domingo, 13 de enero de 2008

Una infancia de trenes

Desde hace cincuenta años, todos los niños crecen viendo dibujos animados por televisión. Yo no. Y no es que la televisión no existiera cuando yo era pequeño, sino que mis padres, en un ataque de fundamentalismo cultural, decidieron que ver televisión era malo para la educación y la salud de los niños, porque dejaban de leer, de jugar y de imaginar. Así que tomaron una decisión salomónica: no comprar ninguna televisión hasta que el más pequeño de sus hijos, mi hermana Peancha, fuera mayor de edad. Y lo cumplieron. Aún no sé si hicieron bien. No es que se lo reproche, pero años después yo no tuve huevos para negársela a mi hijo Elías.
Así que tuve una infancia desconectada. Unplugged, diría Eric Clapton. Pero como éramos diez hermanos, la diversión en casa estaba garantizada. Los sábados por la tarde nos dedicábamos a montar las vías del tren por toda la casa: pasos a nivel, puentes, cruces, desvíos, túneles, vías muertas, estaciones y viajeros a la espera del convoy. No sé qué cantidad de metros recorrían aquellos trenes, pero era una obra de ingeniería que necesitaba el concurso de los diez hermanos, y la asesoría, cada media hora, de un ingeniero de caminos: mi padre.
Al llegar la noche nos acostábamos exhaustos. Sólo teníamos fuerzas para sintonizar la radio, y escuchar embobados las historias de El gato con botas, Los siete cabritillos, o El sastrecillo valiente en Radio Nacional de España.
--¡Garbancito! ¿Dónde estás? --llamaban sus padres a voz en grito.
--¡Aquí estoy! ¡En la tripita del buey, donde ni nieva ni llueve!
Después de saltar de cama en cama y reventar los muelles de algún colchón, mi madre nos metía con dos azotes bajo las sábanas, apagaba la luz y nos dejaba a los pequeños cautivos en las manos de mis hermanos mayores, especialistas en torturas nocturnas. El peor era Nacho, que siempre nos contaba la historia de la familia que se comió un cadáver desenterrado del cementerio, creyendo que eran asaduras. Nacho empezaba a hacer ruidos, toc, toc, toc, y ponía voz de ultratumba:
--Ay mamaita, ita, ita, ita, ¿quién será?
--Déjalo hijita, hijita, hijita, que ya se irá.
--Que no me voy, que subiendo las escaleras estoy.
Hasta que terminaba el cuento saltando sobre nuestra cama en mitad de la tiniebla. Mis padres se preguntaron, durante muchos años, cómo era posible que todos nos meáramos en la cama hasta los diez años. Yo hasta los trece: se ve que mi implicación con la literatura era ya entonces más fuerte que la de mis hermanos.
Al día siguiente, tras abrir de par en par las ventanas y tender los hules para diluir el olor a amoniaco de ocho varones eneuréticos, empezábamos a jugar con el tren.
--El último, nena --gritaba Javier.
Y mis dos hermanas corrían como el que más por el pasillo, repartiendo codazos y metiendo zancadillas. A fin de cuentas, ¿dónde si no estaba el juego?
La merienda, galletas María Fontaneda untadas con mantequilla y azúcar. A veces, chocolate Elgorriaga y miel de la Alcarria. El domingo por la tarde había que desmontar el tren, un país completo, con ríos, pueblos y montañas, cosido por una red ferroviaria construida y desmontada por nosotros, los huérfanos del televisor. Las vías rectas con las rectas, las curvas con las curvas, el corcho del belén con el que hacíamos las montañas, a las cajas. Y todo ello, con vagones, puentes, soldados, los dinkytoys de Coque, los indios de Gonzalo, y el fuerte vaquero de Jorge, al altillo. Hasta el sábado siguiente.

4 comentarios:

Aurora Páez dijo...

Querido Quique:

No sé que te propones, pero hacerme llorar los lunes no es buena forma de empezar la semana.

Ya escribí en tu blog una pequeñísima aportación resumida al telegrama urgente a los diez hermanos, y aunque cuando lo escribiste era lunes, el día anterior habían pasado los reyes magos, inicié la semana con una invitación a desayunar con regalo incluido de alguien que todavía está esperando… y todavía no se había ido el sentir de la Navidad.
Pero los reyes pasaron, los pocos “moscosos” que me quedaban también y la navidad se ha desvanecido.

Hoy vuelve a ser lunes, quedan cinco largos días para que llegue de nuevo el fin de semana y a ti, se te ocurre recordarnos la “in/felicidad” de nuestra “in/fantia”, pues no se si la morriña es buena o mala, pero he tenido que enjuagarme los ojos al leer tu escrito en el trabajo, cosa que tampoco ha ido mal, dado que al verme el jefe he aprovechado para decirle que estoy deprimida, aburrida de lo que hago y que estaría mejor en casa.
Me estoy haciendo muy mayor y empiezo a desear que llegue pronto la jubilación. ¡Jo, pues no me queda años aun, manda huevos!

Me encanta reencontrarme un ratito con el pasado leyendo tus escritos tan personales, tan directos, tan nuestros.

Felicidades por tu blog, es una gozada y tú nuestra única voz.

Te quiero, y ahora sí lo sabes.
La Nena

Enrique Páez dijo...

Yo también te quiero, Nena, aunque es verdad que nunca te lo digo.
Me alegra que, al menos, mis memorias te sirvan para hacer chantaje emocional al jefe.
La jubilación debería empezar a los 45, como muy tarde, antes de que el cuerpo navegue a la deriva.
Besos,
Enrique

Anónimo dijo...

Hola Enrique
Al igual que tu hermana, a mi también se me saltaban las lagrimillas al recordar las tardes de sábado jugando al tren con mi padre.
Como en mi casa no teníamos ingenieros,solo un carnicero del mercado de la cebada, para evitar los problemas de infraestructuras;las vías, las estaciones, los árboles, y hasta los viajeros que esperaban enlos andenes estaban pegados a una tabla de madera que esperaba durante toda la semana colgada de la pared del comedor, detrás de la puerta, a que llegase el sábado para poderse desperezar tumbada encima de la mesa plegable.
Un saludo desde las vías (de la plata).
Manuel de la Esencia.

Enrique Páez dijo...

Manuel, me alegra compartir los trenes de la memoria contigo. Un día de estos tenemos que echarnos unas carreras por las vías abandonadas del ferrobús Salamanca-Plasencia.
Vi tu casita de "La esencia" en Top rural. Está muy chula.
Abrazos.