domingo, 4 de julio de 2010

La huella que deja una deriva

Estoy pintando la barandilla del balcón. Tiene nueve o diez metros de largo. Era negra, y la quiero blanca. Cada día me coloco frente a ella, preparo la brocha que descansa sumergida en aguarrás desde el día anterior, abro el bote de pintura, mojo y escurro el pincel, y empiezo a untar con brochazos uniformes la barandilla metálica. La mancha blanca avanza, día tras día, iluminando las traviesas y el pasamanos. Es un trabajo minucioso, pero no conviene obsesionarse con el perfeccionismo, porque en ese caso el trabajo no concluiría nunca, y la barandilla permanecería para siempre sin acabar de pintar, truncada, bicolor, como un proyecto que nunca pudo consumarse. Como una vida quebrada en la mitad.
A veces creo que estoy representando mi vida: al principio arranqué muy ilusionado, con algo de inconsciencia, sorprendido por el efecto que causaba cada brochazo, cada pequeño avance de la pintura. Me quedaba mucho por delante, y me resultó difícil saber de antemano si la barandilla era demasiado larga o demasiado corta, si mi vida iba a ser breve o cansina. A estas alturas ya tengo pintada más de la mitad de la barandilla. Hay más barrotes blancos que negros, eso se ve a simple vista. Ya he vivido más de la mitad de mi vida. Quizá por eso hay días en los que noto algo parecido al cansancio, y pinto con desgana, casi por obligación, porque no puedo dejar la barandilla así, a medio pintar, como la radiografía de un fracaso. Otros días, en cambio, me levanto de un salto de la cama, sujeto la brocha con energía, y le canto boleros a los barrotes al tiempo que les cambio de color, que les enseño una nueva cara con la que asomarse al precipicio que se abre al otro lado de la barandilla.
Miro hacia atrás, y veo que he pintado mucho, que hay más blanco que negro en el pasado. El futuro es una barandilla negra, que cambiará de color en el preciso instante en el que pueda tocarla con mis manos. Calculo a ojo que el bote de pintura me va a llegar hasta el final, un poco justito. Quizá me sobre un poco, que me servirá para retocar algo del pasado, o quizá para un proyecto blanco y nuevo, no tan grande como el de la barandilla, sino más modesto, de puro placer de artesano jubilado. O quizá le regale el resto a alguien, para que lo aproveche. Una pequeña herencia. No me gustaría tirarlo por el retrete y contaminar más aún el medio ambiente.
Pero aún menos me gustaría haber calculado mal mis fuerzas y mi capital de pintura blanca. Si me quedara corto, la barandilla y la vida serían proyectos inacabados, truncados. También pasaría si, pongamos que por accidente, un día le diera una patada al bote de pintura y esta se derramara por el suelo, y chorreara balcón abajo, como sangre blanca desperdiciada. ¿Suicidio, asesinato, o accidente? Que lo investiguen los del CSI. A veces no se saben las causas, pero siempre quedarán claras las consecuencias.
Puede ser también que al final, cuando queden apenas dos o tres barrotes por pintar, me encuentre con que el bote de pintura está seco. No queda más pintura. Se acabó el crédito. Se acabó el futuro. La empresa quebró. Alguien tendrá que prestarme un poco de lo suyo, un poco de pintura extra, que casi seguro que no tendrá el mismo tono, el matiz exacto. Una chapuza. No hay dos botes iguales, no hay dos vidas iguales. Qué lástima verse derrotado en las últimas traviesas, tener que pedirle a otro que acabe lo que tú no has podido terminar por haber planificado mal las fuerzas de tu vida. Un viejo dependiente y chapucero. Quítate ya de ahí, que no eres más que un estorbo. Manda huevos, ¿a quién le importa tu puta barandilla, si en cuanto te mueras vamos a tirar el balcón abajo para mandar construir una cristalera?
Qué quieres que te diga. La muerte siempre gana la partida. Todos los finales son tristes. Las barandillas blancas solo existen en los cementerios. Los demás, los que aún estamos vivos, estamos hechos de jirones de pintura, barandillas a medio terminar. A lo más, como diría mi amigo Ángel Zapata, somos la huella que deja una deriva.

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Imagen anónima capturada con Google. Si es tuya dímelo y te cito o la borro.

5 comentarios:

Edurne dijo...

Caramba, mira que estás reflexivo y lúcido en estas últimas entradas... dices unas verdades que vamos, la dejas a una bailando, y no precisamente el twis!
Esto me pone a funcionar el coco... a ver quién le echa el alto ahora!
Pensando pensando... me hepuesto abuscar mi bote de pintura blanco, y es que lo debo tener por ahí, y como el tuyo, medio lleno,medio vacío...

Belkys Pulido dijo...

Enrique uno se lo pasa queriendo cambiar la pintura, a veces sólo logramos un cambio de matiz. En diciembre murió un narrador muy querido, me enteré el 31, horas antes de la cena. Mi niña me preguntó ¿por qué lloraba? y le expliqué. El participaba dando color a los cumpleaños de mi hija. Cuando ella escuchó la razón del río que veía por primera vez, sobre mis ojos dijo: Qué malo, el cuentacuentos ya no volverá a contar.
Tú tienes la brocha de la palabra, de la escritura, de la simpatía que hace tantos años aprecié. Dale brochazos a todo lo que te parezca negro y cambia si no con voz, con un teclazo esta vida puñetera, que todos los días va de sombra a luz y de negro a gris. Te pinto un abrazo

Maria Coca dijo...

Los trabajos manuales nos vuelven más intelectuales de lo que somos a cuantos nos da por pensar en que todo tiene un doble significado o un triple o que es una metáfora de... Es así. A mi me ocurre igual. Por eso dejé de pintar paredes, barandillas y ventanas hace mucho. Ahora sólo pinto en lienzos lo que mis sueños me marcan. Es mejor así.

Un beso enorme.

leo dijo...

Pues no sé cómo te concentras para pintar la barandilla con ese mar tentando tus sentidos.
(Será que Madrid me mata).
Seremos esa huella, con un poco de suerte. :-)

Raúl dijo...

En cualquier caso, la idea de que el futuro (por incierto) sea de color negro y que sean nuestros andares los que lo conviertan en blanco, es esperanzador. O eso creo, Enrique.