jueves, 20 de agosto de 2009

En casa siempre es mucho mejor

—Oye, Luci, si quieres te espero a que termines y te invito a tomar algo, que acabo de cobrar —dijo Adrián recogiendo del mostrador el sobre de la paga semanal sin separar los ojos del escote de la secretaria.

Luci lo miró y arrugó la nariz, como si de repente le hubiese llegado un insoportable olor a podrido. Esa era su respuesta. Adrián le daba asco, apestaba a vino rancio, era el tipo más sucio del almacén, el más vago y el más desagradable. No sabía por qué aún no lo habían despedido.

—Vamos a dejarlo para otro año, ¿vale? Para dentro de mil o dos mil años, si te parece. Si no tienes otra cosa que hacer, ya puedes ir saliendo.

La chica le dio la espalda para ver si así se daba por enterado.

—Yo ya estoy salido. Joder, nena, que no me entere yo que ese culito pasa hambre.

Luci se dio la vuelta como si la hubiese picado un alacrán en la espalda. Ese cabrón se había pasado tres pueblos. En un rápido vistazo se dio cuenta de que estaban solos, aunque el resto de sus compañeros no podían andar muy lejos. Adrián seguía allí, abierto de piernas con el mono azul sucio de grasa, mostrando unos dientes amarillos que pretendían ser una sonrisa. Con la mano derecha se apretaba el paquete hinchado por encima del mono.

—Mira que eres cerdo. No te puedes hacer idea del asco que me das —dijo Luci tratando de no gritar—. Esta vez voy a dar parte a dirección.

Adrián, sin dejar de mirar el escote de Luci, carraspeó y estuvo a punto de escupir al suelo. Antes de hacerlo se dio cuenta de que estaba en la oficina, y no en el almacén, así que apretó las mejillas y se tragó el gargajo.

—No te hagas la ofendida, Luci, que se nota cómo te gustan las pollas. Yo solo quiero que pruebes la mía, que seguro que te va a gustar más que la de esos mariconcetes de la oficina. ¿Qué me dices? Bueno, luego me contestas, que ahora tengo curro.

Adrián ladeó la cabeza, dándose la razón a sí mismo, y salió de la oficina rechinando las muelas. Ya estaba harto de hacerse pajas pensando en la guarra de Luci. Estaba seguro de que era una de esas estrechas que luego gritan de gusto cuando le metes un pepino como dios manda. ¿A qué venían si no esos escotes y esas minifaldas? La tía buscaba guerra, y él tenía guerra entre las piernas para ella y para su amiga Juana. Vaya par de zorras.

Aún faltaban dos horas para terminar la jornada. Joder, qué viernes tan largo. Si Luci no decía nada, es que le gustaba el juego. Las mujeres cuando dicen que no, es porque quieren que insistas. Todas son iguales. Incluso su mujer y su hija. Otras dos putas de campeonato. Si su mujer no follaba era porque era fea y gorda, y daba asco. ¿Quién iba a querer follar con esa foca? Aunque para hacer mamadas seguro que todavía servía. A él no, pero los demás, en el mercado, y en las tiendas… Estaba convencido de que estaba gorda de tanto tragar pollas. Menuda guarra. De vez en cuando tenía que darle un par de hostias para que no le perdiera el respeto, porque las tías son así, lo llevan en la sangre las jodidas, en cuanto te das la vuelta se bajan las bragas. Él le había quitado las bragas a más de dos docenas de putas en los últimos años, y todas le decían lo mismo: "Paga por adelantado, cariño, que después de correrte ya no hay quien cobre." Su mujer seguro que lo hacía gratis. Pues mira, hoy se iba a llevar la hostia que le tenía que haber dado a la Luci.

—Adrián, cojones, ¿quieres mover esas cajas de una puta vez? Es el único trabajo que tenías que hacer desde el mediodía. No sé para qué coño vienes al almacén. Para tocarte los huevos quédate en casa, cabrón —le dijo Juan Luis, el encargado.

Otro chupapollas. Ese estaba cabreado porque su mujer era la más puta del barrio. Le venía a buscar cada tarde y bajaba del coche enseñándoles a todos el coño. Nunca lo pudo ver bien, pero seguro que tenía el chocho peludo.

Aunque para puta, puta, su hija Soraya. A la madre tenía que salir. Con trece años se ponía unas minifaldas que ni las negras de la Casa de Campo se atrevían a ponerse. Incluso tenía un cajón lleno de tangas minúsculos que olían a perfume. Seguro que se los ponía para que los chicos del instituto le comieran el coño. Alguna vez había tenido que meterle una hostia para que se enderezara, pero ya lo dice el refrán: Puta la madre, puta la hija, puta la manta que las cobija.

Una hora antes de sonar el timbre de salida, Adrián vio llegar al gerente Menéndez acompañado de Julián, el segurata. ¿A qué cojones venían esos? Vaya par de julandrones. Menéndez tenía mala cara. La de siempre, vaya. Venían a buscarle.

—Adrián, aquí tienes tu carta de despido. Ahora recoges todas tus cosas y no vuelves por aquí en tu vida. La semana que viene te llamará el contable para ingresarte el finiquito.

—No puedes despedirme. Tengo contrato fijo —dijo Adrián no seguro del todo.

—Tú te vas al puto paro a partir de hoy. Y no me toques las pelotas o declaramos despido procedente y te ponemos una demanda por acoso. Luci nos lo contado todo. Mira que eres gilipollas.

¡Será hija de puta! Esa se merecía no una polla, sino un bate de béisbol en la cabeza.

—¿No me has oído? Lárgate —insistió Menéndez. Luego se giró hacia el segurata del almacén—: Julián, acompáñale a la salida y asegúrate de que lo perdemos de vista.

—Qué hijos de puta —dijo Adrián empujado por Julián—. Tenía que haberos puesto un petardo en el almacén.

Se fue al bar de Quino, y empezó a beber con más intensidad que otros viernes. Pandilla de cabrones. Quino le servía los cubatas, uno tras otro. Sabía que era viernes, y que Adrián llevaba pasta encima.

—Me importa un huevo ese trabajo de mierda. Que se lo metan por el culo. Mi mujer y mi hija son las que tendrían que trabajar, que son unas vagas de cojones. No sé para qué las mantengo.

Esa noche también se pasó por el polígono en busca de alguna puta, pero llevaba demasiado alcohol encima como para que se le empinara. A la segunda, una rumana que no hablaba una palabra de español, le dio una bofetada, para ver si así se arrancaba a hablar, y en seguida apareció su chulo con una navaja en la mano. Tuvo que pagarle el servicio que no había hecho, y un extra por la hostia.

Volvió a casa mucho más cabreado y más borracho que de costumbre. Abrió la puerta tambaleándose. Su mujer estaba viendo la tele, como siempre. Y su hija en el cuarto, oyendo música. Dos putas zánganas.

Sin abrir la boca le dio un bofetón a la mujer, que rodó hasta el suelo. Ella se levantó como una gata en celo y se encerró en el baño.

—¡Sal, puta! —gritó dando un puñetazo en la puerta.

La puerta de la habitación de la hija se abrió a su espalda, y se asomó Soraya con un camisón corto.

—¡Déjanos en paz, cabrón! —oyó que le gritaba su hija. Su propia hija.

Se volvió hacia ella, pero la chica volvió a meterse en la habitación y cerró la puerta, tratando de cerrarle el paso.

Una patada reventó la puerta hasta los goznes. La puta de su hija le levantaba la voz, y se vestía de fulana para que los chicos la sobasen a conciencia. Él iba a enseñarle lo que era el sexo con un hombre de verdad, para que aprendiera a respetarse a sí misma a partir de entonces.
Esa vez sí pudo penetrarla.

En casa siempre es mucho mejor que con las putas del polígono. Y más barato.

Fotos capturadas con Google. Si alguna es tuya, dímelo y te cito, o la borro.

lunes, 17 de agosto de 2009

No vale la pena preguntar

Le compró la casa a un subastero, y le costó la mitad de lo que había tasado el banco.
La mitad.
Al principio sintió desconfianza. No es normal que alguien venda por la mitad una casa con mil quinientos metros de terreno, aunque fuera verdad que las ventas estaban detenidas desde que había comenzado la crisis.
—Ya sé que la casa vale más, no se crea que soy tonto —le dijo el subastero—, pero a mí también me costó mucho menos, no voy a perder dinero. Estoy en el negocio desde hace demasiados años, y sé que para ganar hay que comprar y vender rápido, nada de acumular casas año tras año.
—Ya, pero es tan barata —insistió.
—Mire, si le hace ilusión yo le subo el precio, qué quiere que le diga. Además, si he de serle sincero, quiero venderla pronto por mi mujer.
—¿Su mujer?
—Sí. Bueno, será mi mujer el mes que viene. Es brasileña, y como no me dé prisa en regresar a Manaos, igual me la quita un negro. No me fío. Quiero volver cuanto antes. Es una garota por la que cualquiera estaría dispuesto a cruzar el océano en una barca con remos.
Le sorprendió que aquel subastero embrutecido hiciera gala de ese ardor amoroso. Quizá fuera solo sexo, y estaba encoñado. Con las brasileñas todo es posible. Daba igual, el caso es que la casa y el terreno estaban en el lugar adecuado y al precio que por primera vez podía permitirse.
Aún así se asesoró en una agencia inmobiliaria. Y en el Registro de la Propiedad Inmobiliaria. Le dijeron que todo era legal. El notario comprobó que los papeles eran correctos, y estampó la firma en el documento de compra-venta. Él entregó un cheque nominal por ciento veinte mil euros, y a cambio recibió las llaves del portón de la verja de entrada y de la casa.
Su nueva casa.
Estaba hecha una pocilga, pero no hizo falta contratar ni a un albañil ni a un fontanero. Solo limpieza. Se trasladó allí en dos semanas. Su casa, con terreno suficiente para cultivar tomates, lechugas, papas, cebollas, coles, pimientos, calabazas, unos cuantos árboles frutales y una rosaleda. El sueño de toda su vida.
El primer año fue duro: remover la tierra, prepararla, abonarla, sembrar, montar el sistema de riego, aguantar las agujetas en los riñones, y comer mendrugos de tierra cada día. Al segundo año, los primeros frutos, pero escasos. El tercer año mejor. El cuarto año espléndido. A partir del quinto año le sobró más de la mitad de la producción, contrató a un jubilado del pueblo para que se ocupara de la huerta, y él empezó a dedicarse a los rosales. El sexto año fue el mejor.
Pero el séptimo apareció aquel tipo en mitad de la noche. No lo vio llegar, pero acostumbrado al silencio le extrañó escuchar esos golpes repetidos tan cerca de la ventana de su dormitorio. Al levantarse a oscuras y asomar su cabeza por la ventana abierta, supo que no estaba tan cerca como parecía, pero estaba dentro del terreno de la casa, de eso no había duda. Además de los golpes de una pala escarbando la tierra, también estaba la luz: una linterna de carburo que alumbraba de modo fantasmal a un hombre cavando una fosa en el huerto de tomates, cerca del lindero norte.
No era supersticioso, pero por un momento se le pasó por la cabeza la imagen de la muerte preparando su tumba.
Pero no era la muerte. Solo era un hombre cavando en el huerto. Debería llamar a la policía. Un hombre estaba en su jardín escarbando entre las plantas en mitad de la noche. Eso le contaría a la policía, que allí había un tipo desconocido.
Aunque aquel no podía ser un ladrón de tomates, esa era una idea absurda.
Quien quiera que fuese, había llegado hasta allí con una idea muy clara y una determinación fija. Buscaba algo que sabía que estaba allí. No era el azar, no era un fantasma.
Su casa era su casa desde hacía siete años, pero ¿y antes de que fuese suya?
Él se la compró al subastero, y el subastero a la Hacienda pública. Un embargo. La expropiación de bienes a un delincuente. Alguien que había cometido un delito y que ahora regresaba para terminar el trabajo.
A lo mejor lo de llamar a la policía no era buena idea. Tal vez hubiera otras alternativas.
Un antiguo delito, y regreso al lugar de origen. ¿Un asesinato? ¿Y para qué iba el asesino a regresar para desenterrar al muerto? No era un asesinato, no había cadáveres en el jardín.
Un robo, y el ladrón regresaba para recuperar el botín. ¿Siete años después? Claro, después de sufrir la condena. Acababa de salir en libertad.
Esa era la respuesta. No podía ser otra.
Y entonces, ¿qué?
Si llamaba a la policía, detendrían al ladrón, pero también investigarían y el botín acabaría en manos de su dueño anterior, la víctima del robo. Adiós a la pasta, como si lo viera.
Podría hacer ruido y espantarle, pero aquel hombre no se iba a asustar por tan poca cosa. El agujero era ya lo bastante grande como para llamar la atención al dueño del huerto por la mañana, así que aquel hombre no iba a querer regresar otro día a terminar el trabajo. No podría engañarle tan fácilmente.
Podría tratar de llegar a un acuerdo con él. Fifty-fifty. Tal vez. Aunque alguien que ha esperado siete años y ha sufrido siete años de encierro quizá no fuera la persona más dispuesta a dialogar.
Por último, podría sorprenderle, atizarle en la cabeza, y meterle en el hoyo que ya estaba preparado, casi a la medida.
Uf, vaya trago.
También podía no hacer nada. Volver a la cama y hacerse a la idea de que no había visto nada, que sólo había tenido una pesadilla en mitad de la noche. Eso era lo menos arriesgado. Lo más prudente.
Pero estaba harto.
¿Harto de qué?
Harto de no haber sabido nunca agarrar a la vida por los huevos. Harto de que hasta el subastero que le vendió la casa se arriesgara comprando y vendiendo la casa de un delincuente para trasladarse a vivir a Brasil con una garota de infarto. Harto de que la mayor emoción en su vida, a esas alturas, fuera la de ver si prendía el esqueje del rosal que había plantado cerca del naranjo. Harto de no tener mujer, de no tener hijos, de no tener amigos. Harto de no ser nadie, y de no tener apenas nombre, porque nadie lo llamaba nunca.
¿Le debía algo a ese hombre que escarbaba cerca de sus tomateras tratando de recuperar un botín?
No.
¿Debería comportarse bien o mal por algún motivo? ¿Acaso creía en el cielo y en el infierno? ¿Iba a cambiar algo la historia de la humanidad dependiendo de sus actos?
Tampoco.
La duda es una consejera terrible. Un escalofrío le recorrió la espalda. Al final optó por dejar que fuera el azar el que tomara la decisión: “Si sale cara bajo al huerto y lo mato, si sale cruz me echo a dormir y lo dejo en paz.”
Deseó con todas sus fuerzas que saliera cruz.
Pero salió cara.
Han pasado tres años, y ya empieza a olvidar los detalles de aquella noche en la que bajó a oscuras y de puntillas a la planta baja, salió por la puerta trasera, se armó con un azadón pequeño, caminó descalzo y en pijama sin notar las piedras que se le clavaban en los pies, hasta llegar a la espalda de aquel hombre que cavaba en su huerto en mitad de la noche.
Le hundió el azadón en la espalda, a la altura de los hombros, como si quisiera partirlo en dos. El golpe fue tan fulminante que el hombre ni siquiera hizo el menor ruido al caer sobre la tierra. Nunca llegó a verle la cara. Ni siquiera pudo desenterrar el azadón hundido en la espalda de aquel hombre.
Tardó una semana en localizar el botín a menos de diez metros de la tumba del forastero. No se había equivocado. Una bolsa con cinco millones de euros en billetes usados. Nunca supo de dónde procedían, pero con ellos pudo comprar un barco, un nombre, una finca en Paraguay, y una esposa fiel que le dio dos hijos durante los tres primeros años.
¿Cómo se llamaba aquel hombre?
Qué más da. Hay veces que no vale la pena preguntar.

jueves, 13 de agosto de 2009

Amor en Gitmo

Este es un texto falso que sustituye al que había antes, para evitar su copia.
Percuntia tempora fati conqueror, in uentos inpendo uota fretumque; ne retine dubium cupientis ire per acquor; si bene nota mihi est, ad Caesaris arma iuuentus naufragio uenisse uolet. lam uoce doloris utendum est: non ex acquo diuisimus orbem; Epirum Caesarque tenet totusque senatus, Ausoniam tu solus habes». His terque quaterque uocibus excitum postquam cessare uidebat, dum se desse deis ac non sibi numina credit, sponte per incautas audet temptare latebras quod iussi timucre fretum, temeraria prono expertus cessisse deo, fluctusque ucrendos classibus exigua sperat superare carina.

lunes, 10 de agosto de 2009

La dificultad de reencarnarse

Este es un texto falso que sustituye al que había antes, para evitar su copia.
Percuntia tempora fati conqueror, in uentos inpendo uota fretumque; ne retine dubium cupientis ire per acquor; si bene nota mihi est, ad Caesaris arma iuuentus naufragio uenisse uolet. lam uoce doloris utendum est: non ex acquo diuisimus orbem; Epirum Caesarque tenet totusque senatus, Ausoniam tu solus habes». His terque quaterque uocibus excitum postquam cessare uidebat, dum se desse deis ac non sibi numina credit, sponte per incautas audet temptare latebras quod iussi timucre fretum, temeraria prono expertus cessisse deo, fluctusque ucrendos classibus exigua sperat superare carina.

viernes, 7 de agosto de 2009

La máquina Underwood

En el verano de mis diecisiete años me compré una máquina de escribir de la marca Iberia en un mercadillo que Los traperos de Emaús habían organizado en Algorta. Era de carro ancho, para poder escribir tablas numéricas con el folio colocado en horizontal, en lugar de colocarlo del modo habitual, de pie, más alto que ancho. También se serviría para escribir en formatos DIN A-3, que entonces no existían, así que me iba a dar igual.

Me costó cien pesetas. Más que usada, estaba reventada y oxidada. Debió de escribir mil partes de guerra en cuarteles de montaña, dictar veinte sentencias de muerte, cincuenta desahucios, trece mil albaranes de almonedas, y veinte testamentos. Y todo ello antes de que llegaran las máquinas Hermes, porque el teclado ni siquiera era del tipo QWERTY, sino uno inventado por algún ingeniero portugués de asombrosa perspicacia, distinto del universal, ibérico al cien por cien. Un teclado HCESAR, instaurado en un decreto por Oliveira Salazar y luego vendido a Franco para fastidiar a los extranjeros. Como el ancho de vía de los trenes de la Renfe. Que se jodan en Europa: que cambien ellos el ancho de vía, que cambien ellos los teclados. Ni en España ni en Portugal se pone el sol, y si no que se lo pregunten a los emigrantes en los centros gallegos de todo el mundo, nuestros auténticos embajadores.

No pude usar la máquina Iberia, no me podía hacer con el teclado, y Los traperos de Emaús no me devolvieron las cien pesetas. Cago en Dios. Pero a cambio me vendieron otra, una Underwood de teclado QWERTY y carro estrecho por cincuenta pesetas. No pude decir que no.

Tampoco funcionaba: al igual que la Iberia, la Underwood estaba atascada y oxidada. Con un tarro de mayonesa vacía, bajé a la gasolinera y compré 250 cc de gasolina, la capacidad del tarro. La manguera me salpicó por todas partes, y estuve con pestazo a gasolina en los pantalones durante todo el verano. Luego, en casa, le quité el cepillo de dientes a Jaime, que no lo usaba nunca, y empecé a limpiar la Underwood en la pila de la cocina. Salud me echó de casa en cuanto se olió el asunto (o sea, casi en seguida, con esa peste), y tuve que trasladar mi taller de limpieza y reparación a las escalinatas de la iglesia de San Ignacio. Allí nadie me molestó. Estuve casi tres horas petroleando la máquina, y cuando terminé de limpiarla y levanté la vista, no solo tenía una máquina que funcionaba a la perfección, sino que además los parroquianos me habían dejado trece pesetas junto al tarro de mayonesa. Por unos momentos creí que Dios existía, pero se me pasó rápido.

Subí a casa. Después de secar la máquina, le eché aceite tres en uno por los extremos del rodillo, el tabulador, el timbre y los engranajes de las teclas. La palanca para espaciar y cambiar de línea parecía un garfio que había que atenazar con el índice y el pulgar de la izquierda. Cuando pulsaba la palanca de carro libre, un muelle lanzaba el rodillo hasta el extremo derecho y hacía sonar el timbre con un martillazo. La mesa sufría una sacudida, pero la Underwood se quedaba quieta sobre sus cuatro patas metálicas calzadas con zapatones redondos de goma negra.

Escribí con esa máquina hasta finalizar Filología, con algunos trabajos de entre cincuenta y cien folios que aún recuerdo: “Blas de Otero: la matemática del soneto”, “Don Quijote en Walt Whitman y León Felipe”, “La función de los intelectuales durante la Segunda República”, “Apuntes para una crestomatía del árabe literal”, “La poética del espacio en los narradores de la postguerra”, “Los orígenes de los deícticos en el castellano”. Batallas de la época. A fin de cuentas yo me negué a hacer la mili, así que no puedo hablar de otros cuarteles: mientras otros pelaban patatas y jugaban a pegar tiros en Ceuta, yo destripaba endecasílabos y hexámetros dactílicos. Cada cual tiene su batalla y su memoria, y sé que la mía no es más heroica que la de los demás.

Me llevé la Underwood de Bilbao al Chaminade, pero antes escribí con ella todos los poemas de “7x7 antología”, que se publicó en CLA (Comunicación Literaria de Autores), junto a Eduardo Rodrigálvarez, Ramón J. Blázquez, José Luis Morales, Toty de Naverán, Karmele Larrabe y Rafael Martínezl. Dos años después la trasladé a la calle Teruel, en Alvarado, cerca de Cuatro caminos. Franco agonizaba en la dictablanda mientras la platajunta salía a manifestarse cada tarde en la Gran Vía. Mira que nos dieron hostias los grises. De allí a Hospitalet. Después, Aluche, Villaverde, República Dominicana, Malasaña y la movida madrileña.

Ya no la tengo. La perdí en un divorcio, cuando vuelan los periódicos, los libros, los platos, los zapatos, los preservativos, los negativos de las fotos sacadas en vacaciones y las máquinas de escribir.

¿A que no sabes lo que he hecho con tus cosas? El camión de la basura pasa a las nueve y cuarto, tú sabrás si te da tiempo a recogerlas.

No me dio tiempo.

No sé, a lo mejor debería buscarla otra vez en algún almacén de Los traperos de Emaús. Es casi seguro que esté allí. La cabra tira al monte. La reconocería al tacto. Solo tendría que cerrar los ojos y empezar a golpear esas teclas redondas, enmarcadas en un anillo de metal plateado, para saber que esa es mi máquina Underwood, la de toda la vida, la que me enseñó a escribir. Joder, claro que la reconocería. Y ella a mí también: tiene mis huellas dactilares grabadas en cada una de sus teclas. Estoy seguro que empezaría a tocar la campanilla desde lejos, como el perro que mueve el rabo y llama al amo. Estoy aquí, tengo diez novelas atascadas en el rodillo, por favor, libérame, tira el traidor Vaio por la ventana y quédate conmigo. Solo necesito una cinta bicolor, negra por arriba y roja por abajo. Ni te imaginas lo que soy capaz de escribir.

Si alguien la tiene, por favor, que me la devuelva. Seguro que levanta sospechas, porque escribe unos endecasílabos que te cagas.

miércoles, 5 de agosto de 2009

Oficio de masoquistas (4)

Un escritor escribe mil palabras al día. ¿Todos los escritores hacen eso? No, claro que no. La mayoría escribe mucho menos. Algunos días más, y otros días menos. Yo estoy convencido que los escritores que escriben mil palabras al día, sin descanso, 365.000 palabras al año, es muy raro que sean escritores que no publiquen con frecuencia. Escribir esa cantidad significa una pasión difícil de entender si no es porque está recompensada por una íntima satisfacción personal, que suele ir acompañada por una calidad que aumenta mes a mes, y que tarde o temprano está unida a la publicación. No es necesario que publique todo lo que escribe, porque una novela tiene alrededor de 50.000 a 100.000 palabras, y con ese ritmo de trabajo el escritor podría producir una media de una novela de 180 páginas cada dos meses. Seis novelas al año. En dos años habría escrito las 2.200 páginas de una trilogía inmensa como Millenium. Uf. Vaya esfuerzo. Y conste que hay escritores que lo han hecho, o que lo hacen actualmente. Por ejemplo, Simenon tenía exactamente ese ritmo de trabajo: escribía seis novelas al año. Jordi Sierra y Fabra ha escrito entre los 26 años y los 56 años, treinta años de producción, algo más de trescientos libros, en su mayor parte novelas. Treinta años, trescientos libros. Un año, diez libros: nueve novelas y un ensayo o biografía cada año. Con dos cojones. ¿Cómo hizo Lope de Vega para escribir 1500 obras de teatro? Si escribió durante sesenta años sin descanso, tuvo que escribir dos obras al mes, y si un mes no escribía, al mes siguiente escribía cuatro. Y con rima.

Pienso que no hace falta tanto. Tal vez se pueda escribir menos, aunque insisto, digan lo que digan, el que escriba esa cantidad puede que sea un escritor enfermo de logorrea, pero sin duda es un escritor.

Hay un invento llamado estadística, mentiroso como pocos, que dice que si un escritor escribe 500 palabras los sábados y otras 500 los domingos, pero no escribe nada entre semana porque el trabajo, los niños y la suegra, y el mes de agosto tampoco porque estamos de vacaciones, entonces escribe 48.000 palabras al año, que son 131 al día. Mentira cochina, porque nos había dicho que de lunes a viernes no escribe nada porque la casa, la parienta y la gimnasia. Mil al día son 365.000 al año, cosa muy distinta de 48.000. Más de siete veces y media menos. O sea, que en un escritor que escribe todos los días mil palabras, caben siete escritores y medio de los de fines de semana pero con vacaciones. Lo más fácil será encontrar al medio, aunque parezca lo contrario, porque medio escritores hay un puñado gordo. ¿Todo esto es verdad? Ni de coña.

Lo más fácil es ser un escritor que escribe poco, o nada. Es mucho más cómodo, qué duda cabe. Más descansado. Un escritor de fines de semana perezosos. No es necesario abandonar el otro trabajo, ni divorciarse. Un escritor de 500 palabras los sábados y 500 los domingos. Tres páginas cada fin de semana. Y en agosto, vacaciones. Tampoco es para sudar sangre. Un par de horas el sábado, y otras dos horas en domingo. Página y media cada día de trabajo. No es para desriñonarse, digo yo. Y aún así, el escritor de fines de semana lánguidos (en agosto no, por favor), cada año podría tener 48.000 palabras. Eso es un libro de 144 páginas. De los normales, quizá tirando a corto, pero habitual en las librerías. Un libro al año. O uno gordo cada dos años. ¿Es esa la producción de los escritores distraídos, de los de cuatro horas a la semana como mucho dedicadas a la escritura? Ni de coña. La producción es mucho menor. La media es de un libro cada cinco años, así que no le dedican ni el 10 por ciento del tiempo laboral del resto de los trabajos (las famosas 40 horas semanales que echan los curritos), sino menos, mucho menos. Ni cuatro horas a la semana. Entre una y dos horas en total cada semana. Menos tiempo que a fregar platos. Menos que a hacerse pajas. Menos que a hacer la compra. Menos que la suma de los desayunos de la semana. Menos tiempo que a leer los blogs de los amigos. Joder, ¿eso es ser escritor? Vale, pues entonces yo soy jugador de baloncesto y vigilante de puestas de sol.

Un escritor debería escribir mil palabras al día. Si un día escribe menos, al día siguiente escribe más. Si en una semana no llega ni a mil, es que está de baja. Si en un año no llega a diez mil, entonces está incapacitado. Ha dejado de ser escritor. Tal vez, años después, vuelva a escribir creyendo que es el mismo, pero es mentira, ya no será el mismo.

El carné de identidad miente más que la estadística, porque asegura que un chaval de quince años llamado Enrique Páez es el mismo que asegura llamarse también Enrique Páez quince años más tarde, con treinta, y todo porque coincide el número de carné de identidad. Pura casualidad. Espejismos absurdos. Son dos personas distintas. Si lo sabré yo. No se parecen en casi nada. Yo no me reconozco en el Enrique de los 15 años, ni en el de los 30. Y me cuesta reconocerme en el de los 45. Si fuera a la inversa, el de 15 me haría pedorretas, el de 30 cortes de mangas, y el de 45… no sé, a lo mejor el de 45 diría: “¡De puta madre! ¿Dónde hay que firmar?”

Escribir no es tan difícil. No nos engañemos: lo jodido es picar carbón en una mina durante treinta años, conducir un autobús urbano ocho horas al día, cuarenta horas a la semana, limpiar las letrinas de las oficinas todos los días por 300 euros al mes, poner cervezas y cafés en un bar, recoger la basura con un camión articulado desde el atardecer hasta el amanecer, cultivas patatas en Bolivia, hacer de puta en la casa de Campo. Hay trabajos jodidos. Escribir es un trabajo, y no es de los jodidos. Pero el escritor tiene que escribir, digo yo. No vale decirlo y no hacerlo. Mil palabras no es tanto. Hay que plantarse a escribir cada día, todos los días, como el resto de los curritos. Mil al día. Aquí van 1.080. Yo hoy ya he cumplido. Mañana más.

Imagen anónima capturada con Google. Si es tuya, avísame y te cito o la borro.