jueves, 26 de agosto de 2010

Las cenizas de mi padre

Soy un privilegiado. Hay días en los que me doy envidia a mí mismo. Y no es tanto por la casa y la isla en la que vivo, que también, pero que en realidad eso solo es un plus, un además, sino porque soy feliz, así, dicho de modo simple. No son las paredes que me rodean, no es el entorno, sino algo interior que podría darse en cualquier lugar del mundo. O casi. Podría ser feliz, creo que sí, en una casa de adobe del altiplano de Bolivia, con una mujer, tres niños, una llama y cuatro gallinas. No sería fácil, desde luego, pero es casi seguro que podría adaptarme. Bueno, claro, no vale añadir un patrón hijo de puta, dos de los hijos enfermos y la mujer fea y gritona. No tengo un seguro de felicidad a todo riesgo. Existen límites. El hambre, el dolor... Pero estoy convencido de que algunos bobos de solemnidad son infelices incluso en las condiciones más favorables. Puede que sea un gen, una gracia, una escala siguiente en la evolución. No la evolución como normalmente se considera del modo occidental: progreso económico, adquisiciones materiales, poder social, capacidad de mando... sino ese otro modo de considerar la evolución desde el punto de vista un poco más oriental, o budista, o zen. Sí, ya sé que estoy hablando de lo que no conozco, pero ¿y qué?, ¿acaso no está permitido discurrir sobre lo ajeno, sobre lo desconocido, sobre lo hipotético? No, claro que el budismo no es hipotético, y mil millones de asiáticos lo pueden confirmar, pero mi budismo, el único que existe para mí, el único del que yo puedo hablar sin robarle la palabra a otros, ese es un tanto difuso. Y lo difuso existe, y lo desconocido. Habrá, porque de todo tiene que haber, quien me niegue el derecho a hablar de lo que desconozco. A mí plin. No tengo más de afirmarme como esencia y materia desconocida para recuperar mi derecho a hablar de mi identidad difusa, confusa y contradictoria. Habla tú de tus verdades, que yo hablaré de mis dudas.

He bajado al apartamento para escribir. Tengo abierta la puerta corredera de cristal que da a la terraza, y escucho, a lo lejos, el ruido de las olas. El horizonte marino, en esta mañana de agosto, se confunde con el cielo. Dicen las noticias que hoy va a ser el día más caluroso del verano. A mí el calor me gusta, me siento protegido, menos huérfano. Desde que murieron mis padres nos hemos trasladado a vivir al extremo sur de España, fuera de la península, en Canarias, frente a las costas del Sáhara occidental.

El frío de la muerte no desaparece nunca, ahora lo sé. El cadáver de mi padre, que ahora solo tiene escamas de ceniza, sigue siendo un viento frío que se cuela por debajo de la piel. Recuerdo que le apreté la mano, los dedos largos y huesudos de su mano, cuando ya llevaba 18 horas muerto. Dos mil doscientos kilómetros y un mar nos separaban. Murió en casa de Jaime, en el salón, tumbado en una camilla, a las tres de la tarde, en silencio, sin hacer ruido, sin siquiera un último suspiro que alertara a los que estaban a su lado. Simplemente dejó de respirar, sin más. Punto final. La soledad de la muerte sucede incluso en mitad de multitudes.

Cuando llegué al tanatorio de Santander, tras una noche de viaje sin dormir, viaje al fin de la noche, pedí que abrieran el féretro, y que me dejaran a solas con él. Estaba tapado con sábanas blancas, con una toca cubriéndole la cabeza, con solo el rostro y las manos por fuera del manto blanco que lo cubría por completo. Me recordó a las novias, y a las novicias, pero no me pareció ridículo. Tenía intacta toda la dignidad de un padre muerto. Alrededor de su cuerpo, como pétalos de flores blancas, amarillentas y de color estraza, estaban las cartas de la guerra. No pude saber cuántas, pero eran decenas. Todas las cartas que mi padre le había escrito a mi madre desde el frente de batalla, primero desde el bando republicano, y luego desde el nacional. Querida Coquina: Aquí te escribo, desde Teruel, sin demasiadas novedades en la trinchera. Espero que tú y los tuyos estén bien. También espero que ese tal César, el amigo de tu hermano, se comporte... Cartas rasgadas, con sello de haber pasado la inspección militar, y con algunas tachaduras de censura. No hay que dar pistas al enemigo. Y junto a ellas, intercaladas, sobres de cartas de color rosa pálido, las contestaciones de madre, desde Madrid, desde Vitoria, a través del Socorro Blanco. Querido Alfredo: No te preocupes, ya te he dicho que César no tiene malas intenciones. No seas tonto. Ya sabes lo mucho que te echo de menos... Cartas que mi madre guardó durante más de setenta años en la mesilla de noche, en el cajón de abajo, y que fueron leídas mil veces, según llegaban los hijos, desde los 18 años hasta los 91. Cartas que fueron incineradas con él, papel y carne, mezclando la ceniza de sus letras con las de su corazón y sus pulmones.

Traté de calentarle los pómulos de la cara fría, le eché el aliento sobre los dedos de la mano, pero no hay calor en la tierra que caliente el cadáver de un padre muerto.

Al día siguiente, cuando me dieron el cofre con las cenizas, abrí la caja y me sorprendió ver que mi padre se había quedado reducido a un puñado de cenizas grises y plateadas, en forma de pequeñas escamas. Hundí mi mano en las profundidad del pequeño arcón que contenía las cenizas de mi padre, apenas polvo de lo que una vez fue un padre soldado, todopoderoso, y me pareció, por una vez, que las cenizas estaban calientes. Tal vez fueran los rescoldos de la incineración, tal vez un mensaje desde ultratumba. Mi padre estaba allí, y como el Cid después de muerto, me calentaba los dedos de la mano por última vez.

12 comentarios:

Beatriz Montero dijo...

Asi que una mujer en el Altiplano boliviano. Aquí va haber más que cenizas.

Anónimo dijo...

Hay una manera de mostrarse en la manera en la que escribe uno ¿no? Y en este texto, tan honesto y conmovedor,lo cierto es que te reconozco. Lo cierto es que me pasa de cuando en cuando. Me pasa cuando paso por la plaza o por la calle Ruiz, pero a veces me pasa, sin más. Me pasa que te echo de menos tronco. O que me gustaría tenerte más cerca para darte la chapa o un abrazo de vez en cuando. Hasta luego salao.

Isma.

Kum* dijo...

¿Hay algo que no sea difuso, incierto... y merezca realmente la pena?

En realidad, puede uno tener sus certezas, es decir, sus mentiras... pero a la sazón, lo único cierto es la muerte. Vivir, entre otras cosas... es irse muriendo de a poco.

Precioso texto. Mi sombrero.

PD: Con tu permiso, lo pongo en "sugerencias".

Belén dijo...

Joder, Enrique... me has dejado sin palabras, en serio...

Trataste de calentar el cuerpo frío de tu padre, no se me ocurre gesto más hermoso de amor filial...

Besicos

Rafa T dijo...

hay amores que dejan en ridículo al mejor guión. gracias por contarnos. viva la "identidad difusa, confusa y contradictoria" y el corazón de soldado
un abrazo

Elisa Agudo dijo...

Conmovedor, Enrique. Me has helado la sangre y luego me la has vuelto a calentar. No sé si me ha llegado más la crudeza por tu pérdida o tu oda a la serenidad.

Yo también echo de menos esa forma de escribir. Ven y cuéntanos a Isma y a mí. Bea mediante, claro ;-)

Un besazo a los 2 isleños

Anónimo dijo...

Suscribo lo que dice Isma. Y más.
Lara

Enrique Páez dijo...

Bea: Tú eres mi boliviana de guardia.

Isma: Yo también te echo de menos, vaya que sí. Pero estás invitado a pasar por aquí, por Tenerife. Hay un cuarto para ti.

Kum: gracias por tu aliento, y por tu amistad.

Belén: Qué bien que sé que estás ahí, mucho más cerca que lejos.

Rafa: Tenemos que vernos la próxima vez que aterrice en Barajas.

Elisa: Gracias por tu apoyo. tenemos que vernos.

Lara: A ver si me haces una lubina al horno en tu casa del Pez. Un beso.

Anónimo dijo...

Sea. Lo de la lubina. Y que se vengan Elisa, mon amour, Isma, Rafa, Belén, todos...Día y hora. A la boliviana, no sé si invitarla, que cuando viene a Madrid, ni me entero ;-)

Beatriz Montero dijo...

Yo quiero probar esa lubina que dicen por aquí que la haces muy rica. Porfa, porfa, Lara invita.

Bea La Boliviana

AMEIS dijo...

Qué valiente, Enrique, yo fui incapaz de ver a mi padre muerto, estuve con el apenas unos minutos antes de que muriera en la UCI del hospital, le susurré al oído que tenía que respirar y salí de allí con mi madre, pero cuando nos llamaron nada más llegar a casa, yo me quedé fuera, no pude entrar a verle. Mi hermana pequeña si, le cortó un poco de pelo y lo guardó en una cajita y antes de enterrarlo dejó una foto suya encima del féretro. Ella no recuerda nada de esto, es curioso. Te sigo a ratitos, cuando Muriel duerme. Gracias.
Besos,
Sonia

AMEIS dijo...

Qué valiente, Enrique, yo fui incapaz de ver a mi padre muerto, estuve con el apenas unos minutos antes de que muriera en la UCI del hospital, le susurré al oído que tenía que respirar y salí de allí con mi madre, pero cuando nos llamaron nada más llegar a casa, yo me quedé fuera, no pude entrar a verle. Mi hermana pequeña si, le cortó un poco de pelo y lo guardó en una cajita y antes de enterrarlo dejó una foto suya encima del féretro. Ella no recuerda nada de esto, es curioso. Te sigo a ratitos, cuando Muriel duerme. Gracias.
Besos,
Sonia