miércoles, 26 de septiembre de 2012

Deconstrucción de “El gato que está triste y azul”

Sostiene Roberto Carlos en su famosa canción que uno de sus quehaceres era Cuando era un chiquillo, que alegría, jugando a la guerra noche y día”. Así vamos mal, claro. Son los dos primeros versos, que yo no me lo invento.


Pero eso no tiene demasiada importancia, de momento, excepto para afirmar, ya desde ese inicio, que el narrador es intradiegético, y cuenta la historia en primera persona. Desde el yo, personal, y omnisciente solo sobre sí mismo, si es que se conoce un poco y no se autoengaña, como casi todos. Y limita su omnisciencia, por tanto, a lo privado, y pasado o presente. No más. Y a lo que le alcanzaren los sentidos y fuere capaz de interpretar.

El problema está en que Roberto Carlos, que es brasileño, pero no es futbolista, porque  entre otras cosas es cojo desde hace muchísimos años, y nunca le intentaron contratar en el Real Madrid, al menos no para jugar al fútbol, digo, que Roberto Carlos, poco después, en la misma canción, dice que “El gato que está triste y azul nunca se olvida que fuiste mía”


Y lo dice varias veces, porque es el estribillo. Y hasta lo repite en el título, por si nadie se había enterado.


Pero digo yo, ¿Cómo va a saber el narrador, el cantante, Roberto Carlos, ese que jugaba con alegría a la guerra noche y día, que el gato “nunca se olvida que fuiste mía”? ¿Acaso se lo ha dicho el gato? Eso es cosa bien difícil, habremos de convenir. ¿Habla o entiende Roberto Carlos el idioma gatuno? Yo creo que no, ni él, ni Rudyard Kipling, ni Jack London, ni San Francisco Javier, por más que se hagan amigos de todos los animales del barrio. El narrador en primera persona no puede ser omnisciente, y no puede saber los pensamientos de los gatos que no sean él mismo. Y Roberto Carlos no es el gato. 

Por cierto, no hay temas menores en el estudio o la hermenéutica del texto, que conste. El autor de este artículo, Enrique Páez, se sitúa al margen de las batallas entre apocalípticos e integrados, y piensa, como el chileno Ariel Dorfman, que más vale vigilar al enemigo de cerca, porque siempre es de clase. Clase social, no escolar. 

Así que Roberto Carlos, o el narrador de “El gato que está triste y azul”, miente. Se contradice según todas las leyes de la narratología. Es un narrador inconsistente, fulero, bocazas. Y eso sin necesidad de irse a las cualidades del gato, que en ese momento, para definirlo, es aquel que “está triste y azul”. Ese, y no otro. Pero si está triste (tal vez se pueda deducir por su comportamiento hosco y huraño, aunque bien parece que eso es trasladar emociones humanas a los gatos, pero bueno, vale, tiene un pase), pero que además de triste esté azul, eso no tiene sentido. 


Que esté ahora triste, y luego contento, pues bueno, es un gato neurótico, como tantos. Pero que esté azul… no puede ser. Ya es difícil que sea azul, pero tal vez sea una marca de nacimiento, y resulta que es azul. O puede ser un gato transgénico. Pero no. No es que "sea" azul, es que "está" azul. Lo que quiere decir que otras veces no está azul. Cambia de color. ¿Como los camaleones? ¿Acaso va al tinte una vez por semana? ¿Qué coño le pasa a Roberto Carlos, es que no puede escribir y cantar un solo verso con algo de sentido común?

Esta no es una canción surrealista del movimiento Dadá, que conste. Ni un experimento de la gramática generativa y transformacional de Chomsky. No. Aquí no vale compararlo con lo de Paul Éluard  de que “Los elefantes son contagiosos”, porque Roberto Carlos no pretente desnudar las estructuras del idioma con deconstrucciones que dejen la semiótica al descubierto. Para nada. A Roberto Carlos simplemente se le va la puta olla a Camboya, y hasta ahora nadie se lo había dicho.

Y eso solo ribeteando el entramado textual, que tiene un acompañamiento musical y vocal de importancia, porque si no, no nos sabríamos de memoria esa memez antinarratológica. Aunque también habrá quien diga que la pieza melódica es la que tiene un acompañamiento textual que le sirve de soporte sonoro a la voz de Roberto Carlos. Se entiende, claro, porque esa canción no sería la misma cantada con la voz de pito de Ana Torroja que con la voz molona y mojabragas de Manolo Otero (el antiguo novio de María José Cantudo, hay que ser muy viejo para saber de lo que hablo). 


Nota al margen: Lo de molona y mojabragas es una imagen robada a Ángel Zapata, que me perdone, pero ya me habría gustado a mí haberla inventado así, a pelo, y entrar en el Parnaso para la eternidad. 

Pero digo que de las conexiones entre el texto, el paratexto y el contexto deberían interesarse la Pragmática con Umberto Eco a la cabeza, el estructuralismo de Barthes, la deconstrucción de Derrida, y la Lingüística del Texto. Yo no. 

Yo ya no doy más de sí, porque después de oírle a Ángel cantar esa canción en el karaoke que está en el sótano de la Plaza de los Mostenses de Madrid, a medio camino entre el cine Azul y el restaurante Da Nicola, dentro del parking,  (que de ahí veníamos, después de cenar con la gente del Taller de Escritura), ya no me la puedo quitar de la cabeza.

Y eso que han pasado más de diez años ya.

jueves, 20 de septiembre de 2012

En los Wats del norte de Tailandia

En Chiang Mai, al norte de Tailandia, hay muchos más templos budistas que farmacias. Es otra manera de curarse, al menos del espanto este de vivir al borde del primer abismo del siglo XXI.



Las túnicas de los monjes van cambiando de color, del marrón al naranja claro, según ascienden en jerarquía y sabiduría. O a lo mejor es que el color se les va desgastando con los años de lavados. 

Los niños monjes juegan a la pelota junto a los estanques de nenúfares en los patios de los templos, pero les gustaría tener un móvil 4G conectado a Internet con aplicaciones de Android, como todos los niños del mundo, pero estos micromonjes se aguantan y rezan y juegan a los mismos juegos desde hace 700 años, en los mismos Wats renovados de Chiang Mai, al norte de Tailandia. 



Tailandia es de otro color. Este es el menú restaurante callejero de Chiang Mai, intramuros de la ciudad vieja. Precio medio por comida y persona: 1 euro (bebida incluida).

domingo, 9 de septiembre de 2012

Bartleby, preferiría no hacerlo

“I would prefer not to”, repetía testarudo Bartleby el escribiente cada vez que le pedían que hiciera algo que él no quería hacer. Y no lo hacía. ¿Por qué? Simplemente he would prefer not to, punto pelota. Herman Melville sigue vivo después de 120 años de su muerte a través de sus historias.


Dicen que Bartleby es el único personaje central, protagonista de una historia literaria, que rompe con las leyes de la narratología al ser un ser inactivo, reacio al movimiento, letárgico, que no avanza, ni cambia, ni toma decisiones, ni hace con sus actos que la historia crezca (las catálisis de Barthes en el Análisis estructural del relato).

Yo no lo veo así. Bartleby es para mí, el Ghandi de Wall Street, el primer insumiso,  un activista de la inacción, un protoindignado empapado de filosofía zen. Su resistencia es mucho más proactiva que los maravillosos secundarios comnpañeros de oficina Turkey, Nippers y Ginger Nut.



Me gustaría repetir, como un mantra, a muchas órdenes, solicitudes y demandas, lo mismo que Bartleby.


Márchate a Alemania a buscar trabajo.
I would prefer not to (preferiría no hacerlo).

Cásate.
I would prefer not to (preferiría no hacerlo).


Vota.
I would prefer not to (preferiría no hacerlo).

Compra bonos del Estado.
I would prefer not to (preferiría no hacerlo).

Renuncia a tus derechos sindicales.
I would prefer not to (preferiría no hacerlo).

Obedece.
I would prefer not to (preferiría no hacerlo).