocidos y desconocidos, humanos e inhumanos, y eso que dais motivos de sobra
para quitarse uno de en medio. No me creo mejor que los demás, ni te lo
pienses, pero ser igual de bobainas que los demás no es suficiente para seguir
con vida. La verdad es que, lo creas o no, soy feliz. Y lo he sido durante toda
mi vida, a rasgos generales. Hubo disgustos, claro que sí, vaya aburrimiento
una vida sin altibajos, sin alguna que otra bofetada. Pero he tenido más besos
que golpes, muchos más. Y en esta última etapa de mi vida, los que más. Si me
dicen que cuáles han sido los años más felices de mi vida, no me queda duda:
Los 20 últimos años. Los que he vivido con Bea, y en gran medida, en un 90%,
gracias a ella. Gracias a ella he logrado ser quien soy ahora mismo: un hombre
feliz que se quiere a sí mismo y se siente querido. Y ese es el motivo por el
que me suicidaré, no hoy ni mañana, sino algún día que calculo que puede ser
dentro de 10 años, más o menos. Cuando tenga 75 años, que quizá sea con 70, o
quizá con 80. Dado que mi esperanza de vida, por el hecho de ser diabético tipo
1 desde los 35 años, es 10 años menor que la del resto de la población, y
sabiendo que el resto de la población española, de media, muere a los 80 años,
pues a mí me toca a los 70 años. Aproximadamente. Mis padres no murieron a los
80, sino a los 90. Y mi hermano Gonzalo con 41. Yo no tengo prisa, de verdad.
Ni siquiera tengo interés en darle la razón a las estadísticas, pero ahí están,
para hacerte una idea, para planificar un poco tu vida, el resto de tu vida. Yo
quiero planificarla, hacerme una idea del tiempo que me queda. No el tiempo
hasta que el cuerpo diga basta y reviente, sino el tiempo con calidad de vida,
con felicidad. Cuando en el cuerpo haya más dolor que placer, cuando mi memoria
se tambalee, cuando necesite ayuda para moverme, cuando Bea y yo lo decidamos
de común acuerdo porque la vida comience a caer por el precipicio, me iré, nos
iremos, sin hacer ruido. Final Exit. Sit
tibi terra levis. Alegraos por nosotros, fuimos felices, ni la muerte pudo
separarnos. Nuestra muerte no fue una agonía, sino un último canto feliz a la
vida.
053
Aunque
este texto, que ya empieza a ser un poco leñoso y redundante, esté escrito sin
guion ni escaleta, lo cierto es que yo soy de los novelistas que escriben con
guion. De los que planifican la novela, y saben qué va a suceder en el primer y
en el último capítulo antes de escribir el primer borrador. Lo titulo con el 00
al final del nombre del libro. Por ejemplo, Abdel00
es el armazón, los andamios, el archivo que contiene el resumen de Abdel antes de que escribiera la novela Abdel, con un resumen de cuatro líneas
para cada capítulo, y una breve biografía de los personajes. Tres o cuatro
páginas en total, no más. Luego empezaron a aparecer Abdel 01, Abdel 02, Abdel
03, y así hasta la última versión que haya. Ese es mi método de trabajo, el que
he seguido hasta ahora en todos mis libros, incluso de los que no están
publicados, como 120 kilos y En otra piel, mis dos novelas acababas y
no publicadas, hasta ahora. Puede que nunca. No son malas, creo yo, pero
entiendo las reticencias de los editores, porque son las más políticamente
incorrectas. Hablan de temas como la homosexualidad, el bullying, la anorexia, los muertos y las guerrillas
latinoamericanas. También seguí ese esquema de trabajo con Cabeza rapada, Cartas para una novia, La segunda muerte del fantasma, y Pacto de sangre, todas inacabadas, porque a la mitad me quedé
atascado, perdido. No me convencía dónde había llegado, y no supe seguir. Se
quedaron ahí, a medio formar, abortos prematuros.
Con
los viajes hago otro tanto. Me dejo sorprender en el camino, claro que sí, como
al escribir, pero antes de salir, antes de subirme al primer avión, ya sé en
qué países y ciudades voy a dormir cada noche, qué hoteles están reservados, y
cuál es la fecha de regreso. A veces hay pequeños cambios, como el tener que
renunciar a visitar La Paz y el salar de Uyuni por culpa del mal de altura, por
el apunamiento que sufrimos en Puno, en la frontera entre Perú y Bolivia,
después de subir a Cusco y Machu Picchu sin problemas. O cuando no pudimos
entrar en China en marzo de 2020 por culpa del coronavirus, y adelantamos el
regreso a Tenerife desde Saigón, en lugar de Pekín. Pequeños cambios que apenas
se notan en el paisaje global del viaje.
Las
reformas de la casa, de arriba abajo, cambiando puertas, ventanas, suelos,
techos, tabiques, pintura, luz, armarios, desagües, baños, muebles, cocina y
exteriores, estuvo planificado como una novela, como un viaje.
¿Cómo
no hacer lo mismo con lo que nos queda de vida? ¿Cómo no sacer el billete de
regreso a la nada, regreso a la inexistencia, con anterioridad? ¿Tendré que
esperar que el dolor y el deterioro, inevitable con el curso natural, me maten,
sin que pueda yo decidir dónde, cómo y cuándo morir? De eso nada. A mí no me
amarga el viaje de la vida nadie, y menos aún el final del viaje. No pienso
dejarlo en manos de desconocidos de moral dudosa. Me refiero a los médicos, y a
Dios, si es que existe y está por ahí escondido dedicado a torturar viejos en
los últimos momentos de su vida. Que no, que a mí no me van a estropear los
últimos momentos. Quiero disfrutar hasta el final, hasta el último día. Y
cuando ya vea que lo que queda de vida no es más que una cuesta abajo llena de
piedras y pedradas, llena de dolor y pérdida de control y de conciencia, antes
de que otros se ocupen de administrar mi dolor, yo ejecutaré mi retirada, mi
muerte sin dolor, mi suicidio. Satisfecho, feliz, burlándome del dolor
innecesario, en plenitud. Bea dice que se viene conmigo, que ella no quiere
vivir una vida en la que yo no esté. La comprendo. La entiendo perfectamente. A
mí me pasa lo mismo. Yo moriré a través de un suicidio indoloro cuando vea que
lo que me queda de vida ya no vale la pena, porque el dolor, la incapacidad o
la amnesia hagan la vida invivible. La ausencia de Bea haría insoportable la
vida en el mismo momento de su ausencia. Yo no querría vivir ni seis horas más
en su ausencia. Hasta me cuesta separarme de ella tres horas, si se va al Corte
Inglés a devolver un pañuelo y yo me quedo en casa escribiendo. Lo aguanto
porque sé que no va a tardar, que puedo ir haciendo la comida, y no se va a
enfriar. Pero en el caso de que Bea muriera antes que yo por lo que sea,
accidente, enfermedad, asesinato, yo me iré con ella a toda prisa. Cagando
leches. Nada ni nadie me retendrá en un mundo donde ella no esté. Ese es un
mundo que no me interesa lo más mínimo. Ciao,
bambino. Ella dice lo mismo que yo, pero dada la vuelta. Que si yo me
muero, ella la palma. Me asombra un poco. Creo que me quiere de una manera tan
enfermiza como yo la quiero a ella. Debe de ser eso. Es una enfermedad de la que
no nos queremos curar, que nos hace felices.
Antonio
Guerrero se suicidó de un tiro en la cabeza. Tenía cáncer, irrecuperable. Jaime
fue a visitarlo a su casa, en Caracas, unos días antes del suicidio. Antonio lo
esperó, quería haberse suicidado antes, pero esperó a Jaime para despedirse de
él, y a través de él, de todos nosotros, sus hermanos adoptivos. Lo tenía todo
preparado. Lo tenía muy claro. El cáncer lo iba a matar de dolor, los
hospitales lo arruinarían, y no podría dejar ni un céntimo a su hija. Así que,
aunque estaba divorciado desde hacía años, se volvió a casar con su mujer, para
que así ella pudiera cobrar la pensión de viudedad. Esa no te la quitan porque
tu marido se suicide, la viuda no tiene la culpa de que el marido sea un cabrón
suicida, claro. Antonio era homosexual, así que lo de divorciarse, muchos años
antes, fue lo normal. Lo raro es que se hubiera casado, y que tuviera una hija,
pero hablamos de los años 60, en Venezuela, donde la homosexualidad, por
principio, no existía. Era impensable, incluso para los propios homosexuales.
Así que se casó. Y también aprobó el examen para la cátedra de Física Nuclear
en la Universidad Central de Caracas, la Simón Bolívar. Y tuvo una hija. Pero
luego se divorció, claro. Eso no era sostenible, no era vivible. Y como buen
catedrático de Física Nuclear, él era un inútil para las cosas cotidianas.
Antes de divorciarse, con frecuencia se quedaba a dormir en su despacho de la
Facultad de Físicas. Allí tenía un pequeño sofá. Cada vez pasó a quedarse más
noches a dormir en el seminario, en la segunda planta, al fondo del pasillo. El
cuarto de baño quedaba cerca, eso era una suerte. Al final, después de dos
semanas, se compró una colchoneta y una almohada, que guardó con disimulo
detrás de sofá. Así podía dormir un poco más a gusto, al menos hasta que
encontrara un piso donde instalarse. Tres meses después, cuando el guarda de
seguridad ya le había sorprendido media docena de veces, se fue dando cuenta de
que no era el único que vivía de manera clandestina en la Facultad. El adjunto
a la cátedra de Astrofísica también vivía allí, oculto como él, como garrapatas
bajo la piel del edificio. Y la secretaria de Nóminas, y cuatro estudiantes que
se encerraban en el aula 305. Pasaron cinco años más antes de que se pegara un
tiro en el paladar.
—¿Y
por qué un tiro? —le preguntó Jaime—. ¿Crees que es la mejor manera de
suicidarse?
—Mira,
yo preferiría una sobredosis de heroína, o de morfina, o de cualquier anestesia
—respondió Antonio—. Pero cada cual tiene que buscar las cosas que le resulten
más fáciles de conseguir. Yo no tengo ni idea de cómo comprar drogas ni
anestesias, no conozco a nadie de ese campo. En cambio una pistola, aquí, en
Caracas, es muy fácil de comprar. Nadie hace preguntas. Están por todas partes.
Te vas a las calles que están detrás de la Torres del Silencio, y te las
ofrecen a cada paso.
—¿Y
te quieres suicidar dónde, en casa de tu hija? —preguntó Jaime.
—No,
no, que va. Si te suicidas dentro de una casa, llega la policía, destroza la
casa y roban todo lo que pueden. Es una idea pésima.
—¿Entonces?
—Aquí,
en la Universidad, pero no en el Departamento, que lo dejarían revuelto hasta
más no poder. Lo mejor es en el Campus, pero fuera de edificio. Al aire libre,
para que me encuentren los guardias del Campus, no la policía. Y con una nota
manuscrita dirigida al juez que se ocupe del caso. Así no molestarán a mi mujer
ni a mi hija.
Lo
encontraron tres días después de muerto, porque estaba un poco oculto, debajo
de un ficus, no tan a la vista como para molestar a los estudiantes con el
espectáculo. Su hija ya sabía que se había muerto, que se había suicidado,
porque se lo dejó escrito en un papel sobre su mesa del despacho. Y con las
instrucciones de qué hacer, a quién llamar, qué decir, cómo gestionar la
solicitud de pensión para su madre y para ella. Y un email ya redactado que
debería enviarme a mí, a Enrique, para que yo me encargara de contárselo a mis
hermanos. Yo supe que había muerto antes de que lo encontraran los guardias.
Antonio y yo dormimos en la misma cama decenas de veces, en Quinta Loló, cuando
él se quedaba por la noche porque se le había hecho tarde. Yo era de los
pequeños, entre 10 y 12 años, y él era amigo de los mayores, de Javier, Tito,
Coque y Nacho. De hecho, cuando todos regresamos a Madrid, él se quedó viviendo
con Javier, compartiendo casa en Caracas, hasta que Javier se casó con Betty, y
la cosa salió mal, y Javier se vino a Madrid, dejando a Antonio solo en
Caracas. Entre Antonio y yo nunca hubo sexo, él estaba demasiado reprimido, y
yo aún no había tenido mi primera eyaculación, que pasó en Madrid, ya en 1968,
con trece años, y por culpa de La
Celestina. Bueno, de la película de La
Celestina. ¿Cómo no dedicarse uno a escribir, si hasta los inicios del sexo
fueron literarios?
Luego
se suicidaron más. Diego Parra, lanzándose desde lo alto de su propio edificio
de trabajo, en Bogotá. La madre de Rosa en la piscina, ahogada. La mujer de
Harry Debelius por la ventana, desde un piso 14 en Arturo Soria. Gonzalo en la
mesa del quirófano, él sabía cómo morir sin dejar rastro, para eso era médico. Cada
cual se suicida como puede. Robin Williams ahorcado en la puerta del armario de
su casa. Dicen que la mayoría, por número en el mundo, se ahorcan. Es feo el
aspecto posterior, pero dicen que no duele tanto. Nadie habla por experiencia
propia, claro, pero se sabe. La mejor manera, según los teóricos y estudiosos
del suicidio, es un cinturón explosivo, como los de los mártires yihadistas, o
con dinamita de las minas. Sin dolor, pero con los fragmentos del cuerpo
repartidos por todas partes. Un asquito, no para el muerto, sino para los que
tienen que limpiar después. Los yonquis mueren de sobredosis. Lo tienen fácil.
Las enfermeras de Inglaterra con Paracetamol, pero con mucho paracetamol, no sé
cuántas cajas. Los diabéticos con insulina, aunque a mí no me apetece mucho eso
de la sobredosis de insulina, porque estoy harto de las hipoglucemias. No me
creo que los japoneses se suiciden haciéndose el harakiri, eso solo pasa en las
películas. Cortarse las venas es un estropicio, y no me creo que no duela, como
lo de ahogarse en el mar, aunque otros dicen que no duele. No sé. Yo estuve a
punto de ahogarme hace dos veranos, en Santander, y me asusté mucho. Tendría
que estar muy borracho. Además, hace frío en el mar. No me gusta. Tirarse desde
un puente, o por la ventana, me da vértigo. Tendría que hacerlo de espaldas, de
frente no podría. Y tendría que beber bastante whisky antes. Y con gas de
helio, o mejor nitrógeno, también podría ser. Mejor que todo lo anterior, desde
luego.
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