miércoles, 14 de julio de 2010

San Enrique Emperador

La culpa fue de mi padre, o de mi madre, o de los dos. Mía, no, eso desde luego, porque yo acababa de nacer, y no sabía ni hablar, así que difícilmente podría decidir que me iba a llamar Enrique, y no Arturo, o Wenceslao, por ejemplo. Digo que fue de mi padre, porque cuando por fin aprendí a hablar empecé a hacer preguntas molestas, y me dijeron que cuando yo nací mi padre estaba haciendo un proyecto de monumento en Lisboa, en homenaje a Enrique el Navegante, y que por eso me pusieron ese nombre. Yo ya era el octavo, y se les había acabado el repertorio de nombres de abuelos, padrinos o tíos lejanos. Mi padre no ganó el concurso, aunque yo siempre que voy a Lisboa les cuento a todos los que me acompañan, les interese el asunto o no, que ese monumento que parece una escalera de granito blanco, con aire de barco, con el infante Enrique el Navegante cubierto con un sombrero muy chulo al borde de la proa, casi empujado por el resto de los marineros, en el puerto de Lisboa, junto al monasterio de Los Jerónimos y la Torre de Belem, lo proyectó mi padre, y que por su culpa yo me llamo Enrique.

Pero a mí los barcos me marean, y nadar se me da fatal, tengo vocación de ahogado, así que eso de dedicarme a las navegaciones, como mi tocayo, lo dejé por descartado muy pronto, antes de recibir la primera comunión. A pesar de ello la vida tiene muchos escondites, y acabé navegando durante décadas, como un Ulises perdido en el mar infinito, pero mis naufragios sucedían en otros mares donde las olas y las mareas tienen forma de letras y sintagmas. Ese es el oficio de escritor: marinero en tierra.

Debió ser por aquel entonces, antes de llegar a la adolescencia, cuando quise ser santo. Si esta vida era corta, y la otra eterna, más valía dedicarse de lleno a alcanzar la gloria eterna, que dura más. Con un calculo bruto, a ojo de buen cubero, ya se nota. Le pregunté al padre Celerino, un dominico amigo de mis padres, a ver si me podía recomendar alguna tribu de caníbales africanos para ir de inmediato a evangelizarlos, con el secreto deseo de que me echaran pronto al caldero, atado de manos y pies, junto a algún explorador del National Geographic. Yo tenía tanta prisa como Santa Teresa, y eso que aún no sabía lo que quería decir aquello de "vivo sin vivir en mí, y tan alta vida espero, que muero porque no muero." O sea: lo mismito que me estaba pasando a mí. Pero Celerino me dijo que no, que ya no quedaban tribus caníbales por cristianizar, y que me podría recomendar, como mucho, una parroquia en Petare, al final de Sabana Grande. Claro, no es lo mismo, porque ahí te puedes hacer viejo esperando la muerte, y de pronto un día tienes un pequeño desliz, una blasfemia que se te escapa cuando te das un martillazo en el dedo por equivocación al ir a colgar un cuadro, o un crucifijo, peor aún, y sales a la calle dolorido, te cae un tiesto encima, y te mata. Te jodiste: al infierno de cabeza, por blasfemo, pecado mortal, y no te ha dado tiempo ni de llamar a un sacristán para confesarte. A tomar por culo la eternidad tocando el arpa entre ángeles y arcángeles: te envían derechito al infierno, con Satanás pinchándote todo el puto día con su tridente de fuego incandescente, y no un rato largo de aburrir, sino la eternidad. Para siempre. Forever and ever. Demasiado arriesgado.

Así que decidí encomendarme a mi santo, al mío, a mi tocayo Enrique: San Enrique. Busqué en el santoral, y allí estaba: San Enrique Emperador, 13 de julio, un día como hoy. Que nadie piense que la noticia me emocionó lo más mínimo, porque yo ya había leído aquello de que era más difícil que un camello entrara por el ojo de una aguja, a que un rico entrara en el reino de los cielos. Celerino me dijo que la aguja no era una aguja de coser, sino una especie de ventanuco que atravesaba un muro. Mi meta debía ser como la de mi santo: San Enrique. O sea, primero conseguir ser emperador, y luego que me santifiquen. Joder, la cosa se complicaba. Solo existía en todo el santoral un emperador canonizado por la iglesia católica, y le tenía que tocar a Enrique. Manda huevos. Con lo fácil que lo tenían Tarsicio o Pancracio, y todos los devorados por leones en el Coliseo. Ir al cielo entonces estaba tirado: no tenías más que acercarte a un centurión, y decirle: “Octavio, mamón, me cago en Júpiter y en Neptuno, porque soy cristiano”. Y el centurión, como estaba mandado, te mandaba a las catacumbas del Coliseo para servir de carnaza en el siguiente partido dominical de leones contra cristianos. Luego te ponías en el medio, rezando de rodillas, llegaba el león, y catapún, al cielo de un zarpazo. Yo no pensaba quitarle la espina a ningún león, como Androcles, porque luego el león memorioso me perdonaba la vida, y a esperar otro rato, hasta el siguiente domingo, a ver si aparecía un león despistado que quisiera darme un mordisco celestial. Aquello era entrar al Paraíso por la puerta grande, como los enchufados.

Pero ya no había caníbales en África, ni leones en el Coliseo, y había que imitar al santo que te hubiera tocado en suerte. San Enrique, en mi caso. No digo yo que no mole eso de ser emperador, que un poco sí que mola, porque a lo mejor me lo podía montar como Enrique VIII y tener siete mujeres, e irlas decapitándolas una a una para quedarme viudo y estrenar otra, pero de allí al cielo era difícil de escalar. Una vida de puta madre, vale, de acuerdo, pero con una eternidad hecha un asco. No vale la pena. Mi reino no es de este mundo, ya lo dijo mi primo. Lo tenía muy complicado: tenía que llegar a ser emperador, y además portarme muy bien.

Pues lo debí ver bien jodido, porque nada más cruzar la adolescencia me hice trotskista, y luego anarquista. Que le den por culo al emperador, al santoral, y al navegante. Ahora soy un escritor ateo, y me la sopla lo que diga Celerino.

La culpa fue de mi padre, ya lo he dicho. Pero no le guardo rencor, pobre, que ya está muerto.

7 comentarios:

leo dijo...

"Me cago en Júpiter", me ha encantado. No sé si se te ocurrirían estas cosas siendo santo.
:-) Un abrazo.

Beatriz Montero dijo...

¿Decapitar a la mujer para quedarte viudo? Aceptamos anarquista.

Beatriz Montero dijo...

Y Felicidades por el día de tu santo.

Belén dijo...

Pues muchas felicidades, aunque soy de las que esas cosas se le pasan... un desastre, vamos...

Besicos

Kum* dijo...

Qué buen rato he pasado leyendo este texto... por el que seguramente te has terminado de ganar el infierno definitivamente.

Felicidades de nuevo por tu buen humor, tu claridad de ideas y tu mala hostia... es una gozada leerte.

Será un placer compartir contigo una cerveza bien caliente mientras Satanás nos pincha el culo con su afilado tridente.

Un abrazo.

Edurne dijo...

Pues... eres un santo, Enrique, que aguantar toda esa marabunta infantil y preadolescente con tanto santojamacoco, tiene tela, amigo!

Yo de pequeña quería ser monja, misionera, y bautizar a todas las pobres niñas negritas con mi nombre. De hecho, con aquellas pesetillas que echábamos al negrito, al chinito el día del Domun y la Santa Infancia, con las postalitas que nos daban para hacernos creer que esa niña de la foto era la nuestra, sembré yo el África negra de Edurnitas a diestro y siniestro! Jajajajaja!
Y quería ser monja sí, misionera, y salvar almas, pero santa... como que nunca se me había ocurrido!
Tú ya picabas alto, eh, canalla, santo!

Ah, y ahora, después de saber lo del monumento a don Henrique el navegante... caramba, que siempre nos vamos a acordar de ti, de tu padre...!

Me ha encantado este remix de memorias enriquianas!

Un abrazo!

PD. Palabra a verificar: WARIZESS (curiosa, no?) ;)

Maria Coca dijo...

Un relato histórico muy ameno acerca de tu onomástica, que curiosamente coincide con la mía: Sara. De todas formas, la tuya como que es más sonada, sin duda alguna. Felicidades.