Los esqueletos (continuación)
Primera parte: Fragmentos de una autopsia (de 007 a 008)
007
Zalo te dejó un agujero, un
desfase arrítmico en el corazón. Has heredado su corazón perforado y sus
hipoglucemias, sobre todo ahora que no está, ahora que ni siquiera quedan
gusanos rebañándole los huesos. Zalo era bajito y calvo, pero con labios
importados de Marruecos. El moro Páez tuvo mucho trabajo en Melilla. Crees que,
de hecho, Zalo era el que más se parecía a tu abuelo militar, el patriarca
republicano, mal que le pese a tu padre.
Jaime te dijo que en cierta
ocasión Zalo se fue de putas en Buenos Aires. Una pesadilla, según Jaime,
porque la puta no quería separarse de Zalo, le ofrecía los servicios gratis, le
llamaba a todas horas.
—¿Pero qué coño les das, con
lo feo que eres? —le pregunté con envidia mal disimulada.
—Ya ves. Mi palmito. A veces
les preparo la cena —decía misterioso.
Después de muerto, Asunción te
dio una de las claves. Asunción era una compañera de colegio de la Nena, y
amiga tuya. Zalo acabó acostándose con ella y con su madre, no las dos al mismo
tiempo, no consiguió mezclarlas.
—Tenía una atracción animal.
Sobre todo, y eso los chicos no lo podréis entender jamás, tenía una forma de
hacer el amor capaz de derretir a cualquier mujer, sin distinciones.
—¿Cómo? ¿Qué hacía?
—No te lo creerás: lloraba.
Mientras follaba, al mismo tiempo lloraba —te dijo Asunción—. Era
impresionante. Acabábamos llorando los dos a moco tendido mientras llegaba el
orgasmo.
Y no, tú nunca lo pudiste
hacer. Ni siquiera lo intentaste. Si era un truco para seducir, por más que
suene extraño, tendrás que reconocer que era cojonudo. A ti ni se te habría
pasado por la cabeza. Pero podrías jurar que no era una artimaña. El hijo de
puta lloraba de verdad, como un bebé hambriento, cada vez que ensartaba con su
picha a una nueva conquista, y eso las dejaba trastornadas, indefensas. Para
ellas eso era más intenso que un chute de heroína. Desde que Asunción te revelo
ese secreto, siempre te has preguntado por qué lloraba Zalo cuando follaba.
¿Veía por adelantado el final de sus días? ¿Llamaba a su madre para que viniera
a recogerle? Te recuerda a un relato de tu alumno José Mª Verdú acerca de un
asesino que lloraba con lágrimas de sangre.
Tu padre jamás leyó a Neruda,
ese chileno comunista, pero sin saberlo hizo suyo aquel verso de Residencia en la Tierra: “Mis criaturas
nacen de un largo rechazo”. Neruda se refería, probablemente, a sus poemas,
pero tu padre lo aplicaba a sus hijos. A ti, y a tus hermanos. No es que os
despreciara, no, que va, y hasta se podría decir que respetaba vuestra
independencia y modo de pensar, siempre y cuando no amenazara sus dominios.
Algo así como dicen que hace Dios, que aprecia tanto la libertad que incluso
permite que sus hijos se condenen al fuego eterno del infierno con tal de no
interferir en su libre albedrío. Vaya un dios hijo de puta, vaya un padre
ausente. Crecisteis a la sombra de su ausencia, os hicisteis mayores dando
brincos frente a la puerta de su despacho para ver si levantaba la vista de la
mesa, tirabais piedras a los que pasaban por la calle para que de una puta vez
saliera del despacho y os diera una bofetada.
—Por lo menos tu padre te pega
—le llegaste a decir con envidia a un compañero de clase que te enseñó las
marcas del cinturón. Aquello sucedió en Caracas, tú tenías diez años, y ningún
padre visible.
Y aprendisteis también a no
ver a vuestros hijos. Desde Tito hasta Jaime, uno por uno. No fue para que los
hijos crecieran independientes, sino para repetir el molde paterno. Los hijos
de la madre son, que de los padres sábelo Dios. Tu padre se sentía orgulloso de
no haber cambiado jamás los pañales a ninguno de sus diez hijos. Y de no
haberlos llevado a caballo por el pasillo. Eso no era digno de un ingeniero de
Caminos.
Te hubiese gustado inundar su
ataúd con lágrimas, empaparle la boca con tantas lágrimas que se ahogara
después de muerto, emborronar las cartas y los recordatorios de las primeras
comuniones que tu hermano Coke colocó alrededor de su cuerpo frío, camino de la
incineradora. Te gustaría haberle enseñado a dar besos, a querer y a dejarse
querer, como hizo tu hijo Elías contigo. Enseñarle a llorar, y a gritar, y a
maldecir.
Hay una escena, una fotografía
nítida que nadie disparó, que no se te borra de la cabeza: El ataúd de tu
hermano Zalo pasando por delante de tus padres. Una aberración, porque los
hijos tienen el derecho y la obligación de sobrevivir a sus padres, de enterrar
a sus padres. Los padres no deben ver a sus hijos morir, porque es la muerte
del futuro, es la historia marchando hacia atrás, es un reloj que entierra el
tiempo.
Si te preguntan qué recuerdas
de tu padre, retrocedes en el tiempo, y te encuentras en Doctor Esquerdo, una
calle grande, muy grande. Era tan grande como un río vertiginoso y ancho, lleno
de peligros, en el que apenas alcanzabas a ver la acera del otro lado (los
coches intermitentes te tapaban el horizonte). Demasiados coches, autobuses,
sonidos de claxon. Era como un gran foso de cocodrilos alrededor de un
castillo. Tú tenías cinco años. Casi podías notar el sonido de las dentelladas
cerca de tus rodillas desnudas por los pantalones cortos. Lanzarse a la calzada
era como tirarse por un precipicio, la muerte bajo las ruedas de un tranvía.
Había demasiados imprevistos a tener en cuenta como para saltar al empedrado y
pretender volver con vida. A pesar de ello, tu padre te cogía de la mano,
tiraba de ti, y se ponía en marcha arrastrándote al asfalto antes de que el
coche que teníais delante hubiera pasado. Tú estabas aterrorizado. Era como si
tu padre quisiera ser arrollado por su parachoques. Tú apretabas la mano
alrededor de dos dedos suyos, grandes y largos como ramas, y luego te asombraba
el difícil cálculo que tu padre había realizado al echar a andar antes de que
pasara el coche, porque sus zancadas llegaban hasta la línea de atropello
cuando el coche ya había rebasado nuestra trayectoria. Tú pensabas:
"Claro, mi padre es ingeniero, y lo tiene todo calculado", y no
dejaba de sorprenderte el riesgo que corría y la natural seguridad con que lo
afrontaba. Tú veías a tu padre grande como un árbol, y el ligero olor a tabaco
que desprendía su mano te emborrachaba. Era un olor masculino y firme, un olor
seco a madera y café.
Es imposible, pero siempre era
invierno. Lo sabes porque de todo ello el recuerdo más nítido que conservas es
el del calor de su mano. Era una mano grande y caliente, con dedos largos,
huesudos y potentes. Era la mano de tu padre, y la podrías distinguir entre
todas las del mundo. El calor que desprendía es lo más tierno que recuerdas de
toda tu infancia, lo más tranquilizador, lo más protector. Ese calor hacía que
cerraras los ojos ante el abismo y te dejaras arrastrar a una muerte segura,
bajo las ruedas de los coches, devorado por los cocodrilos, pero siempre de la
mano de tu padre, con un calor que jamás podría nadie arrebatarte.
Tu padre fue una mano que te
ayudó a cruzar la calle, y sólo ahora, sesenta años más tarde, cuando tienes más
edad que la que tenía tu padre entonces, te das cuenta de que esa mano que
calentaba la tuya la tienes dentro, y que te sigue ayudando a cruzar calles con
la misma seguridad con la que él lo hacía.
Los padres son fuertes como
los robles, y no mueren nunca. Casi asombra que enfermen.
008
Habrá un día en tu vida que
será el último. Lo sabes, aunque no quieras pensar en ello. Morirás de cáncer,
de bronconeumonía, de politraumatismo, de asfixia, de cirrosis hepática. Aún no
lo sabes. Y es posible que suceda en un hospital regido por beatos de moralidad
confusa. Los dolores serán inhumanos, y pedirás calmantes. Ojalá no te toque un
médico melindres, un meapilas sanguinario, porque será él quien decida cuándo
vas a morir, y cuánto vas a sufrir. En esos momentos, casi sin habla, con los
ojos anegados por las lágrimas y el dolor, pedirás clemencia, suplicarás que te
alivien el dolor, y tal vez el médico te diga que no, que eso va contra las
normas, que seas fuerte, carajo, que el Nolotil y la morfina te debilitan la
mente, y quizá aceleren tu muerte, y eso sí que no, porque tú te morirás cómo y
cuándo Dios y el médico decidan. Prolongarán tu agonía meses, tal vez años,
porque la medicina avanza. Te podrán resucitar mil veces. A cambio, eso sí,
esos santurrones carniceros te rezarán un padrenuestro y tres avemarías.
Ten mucho miedo. La
inquisición y la hoguera están de vuelta.
Después de eso el autor se
suicida, si es que tiene mucha fe en todas esas cosas en las que no se debe
tener tanta fe, o se compra una casa en Tenerife para tomar el sol y tocarse
las pelotas durante muchos años. Todos los que le queden. Y lo hace. Termina la
crónica con una pirueta que recuerda a los trucos de magia clásicos, y cierra
la puerta dando un portazo.
¿Es la muerte un finisterre,
un abismo infinito que cae tras el último horizonte, más allá de lo que se ve?
Eso mismo pensaban de la Tierra, hasta que Eratóstenes calculó su
circunferencia. A partir de entonces los barcos no se caen cuando sobrepasan
Finisterre, sino que continúan navegando hasta llegar al Nuevo Mundo. Así que
habrá que descubrir América después de muerto, y seguir navegando hasta
regresar a casa nuevamente, atravesando el Pacífico y reencarnándonos al cruzar
el meridiano cero, para desembarcar por fin en Ítaca una vez más. Otra vuelta
al Mediterráneo, otra vuelta a la Tierra, una reencarnación más en forma de
gaviota, o de hijo, o de asamblea de antiguos alumnos de una escuela.
El rostro de una mujer está
oculto en la sombra. Ni siquiera Enrique lo ve, aunque lo intuye. Es el rostro
de una mujer en el esplendor de su vida. Es el rostro de su madre, y el de sus
dos hermanas, y es también el rostro de Bea, y es por fin, y ese descubrimiento
le llena a Enrique de inquietud y sorpresa, el rostro de la hija que no tiene,
la hija que nunca existió. De golpe Enrique siente un cráter vacío, una
añoranza absurda de algo que no ha existido nunca, la ausencia de un mundo que
jamás ha nacido, pero que pudo haber sido alguna vez, en otro universo
paralelo.
Ahora es a Enrique al que el
vértigo le roba el aire de los pulmones, y se ve desnudo en una geografía
hermética y despoblada. Un relámpago de luz negra le empaña la vista y le
tapona los oídos. Está otro universo paralelo, y desde allí escucha con
sordina, como si viniera de muy lejos, los ruidos apagados de este otro mundo
que a veces le reclama. Ha caído en la trampa.
El mundo se empieza a poblar,
poco a poco, con las tres hijas que Enrique no tuvo, y sus interminables nietos
juegan al escondite con los hijos de Javier, y con las hijas de la Nena y las
de Nacho. Y asoman la cabeza pelona el cuarto hijo de Tito, y el quinto de
Coke, y el tercero de Jorge, y el segundo esposo de tu madre Aurora, convertido
en el padrastro de todos los hermanos, que aporta a la unión siete hermanos
nuevos, nacidos del exceso.
Pero aparecen también los
nuevos muertos que no han sido, estatuas de arena que se derriten como nieve en
el umbral de la puerta: Tito reventando su cráneo contra un ficus gigante
después de atravesar el parabrisas de su Chrysler azul del 54 cerca de Sabana
Grande, en 1966. Nunca regresó a Madrid, nunca se casó, no tuvo tres hijos, no
se compró dos avionetas, nunca viajó a Australia, ni vivió en Getxo, ni se bañó
en las termas de Tabacón de Costa Rica, ni desde luego puede tener una nieta
con el nombre de Malena. Lleva muerto más de cuarenta años, Enrique apenas lo
recuerda más que por alguna foto en blanco y negro en la que siempre aparecía
sonriendo con aire seductor.
A Javier lo encontró una
vecina jubilada tirado en el suelo de la entrada con una jeringuilla en el
brazo, sobredosis de heroína, tres semanas después de muerto, en aquel frío
invierno que vino después de la gira de teatro en la que no conoció a Carmen.
Se quedó con las ganas de hacer anuncios en televisión, y de actuar en la serie
Arrayanes de Canal Sur, de donde le
llamaron después de superar el casting.
No conoció a Chiti, ni a Mariam, ni a Elena. Jamás vivió en un octavo piso, en
la plaza de la Orotava, con ventanas al oeste y puestas de sol en cada tarde,
ni tuvo un conejo llamado Bartolo que follaba cada tarde la gata Cleopatra.
Enrique aún conserva un pisapapeles del siglo XVIII que Javier robó de la mesa
del Ché en el Museo de la Revolución de la Habana: una almendra de cristal
transparente, del tamaño de su puño, sobre una lámina que muestra en miniatura a
unas cortesanas jugando en los jardines de Versalles.
Coke fue degollado con un CD
de La Traviata cantado a dúo por Joan
Sutherland y Pavarotti. Fue un accidente. Mientras negociaban el divorcio, Nieves
se lo lanzó con tanta fuerza y puntería, girando en el aire como una sierra
circular, que le seccionó la carótida y se desangró en pocos minutos en su
estudio de arquitectura. Luego Nieves huyó a Belice. Aún la están buscando. Coke
se quedó sin nietos, y Axiel sin padre.
Nacho murió tiroteado en plena
calle por unos mareros de Puerto Barrios, en Guatemala. Fue un ajuste de
cuentas, y él se cruzó con una bala que sobraba, y que nunca supo a quién iba
destinada. Sole escuchó los tiros desde la cocina, pero atrancó la puerta con
un terror paralizante. Ocurrió muchos años después de la muerte de Javier.
Nacho no llegó a conocer su casa de la Unión, de Madrid, ni se compró tres
apartamentos en Buenos Aires. Sus hijos, Diego y Dodi, no le pudieron presentar
a las dos nietas que nacieron sin abuelo. Jamás imaginó un hotel con diez
cabañas en Brasil, junto a la playa de Siriu, ni un restaurante de comida vasca
en Florianápolis.
Jorge se ahogó en el Nilo,
cerca de una aldea Nubia, en un viaje de placer, arrastrado por la corriente,
delante de cincuenta turistas que lo vieron morir desde las falucas sin
llegarse a creer lo que estaban viendo. Dejó una vacante en la biblioteca del
Tribunal Supremo, y un trabajo inacabado, ni tan siquiera iniciado, de cerca de
setenta tomos de jurisprudencia. No pudo asistir a la boda de su hijo mayor,
dos años después, ni ayudó a calmar los dolores de espalda de su hija pequeña.
Zalo no murió. El hijo de puta
es el superviviente más longevo de los trasplantados de corazón del hospital
Marqués de Valdecilla. Se divorció de Marimé y se instaló en Madrid, donde
tiene ya tres clínicas especializadas en implantes y ortodoncias. Sus dos hijos
pequeños, Gonzalo y Marta, se fueron a vivir con él al ático de la calle
Zurbarán de Madrid nada más entrar en la adolescencia, cinco años antes de que
les tocara hacer las pruebas de selectividad para entrar en la Universidad.
Vive asombrado, porque es el único de los diez que sigue vivo, y la muerte de
sus nueve hermanos le hace llorar cada noche desde hace años. Hace tiempo que
evita a las mujeres, porque los muertos le empañan el horizonte, noche y día.
La Nena se desnucó a mediados
de febrero, al primer salto, haciendo puenting
durante una concentración de motoristas en el Ampurdán. Estaba celebrando la
jubilación anticipada, muy anticipada, y a la muerte se le fue la mano. Un
accidente absurdo, dijeron todos. Su moto, una BMW de 1200 cc del 2002, fue
sepultada con ella, en la misma fosa, por decisión unánime de sus compañeros.
Sus cuatro hijos no quieren hablar del asunto, les parece una falta de respeto.
Enrique se atragantó a
pastillas, dos cajas de Valium y un bolígrafo entero de insulina. Fue en
noviembre del 2000, en la isla de Providencia, frente al mar, en los
apartamentos del hotel Meliá. Nunca le recomendó a su hijo que se fuera a vivir
a la casa que Carlos Molinero alquilaba en Vallecas. No escribió el Manual de Técnicas narrativas, ni 120 kilos, ni El viaje de Lidia, ni este Kale
borroka. Jamás vendió la casa de la plaza del Dos de Mayo de Madrid, ni
conoció a la bella Bea, ni se fueron a vivir juntos al valle del Ambroz, al
norte de Extremadura, ni celebraron la boda en el jardín, junto al Puente
Mocho, ni se compró una casa en Portugal, cerca de Aveiro. Jamás se trasladó a
vivir a Tenerife. ¿A Tenerife? ¿Qué se le ha perdido en Tenerife?
Jaime murió atropellado por un
4x4 que se dio a la fuga. Siempre se sospechó de un constructor arruinado, un
mafioso que no soportó la crisis, y culpabilizó a Jaime de su bancarrota. No se
pudo probar nada, todos tenían coartadas. Todos menos Jaime. ¿Qué hacía Jaime
un viernes trece con tres brasileñas a las tres de la mañana a las afueras de
Burgos? Su hijo Pablo abandonó los estudios y heredó el despacho de
arquitectura de su padre, pero se arruinó en menos de seis meses. Rosa se
volvió a casar dos años después, pero todavía sueña con él una vez a la semana.
Dice que Jaime aparece ensangrentado en la puerta del dormitorio y le pregunta:
“Rosita, hay un tío en pelotas dentro de mi cama, ¿tú sabes quién es?”.
Peancha murió de inanición, de
no comer, o de comer tan poco que desapareció sin más, en un soplo de viento
del norte. Tal vez fuera anorexia, o cabezonería. El piano del salón sigue
sonando cada noche, al compás de metrónomo, a pesar de que está cerrado con
llave desde hace tres años. Basilio y sus dos hijos la echan de menos cada día,
y le siguen poniendo el plato en la mesa, por si decide volver, por si
estuviera en el piso de arriba, escondida, regando geranios.
El saldo final arroja un
resultado de nueve muertos y un resucitado.
Enrique resopla. Acaba de
morir, pero aún así resopla. Matar a nueve hermanos y resucitar a un muerto es
agotador. Le duelen hasta los dedos de apretar gatillos con las teclas del
ordenador. Está embotado. Y a pesar de eso oye un rumor, cada vez más claro,
que sale de la pantalla. Una voz adolescente, de una niña mimada y testaruda
que se quiere convertir en novela.
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