domingo, 27 de enero de 2008

Tarde de pesca

Hace tiempo que no se ven truchas en el río Ambroz. No es que empiece a mudar en el paisaje post-nuclear de la última novela de Cormac McCarthy, o quizá sí, pero el caso es que los pocos pescadores que antes llegaban hasta aquí, con su chaqueta de lona verde llena de bolsillos, su caña telescópica, su sombrero, sedal, anzuelo y gusanos, han dejado de venir. Ahora agonizan todas las tardes frente al televisor, esperando que un futbolista muera en directo, como en los toros, y así tener un poco de emoción antes de que el lunes amanezca.
A mí no me gusta pescar. Ni el golf. Ni hacer cola en los supermercados. Ni esperar a que llegue el autobús. Todos son tiempos muertos, retenidos, sin emoción alguna. Una microcárcel en el tiempo, un sorbo de aire que no se aspira. Así que miraba a esos pescadores con su caña al hombro, profesionales de la paciencia, y trataba de imaginar qué desesperación, qué oración budista, qué promesa les empujaba hasta las orillas del Ambroz, o a la periferia de cualquier muelle portuario. En las películas americanas, el pescador va de pesca con el hijo varón, diálogo de hombre a hombre, y le enseña a sujetar con mano firme la caña, el trabuco, y lo que haga falta. Es una herencia intangible, la trasmisión de la sabiduría en plano corto.
--A este río venía yo con mi padre a pescar truchas. Una vez pescamos una así de grande.
Pero a mí me da que el padre se iba de putas, al burdel de Manuela, y dejaba al niño amarrado a la caña.
--No le digas nada a tu madre. Esto es un secreto entre tú y yo. Después te invito a una cocacola.
Hasta la generación siguiente, que repite el ciclo. Aunque 20 años más tarde Natalia, hija de Manuela, se resiste a meterse en la cama con el hijo, ya crecido, por una sospecha que le inquieta. La Manuela le desordena el pelo al hijo del pescador, con algo de añoranza.
--Ay, chico, si es que cómo te pareces a tu padre, que en paz descanse.
--¿Conoció usted a mi padre?
--Vaya que sí. A él también le gustaba la pesca. Aún me acuerdo de aquella trucha que pescó. Así de grande. Creo que fue en la misma época en que me quedé preñada de Natalia. Qué tiempos.

2 comentarios:

Emilio Montero dijo...

Yo pienso como tú.
La gente esta tan acostumbrada a no hacer nada que los domingos los tienen justamente para eso, para no hacer nada.
Cada día tendras menos pescaderos chaval.

Emilio

Anónimo dijo...

No si al final la vida va a ser un círculo imparable. Y vete a saber si esta primavera la mujer del pescador no le tira la tele al río y tiene que venir a pesacarla bajo el puente.